domingo, 9 de septiembre de 2012

Bush Jr. Vs. Gore o el Fin del Paradigma



Al principio, todo indicaba que sería una tediosa confrontación entre dos políticos aburridos y anticarismáticos, ambos dueños de la solitaria virtud de ser los herederos de dos de las familias políticas más poderosas y distinguidas de Estados Unidos: los Bush y los Gore. Al comenzar el año 2000, la mayor parte de los analistas apuntaban que la única gran interrogante a despejar en los comicios de este año consistía en saber si se repetiría la historia de 1988, cuando el entonces vicepresidente George Bush padre logró beneficiarse del período de expansión económica de la era Reagan; o la de 1960, cuando Richard Nixon fue derrotado por el demócrata, John Kennedy, a pesar de haber protagonizado como vicepresidente los buenos años de la administración Eisenhower. En momentos de bonanza económica, sin retos internacionales verdaderamente trascendentales a la vista y con los grandes partidos norteamericanos pareciéndose cada vez más entre sí en lo que concierne a sus plataformas políticas, la elección presidencial del 2000 pintaba para ser la contienda más intrascendente e insustancial de la historia, con dos políticos de “peso ligero” como competidores, que hacían extrañar el carisma y la facilidad para la comunicación política de hombres como Ronald Reagan o Bill Clinton.
Pero este fue uno de los procesos más interesantes, reñidos y desconcertantes de la historia electoral estadounidense, y su inusual resultado podría deslegitimizar al gobierno de quien será el 43° presidente del país, George W. Bush. Algo sumamente grave si se considera que se trata de quien presuntamente es el líder del llamado “mundo libre”. Ahora, ¿con qué autoridad política y moral Estados Unidos se presentará ante el mando como el campeón de la democracia y la libertad, cuando su presidente no fue capaz de obtener la mayor parte de los votos populares en las elecciones, y cuando las confusiones poselectorales en Florida fueron dignas de repúblicas “bananeras”? Los absurdos de esta elección deberán obligar a la clase política norteamericana a revisar su obsoleto sistema indirecto, que consiste en elegir al presidente mediante un Colegio Electoral, verdadera reminiscencia del siglo XVIII, e incluso deberá considerarse seriamente “federalizar” los comicios para presidente, senadores y miembros de la Cámara de Representantes con la creación de un organismo central que sea el responsable de la organización de las elecciones federales, tal y como sucede en todas las federaciones del mundo. Ha llegado la hora de que Estados Unidos renuncie a su tradicional arrogancia y acepte que su sistema electoral es deficiente y anacrónico.

Sorpresas y lecciones nos dio la elección presidencial del año 2000 desde un principio. Primero fueron las primarias, algo más reñidas que lo esperado gracias a los innovadores mensajes enviados por los dos retadores del establishment:el republicano John Mc Cain y el demócrata Bill Bradley, quienes atrajeron a una buena cantidad de electores independientes atacando problemas por lo general relegados de las preocupaciones de los grandes grupos de poder, como lo son la necesidad de regular el financiamiento de las campañas políticas por parte de los particulares y la excesiva influencia que ejercen las transnacionales en el proceso de globalización.

Más tarde, ya en plena campaña, el candidato republicano daría una nueva sorpresa al evitar centrar su campaña en ataques personales a la “credibilidad”  y “carácter” de su contendiente y enfocarse al planteamiento de su propuesta política. George W. Bush fue capaz no solo de abandonar una innoble estrategia que, dicho de paso, fue la principal causante de los fracasos de Bush padre en 1992 y de Bob Dole en 1996, sino que también demostró ser un político competente e incluso inteligente, enterrando la imagen que muchos tenían de él como el torpe hijo de un ex presidente, gracias a lo cual pudo conseguir una considerable ventaja tempranera en las encuestas. El vicepresidente Gore reaccionó con espíritu vehemente y de la única manera digna como lo podía hacer: convirtiendo la explicación exhaustiva de su programa de gobierno en el eje de sus actuaciones. Gore también consiguió dejar atrás, en buena medida, su imagen de “vicepresidente cara de palo”, para dar lugar a la de un defensor de las clases trabajadores. De esta forma, el vicepresidente alcanzó e incluso rebasó en las encuestas a su rival hacia principios de septiembre. Durante el otoño los candidatos se enfrascaron en una lucha encarnizada, en la cual los tres debates televisados únicamente sirvieron para confirmar lo dividido que se encontraba opinión pública.
La elección presidencial en el país más poderoso del mundo dejó de ser un mero trámite para convertirse en la contienda más reñida e interesante de la historia reciente. Esto, gracias a que por primera vez en mucho tiempo los personalismos, superficialidades e incluso los temas coyunturales pasaron a un segundo plano. A pesar de lo mucho que se ha hablado sobre la equiparación creciente entre las opciones políticas de centro izquierda y centro derecha en todo el mundo, lo más importante en la actual contienda electoral norteamericana es que quedan claras las diferencias de dos formas de concebir la función del gobierno: una, la demócrata, que cree en el poder protector y benéfico del Estado; la otra, republicana, que cree sobre todo en el individuo y en la fuerza liberadora del mercado

Una “guerra de príncipes” se convirtió en un debate de ideas que puede ser trascendental a nivel mundial. Se trató del duelo entre dos candidatos competentes que al inicio del siglo XXI apuntaron  una sana y necesaria revigorización del debate político entre izquierda y derecha; entre conservadores y progresistas; entre los defensores de un Estado atento a sus obligaciones sociales y quienes creen en el individualismo productivo donde sólo “la nobleza obliga”.
Tradicionalmente, cada vez que hay un presidente saliente que ha concluido dos mandatos - y que, por lo tanto, tiene un impedimento constitucional para aspirar a una tercera reelección  la lucha por las candidaturas presidenciales dentro de los dos grandes partidos norteamericanos, Demócrata y Republicano, se presenta muy cerrada, con la participación de, por lo menos cuatro, cinco o incluso más aspirantes con verdaderas posibilidades de triunfo. Sin embargo, para los comicios del año 2000 en ambas formaciones las cosas aparecían más simplificadas, con dos grandes favoritos en cada partido: el vicepresidente Al Gore por los demócratas y el gobernador de Texas George W. Bush por los republicanos, y dos aspirantes a “caballos negros” con, eso sí, remotas posibilidades de obtener la nominación; el demócrata ex basquetbolista de los Knicks de Nueva York y ex senador por Nueva Jersey  Bill Bradley,  y el republicano, ex combatiente en Vietnam y senador por Arizona John Mc Cain.
Tras el fracaso del juicio de impeachment contra el presidente Clinton y de su mala actuación en las elecciones de término medio de 1998, cuando por primera vez desde 1932 un partido en la oposición no pudo aumentar el número de sus escaños en la Cámara de Representantes, muchos pronosticaban una inminente derrota del Partido Republicano rumbo a las elecciones presidenciales del año 2000, a causa de  su actitud puritana y de sus magros resultados legislativos. Además, a finales de 1998 los republicanos no contaban con un líder claro ni con una plataforma programática confiable que pudiera sacudirse la influencia de la derecha cristiana fundamentalista y competir eficazmente contra el mejor argumento que presentan los demócratas: la buena situación económica que goza Estados Unidos.

Empero, pronto cobraría una insólita fuerza el gobernador de Texas, George W. Bush, el mayor de los vástagos del ex presidente George Bush, y que fue catapultado por su inmensa popularidad como gobernante del segundo estado más rico de la Unión Americana (después de California) y del inmenso poder e influencia de su clan. Durante 1999, Bush Jr. fue capaz de cobrar una inalcanzable ventaja sobre todos sus potenciales adversarios dentro del Partido Republicano, e incluso empezó pronto a ubicase en las encuestas muy por encima del aburrido vicepresidente Gore. De repente los republicanos renacían de sus cenizas y gracias al empuje del gobernador de Texas empezaron a ser considerados favoritos. Desde luego, cabe decir que la ventaja del Bush “el joven” radica no sólo en popularidad y en la enorme cantidad de recursos que su maquinaria de campaña fue capaz de recaudar (todo un récord, por cierto). El gobernador de Texas fue el creador de un nuevo discurso político que con el título de “conservadurismo compasivo” pretende hacerle la competencia a la ya célebre “tercera vía” en la que se inscriben tanto el presidente Clinton como estadistas socialdemócratas europeos como Tony Blair y Gerhard Schröder.
John McCain poseía como sus principales cartas frente a Bush una buena imagen como hombre franco e inteligente y el haber sido uno de los impulsores de un tema político toral en Estados Unidos: el control financiero a las campañas políticas. Las enormes omisiones y fallas que padece la legislación federal en materia del control a los recursos que obtienen los candidatos es el verdadero talón de Aquiles de la democracia norteamericana.

Por parte de los demócratas, era  de esperarse que Al Gore lograra subsanar el tamiz de las primarias, sobre todo gracias a que contaba con el abrumador apoyo el establishment demócrata vía los ya citados “superdelegados”. Pero el vicepresidente debía soportar rumbo a los comicios de noviembre, además del estigma de su pétrea personalidad, con el hartazgo de una buena parte de los electores manifiesta tener con el presidente Clinton y sus escándalos. Gore es uno de los políticos más brillantes de Washington. Testimonio de ello lo dan su destacada labor como legislador en los años en que se desempeñó como senador por Tennessee, el haber sido, con mucho, el vicepresidente más activo en la historia de Estados Unidos, y el ser adalid de temas contemporáneos como la protección del medio ambiente y el desarrollo tecnológico. Por su parte su contrincante en las primarias, Bill Bradley, buscaría dar el campanazo utilizando la fórmula que antes ya han utilizado muchos outsiders: un discurso populista reivindicador de los viejos valores del Partido Demócrata. 

A pesar de que todos los indicios apuntaban a fáciles victorias de los dos favoritos, las primarias fueron más difíciles de lo esperado, sobre todo en el campo republicano. El favorito del aparato del Partido Republicano y príncipe de la dinastía política fundada por el presidente que dirigió la guerra del Golfo empezó a revelarse como incapaz de deshacerse del desafío planteado por McCain. Esta incapacidad llegó a sembrar dudas sobre lo que parecía claro: que Bush es un caballo ganador.
McCain consiguió una gran victoria al derrotar a Bush en Nueva Hampshire. Más tarde, venció a Bush en su estado natal, Arizona y, sobre todo, ganó en Michigan. Bush solamente había sido capaz de ganar en Carolina del Sur. Las luces rojas se encendieron en la dirigencia republicana. McCain representaba la bandera de una rebelión contra el aparato del Partido Republicano. Prueba de ello es que en Michigan miles de electores demócratas e independientes, también autorizados a pronunciarse en las primarias republicanas si ese era su deseo, habían preferido asistir a las urnas para apoyar el mensaje fresco y combativo del senador de Arizona.
Según sondeos de opinión, Bush obtuvo en Michigan dos de cada tres votos de electores republicanos, pero McCain llevó a las urnas a cientos de miles de demócratas e independientes entusiasmados por su condición de viejo guerrero y héroe de Vietnam, su denuncia de las corruptelas de Washington y su programa reformista, que contenía una mezcla de elementos conservadores y progresistas. Se calcula que el 52% de los votantes en la primaria republicana de Michigan no eran republicanos.
Pronto los medios y los analistas consideraron a Mc Cain como el posible constructor de una interesante coalición de republicanos, independientes y demócratas conservadores. Bush, que, con su lema "conservadurismo con compasión", deseaba hacer una campaña centrista, se está viendo obligado a escorarse a la derecha para garantizarse la movilización a su favor del voto más conservador. La rebelión de Mc Cain obligó al establisment republicano a cerrar filas, gracias a lo cual Bush pudo derrotar de manera contundente en las elecciones primarias del supermartes, que incluyeron a los grandes estados de Nueva York y California, donde solamente podían votar republicanos. Su contundente derrota del supermartes obligó a Mc Cain a abandonar la contienda, pero lo cierto es que el veterano de Vietnam forzó a los republicanos a marginar a un segundo término sus gastado y moralino discurso de los "valores familiares", arcana expresión que oculta el extremismo de derechas del sector más recalcitrante y fundamentalista del partido, para pasar a ocuparse de problemas reales. 

Por su parte, a finales de 1999 las encuestas indicaban que Bradley tenía la posibilidad de arrebatar a Gore la nominación Demócrata. Para muchos políticos dentro del Partido Demócrata, el vicepresidente no tenía con que derrotar a los Republicanos a causa de su pétrea personalidad y su excesiva cercanía política con Bill Clinton y, por lo tanto, si el partido quería evitar un cataclismo electoral debía apostar por la novedad de un Bradley asociado con la honestidad, el progresismo y las “mejores causas de los demócratas”.
Este reto planteado por el ex senador por Nueva Jersey fue, a final de cuentas, beneficioso para Gore, quien se vio obligado a salir de su despacho de Washington y pelear sobre el terreno. De esta forma, supo recuperarse y vencer en las primarias clara y contundente. A base de una gran disciplina, Gore dejó de ser un tecnócrata desangelado para pasar a ser un “fogoso campeón de las clases trabajadoras”. Por otra parte, Gore logró convencer al establishment demócrata que, pese a todo, seguía siendo la mejor opción del partido, a causa de su experiencia, sus conocimientos, sus excelentes conexiones con Wall Street, Hollywood y Silicon Valley, y de la popularidad que gozaba entre las minorías y las mujeres. El vicepresidente ganó de manera convincente en Nueva Hampshire, y a partir de entonces el viento sopló en su favor, obligando a Bradley a retirarse tras el supermartes.
En lo que concierne a la batalla por la Casa Blanca, era claro que ésta no se libraría únicamente en este terreno dscursivo. Contaría, y mucho, la imagen personal de los candidatos y su capacidad para garantizar a sus compatriotas la continuidad de la paz y prosperidad de que disfrutaron en los años de Clinton. En teoría, Gore tendría todas las de ganar, como heredero político de un presidente popular y con una economía en plena expansión. Pero los republicanos le oponen una alternativa mucho más seductora que la que encarnó en 1996 Bob Dole frente a Clinton. Bush es un hombre personalmente cordial que es apoyado por un selecto y eficaz equipo de asesores.
Por otro lado los republicanos vuelven al modelo de Ronald Reagan, que tan bien les funcionó en los ochenta. Un hombre quizá simple, pero sonriente, tranquilizador, de sólidos principios y rodeado de profesionales. Asimismo, los republicanos abandonaron las campañas de descrédito personal para tratar de hundir a sus adversarios. En su discurso de aceptación de la candidatura presidencial republicana, Bush no hizo la menor alusión directa al caso Lewinsky, o la la “dudosa integridad personal” del presidente o de su adversario. En cambio, denunció que el Gobierno de Clinton y Gore ha desaprovechado las ocasiones de este gran momento estadounidense para resolver problemas estructurales, como la mala calidad de la educación pública y la inseguridad sobre el futuro del Estado de bienestar y para consolidar el liderazgo internacional del país.

 En su  discurso, el primero de su carrera televisado en directo a todo el país, Bush Jr. prometió gobernar "con espíritu bipartidista" y "para todos los norteamericanos", citó abundantes ejemplos de su preocupación por los problemas de los grupos más desfavorecidos, dijo que Estados Unidos debe "derribar el muro existente entre, de un lado, la riqueza y la tecnología, la educación y la ambición y, de otro, la pobreza y la prisión, la drogadicción y la desesperanza" e invitó a as empresas deben a "tratar con justicia a sus trabajadores y mantener limpios el aire y las aguas". El candidato republicano prometió trabajar por una "solución bipartidista" al problema de la financiación de las pensiones de jubilación (Social Security) y abordó otros dos temas de la agenda demócrata: la mejora de la educación primaria y la salvación del sistema de asistencia médica y sanitaria a los ancianos (Medicare). Al sector “duro” de los republicanos prometió la abolición del impuesto de sucesiones y una sustantiva rebaja de la presión fiscal, posible dado el superávit presupuestario estadounidense.
Nunca en la historia reciente de Estados Unidos las condiciones habían sido tan favorables para que un vicepresidente en ejercicio suceda en la Casa Blanca a su jefe. No existían amenazas internacionales graves, el estado de la economía era excelente, el desempleo y la inflación están a niveles mínimos, la revolución tecnológica iba a tambor batiente y no se registraban graves conflictos sociales o raciales. Con esos ingredientes, Gore debería tener casi garantizada a estas alturas la victoria en las elecciones presidenciales de noviembre. Pero no era así. Lo cierto es que los estadounidenses daban por descontada la continuidad de la paz y prosperidad y se inclinan por escoger al futuro inquilino de la Casa Blanca en función de su personalidad. Era justo frente a la simpleza y simpatía de Bush donde Gore tenia problemas. El vicepresidente era un hombre demasiado perfecto, dueño de una personalidad “robótica” a la que le costaba trabajo conectar con la gente

Pero su currículum lejos de ayudar, parecía estorbarle en la carrera presidencial del 2000. Pronto resultó claro que a Gore no le bastaría con ser un eficaz perfeccionista sabelotodo para ganar los comicios. Es por ello que decidió hacer algo radical. A pesar de sus antecedentes como moderado, el vicepresidente adoptó un discurso enérgico cercano a las raíces populistas de los demócratas. Gore ofrece a los trabajadores un programa frente a la plutocracia republicana. En su discurso de aceptación dijo: “Conozco mis imperfecciones, sé que algunas veces la gente dice que soy demasiado serio y hablo demasiado de temas profundos". "La presidenciaes más que un concurso de popularidad, es una lucha diaria por el pueblo". Se presentó como un campeón de "las familias trabajadoras" frente a unos republicanos que identificó con "los poderosos". Detalló un programa más profundo y ambicioso que el de Bush Jr. Y, consciente de que su principal problema es de imagen, quiso convertir en fuerza su debilidad. "Si me honran con la presidencia, ya sé que no seré el político más excitante, pero les prometo que trabajaré por ustedes cada día".
Gore también utilizó la comparecencia más importante de su vida política para tratar de desmarcarse de la figura de Clinton. El presidente sólo fue citado una vez, al principio. "Durante casi ocho años", dijo el delfín demócrata, "he sido socio del líder que nos ha sacado del valle de la recesión hacia el más largo periodo de prosperidad en la historia de Estados Unidos” Afirmó que millones de norteamericanos vivirán mejor durante mucho tiempo gracias al trabajo realizado por el presidente Bill Clinton". Pero de inmediato, Gore escapó al peligro de convertir su discurso en una larga apología de los años de Clinton. "Ahora", dijo, "pasamos la página y escribimos un nuevo capítulo, y de eso es de lo que quiero hablar hoy". "No estoy satisfecho", proclamó de entrada Gore, sabiendo que la mera continuidad del periodo de Clinton no es una propuesta que pueda ganarle las elecciones.
Una vez celebradas las Convenciones Nacionales, los candidatos estaban listos para iniciar sus campañas electorales. Los comicios del 2000 debían dejar claro que los demócratas y republicanos no eran “dos caras de una misma moneda”, y que de verdad representaban opciones de gobierno sustancialmente distintas. Ralf Nader afirmaba que demócratas y republicanos llevaban años siendo la misma cosa, e ironizaba al proponer que los dos grandes partidos estadounidenses se rebautizaran como los Republicrats. Para Nader, y para millones de norteamericanos escépticos, Bush y Gore eran Tweedledum y Tweedledee, dos personajes gemelos de un popular cuento infantil norteamericano que hacen, dicen y piensan lo mismo, pero con nombre distinto.

Sin embargo, la lección olvidada de esta elección es que incluso en Estados Unidos aún tiene sentido la división entre los partidos. Desde luego, esta consideración fue eclipsada por el escándalo poselectoral. En efecto, aunque visto desde la óptica más ideologizada latinoamericana y europea, las divergencias entre republicanos y demócratas llegan a ser casi imperceptibles, lo cierto es que las diferencias llegan a ser abismales. El programa republicano está basado en la libertad de elección del individuo y en mantener al Estado lo más pequeño y poco influyente que sea posible, mientras defiende una plataforma muy conservadora en temas de “conciencia”; el demócrata aboga por una intervención del poder federal para conseguir una mayor justicia social y una mejor distribución de la riqueza. Por otra parte, también es verdad que ambos se han plagiado mutuamente ideas que, tradicionalmente, formaban parte del bagaje del adversario. Los demócratas defienden ahora de manera entusiasta a la reducción del déficit presupuestario y al pago de la deuda nacional, dogmas republicanos del pasado, mientras que los republicanos defienden hoy la reforma educativa, la de la sanidad y la del sistema de pensiones, causas tradicionalmente demócratas.

La expectación en torno a los tres debates televisados, programados para celebrarse a lo largo de octubre, era extraordinaria, debido a lo reñido de la contienda. De hecho, se consideraban los más cruciales desde los sostenidos en 1960 por John Kennedy y Richard Nixon.  Al celebrase el primer debate en Boston. Massachusetts, Gore disfrutaba de una ventaja de dos o tres puntos en las encuestas, y por lo tanto era el que más tenía que perder. Asimismo, hábilmente los republicanos recordaron que Gore es "un especialista en debates" y, en consecuencia, el favorito. Y era cierto. Gore se ha pasado toda su vida debatiendo, mientras que Bush Jr. dirigía primero, una empresa privada y más tarde a los Rangers. Obviamente esta situación permitía a Bush Jr. la ventaja de salir ganador sólo con no decir tontería, confundirse con el vocabulario (preocupante tendencia que presentaba desde hacía tiempo) y lograr transmitir sus cualidades de hombre agradable y común al resto de la gente.
En los debates Bush Jr. cumplió su objetivo de verse competente. El demócrata mostró su mayor talla con un discurso que, pese a sonar mecánico en ocasiones, estuvo más cargado de contenido que el de su rival. Pero Bush aguantó el tipo y jugó bien el papel del honesto gobernador provinciano enfrentado a un astuto miembro privilegiado de la curia de Washington. El menospreciado gobernador de Texas exhibió conocimientos, ideas claras y espíritu de estadista en un debate dedicado, en su mayor parte, a los temas de política exterior, supuestamente el punto más flaco del gobernador. Pasados los tres debates, las encuestas daban una de tres puntos al candidato republicano. Los tan esperados debates acababan sin aclarar nada en la carrera a la Casa Blanca. Si hubo un perdedor, ese fue Al Gore, que no sacó provecho a su mayor preparación y más convincente discurso.

 
En general, las estrategias generales seguidas por los dos candidatos siguieron los cánones impuestos en pasadas elecciones: gastos exhorbitantes en los medios, concentración de esfuerzos en los estados clave (swing states) y cortejo de las minorías. Para septiembre, era claro que la mayor parte del noreste del país (Nueva Inglaterra y Nueva York) serían para Gore, y el Sur y los Estados de las Rocallosas votarían, en su mayor parte, por Bush. Los estados de la costa Oeste, tradicionalmente liberales (California Washington y Oregon) presentaban una tendencia a favor de los demócratas, pero la presencia de Nader animó a los republicanos a no darse del todo por vencidos. Sin embargo, el gran campo de batalla lo conformaron los estados industriales del Medio Oeste (sobre todo Ohio, Michigan, Pennsylvania, Missouri e Illinois) y Florida, el estado del Sur que ha registrado mayor crecimiento demográfico en los últimos años.
Buena parte de los esfuerzos de los partidos se dedicaron a tratar de convencer a los abstencionistas de ir a votar a las urnas. El fenómeno abstencionista es una gran preocupación nacional en Estados Unidos. En 1996 votó apenas  49% de los casi 200 millones de ciudadanos norteamericanos. En los cuarteles generales de los partidos, miles de voluntarios efectúan el mismo día de las elecciones (nada prohibe en Estados Unidos la propaganda hasta el último segundo) un aluvión de llamadas telefónicas instando a la gente a votar. Muchos explican la baja participación electoral por el hecho de que el gobierno central desempeña un papel mucho menor en la vida de los norteamericanos que en los países europeos, donde la participación es mayor. Se dice que la elección del presidente no tiene un aire dramático, que la gente es más pragmática que ideológica, que muchos creen que el hecho de que demócratas o republicanos ocupen la Casa Blanca tendrá una influencia insignificante en sus vidas, y que sentimiento que es aún más fuerte entre los jóvenes. Sin embargo, en esta ocasión se tenía la esperanza que ante una confrontación sumamente cerrada hubiese más electores activos.
Un sector que aparecía clave para determinar quien sería el vencedor en el 2000 lo representaban las mujeres. Su importancia residía en el hecho de que aunque los candidatos sigan siendo varones, el sexo femenino es el que más se interesa por los comicios. En las elecciones de 1996 participaron el 55,5% de las mujeres en edad de votar, más de 6 puntos por encima de la media nacional, y son ellas las que estudian más a fondo los programas de los partidos
Estas elecciones confirmaron la existencia de fosos raciales. La participación entre los blancos en 1996 fue del 56%, frente al 50% de los negros y el 26% de los hispanos. También es más intensa en la ribera meridional del Atlántico que en el sur y en el oeste. Unidos estos elementos, el votante medio estadounidense es una mujer blanca que tiene un trabajo, cuida de sus hijos, vive en una vivienda unifamiliar de los suburbios y se interesa por la educación, la sanidad y la violencia.

Otro sector fundamental era el de los hispanoparlantes, que acaban de convertirse en la primera minoría de California y dentro de cuatro años lo serán en el conjunto de Estados Unidos, por delante de los afroamericanos. Todos los cálculos demográficos indican que para el año 2020 habrá en California más hispanos que anglos. Los hispanoparlantes son el grupo étnico que con más vigor crece en Estados Unidos: ya suma 32,4 millones de personas, y su capacidad económica ronda los 450.000 millones de dólares. Lo que aún está por ver es si ese crecimiento cuantitativo se traduce en fuerza política efectiva. En el 2000 se inscribieron para votar casi ocho millones de hispanoparlantes a escala nacional. En 1996 hubo 6,6 millones, de los que sólo 4,9 millones se acercaron a las urnas. Un éxito por la tendencia al alza en la participación política de un grupo tradicionalmente alienado, pero que puesto en contexto descubre el largo camino que queda por recorrer.

Tras las convenciones Gore había recuperado la delantera en las encuestas, pero Bush Jr. desató una eficaz contraofensiva. Para cuando se celebraron los debates, la ventaja de Gore era mínima, y tras los debates la ventaja volvió a ser del gobernador. A decir verdad, Bush Jr. creció mucho durante la campaña. Gore, Clinton, la prensa liberal, los programas humorísticos de la televisión y los chistes de Internet golpearon al hijo del ex presidente de manera atroz una y otra vez por su simpleza, su falta de experiencia de gobierno, su evasión de la guerra de Vietnam al alistarse en la Guardia Nacional texana, su desconocimiento de los nombres de los líderes internacionales o sus confusiones con los nombres de los países, sus constantes tropiezos con la lengua inglesa, su metedura de pata al insultar a un periodista de The New York Times, el error de sus publicistas al deslizar la palabra "ratas" en un anuncio contra los demócratas y su poca afición a la lectura frente a su pasión por el béisbol. Sin embargo, Bush Jr. demostró tener “hígado de acero” y buen humor para aguantar el bombardeo. A final de cuentas, Bush salió relativamente mejor librado de la campaña gracias a que reafirmó su imagen de “hombre común” frente al sabiondo Gore, y a que apareció como alguien más modesto, más sincero y más encantador incluso en sus deficiencias.
En términos generales, y en agudo contraste con las tres experiencias previas, la campaña electoral fue menos sucia. Los intentos por desacreditar la imagen pública del adversario fueron mucho menos que antaño. Sin embargo, hacia el final de la campaña estas deleznables técnicas hicieron su aparición. Los republicanos cayeron en la tentación de recordar al electorado los manejos en la recaudación de fondos de Gore en la campaña de 1996, que incluyó la famosa visita del vicepresidente a un emplo budista, e incluso se verificóuna subrepticia y sospechosa campaña a favor de Nader en los estados de la costa Oeste. Por su parte, los demócratas cometieron algunas bajezas, como la de producir y pagar una llamada telefónica dirigida a los votantes en la que se oía a una mujer de Texas, llamada Ann Friday, denunciar: "Mi marido murió hace casi cuatro años de un mal que los enfermeros a domicilio no pudieron detectar. Podría vivir todavía si el gobernador Bush no hubiera firmado una ley para debilitar la asistencia sanitaria a domicilio". Asimismo, el gobernador sufrió una campaña en medios que ponía en duda su sinceridad y capacidad de liderazgo. Días antes de las elecciones, Bush Jr. tuvo que encajar con uno de esos golpes bajos típicos de la política estadounidense, cuando se dio a conocer que había sido detenido por conducir ebrio en 1976.
Pero a pesar de las turbiedades de último minuto, la campaña ha sido una de las más constructivas y propositivas de la historia. Fue una desgracia que la batahola a la que dio lugar la confusión pos electoral sea lo que vaya a marcar por siempre a esta elección.
Los resultados de la elección presidencial fueron los más increíbles en la historia reciente del país. La del 7 de noviembre de 2000 ha sido bautizada como “la noche electoral más larga de todos los tiempos”. Apenas el 13 de diciembre, tras 36 intensos días de litigio poselectoral, Al Gore concedió el triunfo a su rival, luego de que la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos sentenció que no había tiempo para que en Florida se estableciera un único criterio constitucional para realizar un escrutinio manual de los votos rechazados por las máquinas contabilizadoras. Con ello, al hacerse válida la certificación de los disputados resultados oficiales en el estado de Florida, George W. Bush  pudo ganar 271 votos en el Colegio Electoral (son necesarios por lo menos 270 para ganar una elección presidencial) y ser proclamado presidente electo.
La elección del año 2000 pasará a la historia por que ella se resolvió tras verificarse enconadas y complejas batallas poselectorales, completamente inusitadas para una democracia tan pretendidamente paradigmática como lo es la estadounidense. Al Gore consiguió 337,576 votos populares más que George W. Bush, pero fue éste quien ganó la presidencia al resolverse finalmente a su favor el enredo de la votación de Florida, y al no prosperar los recursos jurídicos presentados por los demócratas y que, como hemos visto, involucraron incluso a la Suprema Corte de Justicia, máximo órgano intérprete de la Constitución.

La participación electoral fue de 51%, que representó un ligero incremento a 1996, cuando por primera vez desde 1924 quedó por debajo de la barrera del 50%, pero no fue suficiente para marcar un cambio de tendencia en el desinterés por las urnas que ha manifestado tradicionalmente los ciudadanos estadounidenses, y que muchos han apodado como la “cultura de la satisfacción”. Los resultados reflejaron diferencias sustanciales entre las preferencias electorales de hombres y mujeres, minoría y anglosajones, Norte y Sur, Este y Oeste, zonas rurales y grandes ciudades. El vencedor legal presidirá una sociedad crecientemente compleja, que las urnas han dividido en dos mitades iguales.
De no ser por el 3% de votos acumulados por Ralph Nader, tercer candidato en discordia, la victoria de Gore hubiera sido clara. Esta vez, el tercero en discordia trabajó en contra de los demócratas, que en las dos elecciones anteriores contaron a su favor con la candidatura de Ross Perot. Gore pagó haber realizado una mala campaña electoral. Se mantuvo firme en la idea de marcar distancia respecto a Bill Clinton, pero no supo sacar provecho político de la bonanza económica sin precedentes que ha vivido Estados Unidos en los últimos ocho años. Por su parte, Bush hizo virtudes de sus imperfecciones, al proyectar una imagen más fresca y humana frente al granítico Gore.

En varios estados la elección fue tan reñida que no se conoció al ganador sino varios días después, tras haber contado la totalidad de los votos depositados en el correo, y no sin que pendieran amenazas por parte de los respectivos partidos perdedores de solicitar sendos recuentos. Sin embargo, y como es bien sabido, la gran manzana de la discordia fue Florida, un estado clave no sólo porque dispone de 25 votos en el Colegio Electoral, sino también porque desde el principio se perfiló como uno de los más disputados y porque lo gobierna Jeb Bush, hermano de George W. Bush. Florida cuenta con sólida tradición republicana, pero este estado ha experimentado cambios demográficos importantes en los últimos años. El gran argumento de Gore en Florida, donde viven millones de retirados, había sido que la propuesta de privatización parcial de Bush pone en peligro las pensiones de jubilación. Además, jugó a favor del vicepresidente la gran cantidad de judíos que viven en el estado, particularmente en el polémico condado de Palm Beach, los cuales estaban encantados con la inclusión en la fórmula demócrata de Joe Lieberman.
Se celebraron dos recuentos mecánicos en Florida para tratar de determinar al ganador. El segundo recuento procedió en aplicación de una ley estatal que prescribe un doble escrutinio cuando la diferencia entre los candidatos es inferior al 0.5% de los votos. En el primer escrutinio había ganado Bush Jr. por 1,784 votos, ventaja que se redujo a sólo 327 con la revisión. Resultado, sin embargo, que no era definitivo, pues quedaba pendiente el recuento del voto por correo y la resolución de las denuncias por irregularidades electorales presentadas por los demócratas desde la noche del día de la elección. En efecto, los responsables de la campaña de Al Gore denunciaron la existencia de "serias y sustanciales irregularidades" en cuatro condados de Florida y exigieron un tercer recuento de votos (esta vez manual, y no mecánico) en esas circunscripciones. Asimismo, cientos de electores de Palm Beach manifestaron su inconformidad por confuso diseño de las papeletas, que, según ellos, provocaba el error de votar por el ultraderechista Pat Buchanan cuando en realidad se quería votar por Gore. El día de la elección fueron anulados en Palm Beach la extraordinaria cantidad de 19,200 sufragios porque tenían agujereadas dos opciones electorales. Entre los válidos, Buchanan recibió 3,407, una cantidad insólita para un candidato que demostró un escaso arrastre electoral. En el condado que le siguió a Palm Springs en lo concerniente a votos a favor del candidato ultraderechista, éste recibió poco más de mil votos, es decir una cantidad más de tres veces menor. El propio Buchanan, en declaraciones a NBC, reconoció que "muchos de esos votos probablemente no eran para mí y podrían ser suficientes para darle a Gore un margen de victoria en Florida".
Pero el quid de la disputa poselectoral no residía en los presuntos “votos extras” obtenidos por Buchanan, sino en la posibilidad de que a causa del mal diseño de las boletas en muchos condados se hubiesen registrado votos a favor de Gore que no fueron registrados por las máquinas contabilizadoras a causa de haberse efectuado una perforación defectuosa o insuficiente. Es por ello que los demócratas clamaban por un recuento manual y general de votos en todo el estado de Florida, para salir de la duda y obtener así un resultado electoral incuestionable.

De inmediato los demócratas enviaron un ejército de abogados, encabezado por el jefe de campaña, William Daley, y el ex secretario de Estado Warren Christopher. Bush Jr. hizo lo propio y nombró como jefe de su numeroso equipo legal al brillante ex secretario de Estado James Baker que advirtió que una prolongación del contencioso podía dañar "la seguridad nacional y las relaciones exteriores" de Estados Unidos. El gobernador del estado, hermano del aspirante Bush Jr., hizo pública su decisión de retirarse del comité que certifica el resultado. De esta forma, el país más poderoso de la tierra se encaminaba hacia una crisis institucional sin precedentes.
Karl Rove, el jefe de campaña de Bush, acusó a los demócratas de construir una crisis sobre una falsa polémica, aduciendo que papeletas similares de Florida habían sido utilizadas en otras zonas del país. Baker señaló que Bush no tiene nada que ver con el lío de Palm Beach. "Las confusas papeletas", recordó, "fueron aprobadas por los representantes locales de los partidos demócrata y republicano, publicadas previamente en los periódicos locales y, mire por dónde, no hubo quejas hasta después de las elecciones".
Súbitamente el proceso destinado a elegir la presidencia de Estados Unidos quedó semanas congelado por un recuento de votos, y en Florida, un estado con amplios y documentados antecedentes de fraude. Se procedió a iniciar recuentos en cuatro distritos con mayoría demócrata (Palm Beach, Miami-Dade, Volussia y Broward.). La secretaria de Estado de Florida, Katherine Harris -una reconocida militante republicana-, anunció que no incluiría los resultados de estos recuentos manuales y anunció que daría lugar a la certificación de la votación en el estado una vez terminado el recuento de los votos emitidos por correo. Los demócratas apelaron a la Suprema Corte estatal, la cual ordenó que los recuentos manuales fueran considerados válidos, mientras que los republicanos presentaron un recurso ante la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos. La batalla judicial se recrudeció en los días siguientes. El 8 de diciembre El Supremo de Florida resucitó las esperanzas del vicepresidente al ordenar la inmediata realización en todo el estado de recuentos manuales, pero al día siguiente este dictamen fue revertido por el Tribunal Supremo de Estados Unidos, que ordenó suspender todos los recuentos manuales para dar lugar a deliberaciones que permitieran zanjar la cuestión de manera definitiva. El 12 de diciembre, en decisión final avalada por 5 votos contra 4, el Tribunal Supremo dio la victoria a Bush.
En efecto, mediante una sentencia larga, farragosa y repleta de reticencias particulares expresadas por los jueces más liberales, el máximo organismo judicial del país estranguló las aspiraciones de Gore. En un primer dictamen, siete de los nueve integrantes del Tribunal Supremo expresaron su inquietud por la dudosa constitucionalidad de los recuentos manuales autorizados en Florida, a petición de Gore, por el Supremo de ese estado. La discrepancia de criterios en esos recuentos a la hora de discernir una papeleta válida y el hecho de que se efectuaran en condados de mayoría demócrata violaban el principio de igualdad de los votos, según esa clara mayoría de magistrados. Sin embargo, el Supremo abría la puerta a que todas las dudas manifestadas en este primer dictamen pudieran ser sufragadas por la Corte de Florida mediante una nueva deliberación judicial.

Pero el segundo dictamen era definitivo. Aprobado 5 votos contra 4 (voto a favor de los cinco jueces más conservadores: Rehnquist, O'Connor, Scalia, Kennedy y Thomas) el Supremo sentenció que no había tiempo para que Florida estableciera un único criterio constitucional de escrutinio manual de los votos rechazados por las máquinas, puesto que el plazo para elegir su 25 compromisarios en el Colegio Electoral vencía justamente ese mismo día: martes 12 de diciembre. Para Gore no quedaba entonces otra salida que una aceptación serena y digna de la derrota. George W. Bush sería el 43º presidente de Estados Unidos.

 El Tribunal Supremo había rechazado finalmente el recuento en Florida de casi 43,000 dudosas en el decisivo Estado de Florida. De esta manera, después de más de 100 años, volvería a instalarse en la Casa Blanca un presidente sin una mayoría de votos populares. Para disipar toda duda y evitar hipotecar la legitimidad del cargo con mayor poder en el mundo actual, seguramente se tenía que haber procedido a un recuento general en Florida. Había habido tiempo para hacerlo. Pero los republicanos y la mayoría de jueces conservadores en el Tribunal Supremo impidieron esta salida, provocando que George W. Bush ganara únicamente porque tenía el reloj a su favor. Y si bien es cierto que, tras semanas de incertidumbre, un sentimiento de alivio acogió la noticia del final de la batalla por la Casa Blanca, también lo es que el país quedó desconcertado y dividido, con enormes dudas sobre la legitimidad de su nuevo presidente, la fiabilidad de su sistema electoral, la exactitud de las cadenas de televisión de información permanente y la independencia de los jueces. Porque, como lo señaló el juez Charles Wells, presidente del Supremo de Florida, “el margen de error del mecanismo electoral es superior al margen de victoria de un candidato en casos de virtual empate, y por ello debe proceder la realización de un recuento manual”.

 

Todo, desde las confusas papeletas mariposa de Palm Beach a las máquinas que no cuentan bien los sufragios mal perforados, pasando por la increíble variedad de criterios de las juntas electorales y los jueces, la batalla de Florida ha evidenciado la chapucería del sistema electoral norteamericano, y que Gore, ganador en voto popular, pierda frente a Bush, ganador en el Colegio Electoral, ha abierto la polémica sobre la validez de este arcaico mecanismo de elección del presidente. La politización de los jueces, nombrados por los políticos o elegidos popularmente, es otra de las amargas lecciones de esta crisis. Los republicanos siempre pensarán que el Supremo de Florida le daba la razón a Gore porque sus miembros habían sido designados por demócratas; los demócratas denostarán por mucho tiempo a la mayoría conservadora del Supremo de Estados Unidos dio jaque mate a su candidato. Como lo señaló el juez de la Suprema Corte, John Paul Stevens, (uno de los más liberales)el gran perdedor de esta batalla es "la confianza de la nación en que el juez es un guardián imparcial del imperio de la ley".

Es cierto que, como muchos analistas afirman, a pesar de todo el conflicto poselectoral demostró a un Estados Unidos con una poderosa vida institucional. La transparencia informativa fue total; los candidatos tuvieron a su disposición multitud de recursos judiciales; Wall Street no se ha desplomado; la gente no se ha enfrentado a golpes o a balazos en las calles; y tanto ganador como perdedor aceptaron la validez de los comicios en sendos discursos llenos de elogios al rival y llamamientos a la reconciliación. Pero la realidad es que, a fin de cuentas,  fueron los cinco jueces conservadores de la Corte Suprema quienes .le entregaron a Bush Jr. la presidencia.

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