Ahora
que el PRI parece estar cerca de regresar al poder quizá valga la pena hacer
una reflexión de que es lo que ha sucedido con los partidos hegemónicos y
dominantes (según la célebre descripción de Sartori) que perdieron el poder en
los años ochenta y noventa como consecuencia de la “ola democratizadora”
(Huntington) que barrió con los sistemas de socialismo real en Europa del Este
y con los regímenes autoritarios y semi-totalitarios en Asia y América Latina.
Se recordará que con la derrota del PRI en las elecciones presidenciales del
2000 se planteó una enorme incertidumbre sobre el futuro de esta organización
otrora invencible. Muchos malos analistas auguraron su inminente desaparición
señalando que al perder el gran y, a su parecer, único cohesionador interno, el
poder, este partido ya no poseía suficientes incentivos para mantener unidos a
los numerosos y a veces disímbolos grupos que se habían aglutinado por años en
torno suyo. El PRI, argumentaban, era un partido hecho por y para el poder sin
una ideología definida que se ha dedicado a ejercer durante décadas un
pragmatismo camaleónico con el objeto de cumplir el único propósito para el que
fue creado: mantenerse a todo trance en el gobierno. En virtud a su desalojo
del poder presidencial, para estos sesudos opinadores resultaba lógico que el
PRI desapareciera para dar paso, quizá, a un mosaico de nuevas organizaciones
nacionales y regionales.
Otros observadores, más optimistas, aseguraron que el PRI podría sobrevivir en la oposición si era capaz de reposicionarse en lo mejor de sus tradiciones históricas. Después de todo, el PRI siempre ha sido un partido con una estructura sólida, dueño de presencia en todo el territorio nacional y en cuyas filas militaba de lo mejor y más experimentado de la clase política mexicana. El desafío, nos decían estos soñadores, consistía en superar una arraigada cultura política basada en el autoritarismo para adoptar un espíritu incuestionablemente democrático. Si el PRI lograba reinventarse en la oposición como un partido nacionalista, liberal y democrático su futuro podría ser luminoso.
Ninguna de estas opciones se concretó. Hoy vemos que el PRI sobrevivió no a una, sino a dos derrotas en comicios presidenciales manteniendo siempre la mayor parte de las gubernaturas en sus manos y una proporción siempre significativa de representantes en el Congreso de la Unión, cuando no la mayoría, y eso sin la necesidad de democratizarse, ni liberalizarse, ni abandonar sus prácticas tradicionales las cuales antes que fenecer más bien han sido puntualmente imitadas por sus adversarios. Con esta supervivencia el PRI vuelve a marcar un hito en la historia de los sistemas de partidos en el mundo, un caso que analizaremos en otra entrada. Sólo el Partido Liberal Democrático, la organización dominante en el entorno partidista japonés, ha logrado recuperar el poder tras perderlo en las urnas Por lo pronto, repasemos brevemente que es lo que ha sucedido en los casos más conspicuos de naciones que han visto sucumbir en las urnas a partidos únicos, hegemónicos o dominantes.
De forma general,
podemos dividir en cuatro grupos a los partidos que habiendo sido únicos,
hegemónicos o dominantes han perdido el poder al celebrarse elecciones
democráticas: 1.- Partidos que han logrado renovarse en la oposición e incluso
han vuelto al poder por la vía electoral
2.- Partidos que no lograron sobrevivir a su derrota y, 3.- Partidos que
han logrado sobrevivir, pero no han sido capaces de lograr una renovación que
los convierta en una alternativa viable y tienen remotas posibilidades de
volver al gobierno y 4.- El caso más raro: partidos dominantes o hegemónicos
que pierden el poder y son capaces de recuperarlo sin experimentar mayores
cambios en su estructura, naturaleza y prácticas aunque eso sí, pierden la
capacidad de garantizar su triunfo en todas las elecciones. En este último caso
se encuentra el PLD nipón, cuya pérdida y posterior retorno al poder analizamos
en otras entradas de este blog, y probablemente pronto se inscriba nuestro
incombustible PRI.
Partidos Resurrectos: Sin duda, en su momento resultó una gran sorpresa que algunos partidos ex comunistas de naciones de Europa del Este hayan podido ser capaces de regenerarse al grado de poder triunfar en elecciones competitivas al poco tiempo de ceder las riendas del gobierno. Este fenómeno se suscitó en los años noventa, y fue incuestionablemente el caso de la Alianza de la Izquierda Democrática de Polonia y del Partido Socialista Húngaro. Ambas organizaciones son descendientes directas de los Partidos Comunistas que dominaron la vida política durante la etapa del “socialismo real” y que entregaron de forma pacífica el poder en los años 89-90. Los dos partidos fueron derrotados en las primeras elecciones democráticas celebradas en sus respectivos países por alianzas de partidos conservadores y de centro derecha. Como herederos del enorme desprestigio que acarreaba la etapa comunista, la mayor parte de los observadores les pronosticaba una vida bastante exigua. Pero la aparición de dos dirigentes dinámicos y talentos, el húngaro Gyula Horn y el polaco Alejandro Kwasniewski, logró impedir este triste destino.
Kwasniewski y Horn
encabezaron en la oposición un sorprendente impulso reformista que logró reconvertir
a sus respectivos partidos de comunistas a socialdemócratas. La adquisición de
una nueva identidad adscrita a una de las grandes familias políticas europeas,
la socialdemocracia, les permitió apoderarse de un referente político esencial
Ambas organizaciones fueron admitidas, y por lo tanto legitimadas como
socialdemócratas, en el seno de la Internacional Socialista una vez que
reformaron sus documentos básicos aceptando las nuevas realidades del libre
mercado y de la competencia democrática entre partidos. La vieja guardia
comunista fue marginada por completo. Paulatinamente una nueva generación de
dirigentes identificados con la socialdemocracia se hizo cargo de la dirigencia
La renovación de
estos partidos se dio en un período sorprendentemente corto de tiempo, justo
mientras que los gobiernos de centro derecha liaban con las dificultades
sociales y económicas consecuencia del desmantelamiento del socialismo real. Hicieron campaña admitiendo
que el libre mercado era irreversible, pero prometieron trabajar para mitigar
algunos de sus efectos sociales más dolorosos mediante políticas de protección
al empleo, equitativa distribución del ingreso y apoyo a los agricultores más
afectados. Asimismo, en Polonia la nueva izquierda fue certera en sus críticas
contra el ambiente de conservadurismo social y oscurantismo que ha empezado a
prevalecer como efecto de la nueva presencia política de la Iglesia Católica.
Este discurso supo atraer el voto de la mayor parte de los trabajadores del
Estado, de las clases medias urbanas, de los pensionados, de los desempleados y
(tal vez lo más importante) de una buena proporción del electorado joven.
El desgaste
sufrido por los primeros gobiernos de centro derecha provocó que tanto en
Hungría como en Polonia los nuevos socialdemócratas lograran volver al poder.
Kwasniewski fue presidente de Polonia durante una década (1995-2000). Horn
encabezó un eficaz gobierno como primer ministro húngaro de 1994 a 1998. Las
administraciones encabezadas por estos dos personajes de ninguna manera
constituyeron un “retorno de los brujos”, sino que reforzaron los esfuerzos
consolidar un sistema de libre mercado, integraron a sus respectivas naciones
en la OTAN y dieron a sus respectivas naciones el impulso necesarios que les
permitió años más tarde ingresar a la Unión Europea.
Otro caso de
partido capaz de reconvertirse en plenamente democrático durante su periplo en
la oposición fue el Kuomingtang (KMT) de Taiwán, partido que fue
contundentemente derrotado en las elecciones presidenciales celebradas en 2000
al grado de quedar su candidato en tercer lugar. Todo parecía indicar que el
KMT desaparecería pronto. Al morir su fundador, Chiang Kai Chek, su hijo y sucesor,
Chiang Ching-kuo, inició un proceso de democratización que desembocó en la
autorización de partidos de oposición.
El KMT inició entonces un constante declive, castigado por importantes
escisiones y por una creciente e inalterable impopularidad. Tras su derrota
este año en las urnas en 2000, las distintas facciones que se enfrentan en su
interior desde hacía años intercambiaron amargas recriminaciones, lo que hizo
pensar en un inminente colapso. Pero la aparición de nuevos liderazgos capaces
de transformar al KMT lograron revitalizar al partido histórico de la China
nacionalista, el cual volvió al poder con una contundente victoria electoral.
El último caso
conspicuo de partidos regenerados en la oposición lo ofrece el Partido del
Congreso de la India, que fue el artífice de la independencia del país y estableció
un claro dominio durante casi la totalidad de las primeras cuatro décadas de la
existencia del Estado nacional al ser capaz de ganar mayoría absoluta en el
parlamento. La decadencia de esta hegemonía inició en los años ochenta y se
agravó en los noventa, década en la que salieron claramente derrotados en tres
elecciones generales consecutivas. Sin embargo, cuando todos pensaban que el
fin el partido histórico de la India era inevitable, el partido logró
revitalizarse, sobre todo en lo concerniente a sus posiciones programáticas,
para triunfar en las cruciales elecciones de 2004, mismas que por su
importancia y trascendentales consecuencias trataremos en un próxima entrada.
Partidos Extintos: Contra lo que pudiera pensarse en primera instancia, hasta
ahora la lista de partidos únicos, hegemónicos y dominantes que han
desaparecido definitivamente es sorprendentemente corta. De hecho, el único
caso verdaderamente significativo lo constituye el Partido Demócrata Cristiano
de Italia.
Desde 1948, año en
que se formó la República, hasta 1992, año en el que comenzó el desmoronamiento
definitivo del viejo sistema de partidos, los demócratas cristianos obtuvieron
de forma perenne la mayoría parlamentaria, aunque nunca la absoluta, lo que les permitió presentarse
como el partido natural de gobierno, siempre gobernando mediante la formación
de coaliciones, algunas veces inclinándose a la centro izquierda y otras a la
derecha. La Democracia Cristiana mantuvo el poder con una mezcla de pragmatismo
galopante y clientelismo exacerbado. Fueron los principales promotores de la partitocrazia, es decir, del
prevalecimiento a ultranza de las burocracias partidistas sobre los anhelos
ciudadanos lo que les permitió, por un lado, garantizar la complicidad de sus
partidos aliados y, por otra parte, asegurar la disciplina de sus numerosas
corrientes internas.
Tras el terremoto político
que representó la operación “manos limpias” y las elecciones de 1992 y 1994, en
las que una verdadera “revolución ciudadana” llamó a cuentas a una corrompida y
anquilosada clase política, la Democracia Cristiana quedó al borde del completo
colapso. Los dirigentes del partido pretendieron evitar el desastre total y
cambiaron la imagen y el nombre del partido, como un tardío intento de subirse
al tren de la reforma, pero las divisiones entre los sectores de izquierda y de
derecha, así como las ambiciones personales de varios “notables” del partido,
demostraron ser insuperables. El PDC se desintegró. El grupo mayoritario
decidió revivir al Partido Popular Italiano (PPI), formación que fue el
antecedente directo del Partido Demócrata Cristiano y que pretende rescatar el
espíritu del catolicismo social y democrático postulado a principios del siglo
XX por Luigi Surzo. El PPI forma parte de la coalición centro izquierdista “El
Olivo”. Dos sectores ubicados más a la derecha, fundaron el Centro Cristiano Demócrata
(CCD) y la Unidad Cristiano Demócrata (CDU), que actúan en estrecha alianza
dentro de la coalición de partidos conservadores conocido como “Polo de la
Libertad” que dirige Silvio Berlusconi. Asimismo, tres importantes personajes
antiguamente ligados a la democracia cristiana han fundado sus propias
formaciones: Lamberto Dini , Mario Segni y Romano Prodi.
Partidos Anquilosados: Más que desaparecer por completo, lo que ha sucedido con
partidos antes únicos o dominantes es que se si bien mantienen una presencia
considerable en la vida política de sus respectivos países por heredar una
estructura nacional sólida y una poderosa tradición histórica legitimadora, sus
dirigentes han sido incapaces de renovarlos para convertirlos en opciones
plausibles. El ejemplo más digno de citarse es el del Partido Comunista de la
Federación Rusa (PCFR).
El PCFR heredó en
buena medida la formidable estructura del Partido Comunista de la Unión
Soviética, lo que le ha permitido ser el único partido político ruso con
verdadera presencia nacional y constituir al grupo parlamentario más grande en
la Duma, pero no ha sabido ejercer una oposición verdaderamente efectiva y
menos ha sido capaz de constituir una opción que lo haga superar a su
electorado tradicional, compuesto de añorantes de la URSS y del voto de
protesta. Bajo esas condiciones el PCFR jamás volverá a dirigir al gobierno y
su destino al mediano o largo plazo podría ser su desaparición. A los
comunistas rusos no se han interesado en reconvertirse a socialdemócratas en
virtud a que en Rusia, al contrario de lo que sucede en Europa del Este, ser
comunista les otorga una cierta legitimidad histórica que hasta el momento les
ha sido útil para mantener su influencia, pero insuficiente para recuperar el
poder.
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