martes, 22 de marzo de 2016

De Winston Churchill a Donald Trump, auge y decadencia de las elecciones



Ya está disponible en Amazon la versión electrónica del libro De Winston Churchill a Donald Trump: auge y decadencia de las elecciones. Aquí puedes leer el índice, prólogo e introducción, así como algunas de las entradas. Puedes comprarlo haciendo clic en el gadget correspondiente que aparece en la columna derecha de este blog.






Índice del libro



Índice:
Prólogo
Auge y Decadencia de las Elecciones en el Mundo
El León Humillado (Reino Unido, 1945)
Give ‘em Hell, Harry! (Estados Unidos, 1948)
El Príncipe y el "Méndigo" (Estados Unidos, 1960)
El Águila y el Zorro (Francia, 1965)
La Mayoría Silenciosa (Estados Unidos, 1968)
Brandt y el Auge de la Socialdemocracia (Alemania, 1969)
Thatcher: La Hora de una Opción Radical (Reino Unido, 1979)
Let´s Make America Great Again! (Estados Unidos, 1980)
La Fuerza Tranquila (Francia, 1981)
El Partido Verde Alemán (Alemania,1983)
La Reconstrucción de François Mitterrand (Francia, 1988)
México y su Eterna Transición a la Democracia (México 1988, 2000 y 2006)
Elecciones al Principio y Fin de las Democracias (Filipinas 1986, Polonia 1989, Perú 1990)
Nada Nuevo Bajo el Sol (Brasil, 1989)
El Fraude de la Anti Política en Italia (Italia, 1992 y 1994)
Dormir sobre Laureles (Estados Unidos, 1992)
Las Dos Décadas Pérdidas de Japón (Japón, 1993)
“La Más Dulce de las Derrotas” (España, 1996)
Boris Yeltsin, o como resucitar a un candidato moribundo (Rusia, 1996)
Tony Blair, o como reinventar a un partido moribundo (Reino Unido, 1997)
Schroeder, a Pesar de su Partido (Alemania, 1998)
Bush Jr. Vs. Gore, o el Fin del Paradigma (Estados Unidos, 2000)
La Decadencia de la V República Francesa (Francia, 2002 y 2012)
Obama y la Era de la Cyberpolítica (Estados Unidos, 2008)
Soberbia, Mentiras y un Naufragio Electoral de Última Hora (España, 2012)
Las Orejas del Lobo (Parlamento Europeo, 2014)
Podemos y Los Reaccionarios del 15-M (España, 2015)
A Contracorriente (Canadá, 2015)
¿Donald Trump en la Bandera de Estados Unidos? (Estados Unidos, 2016)

Elecciones en el Siglo XXI
Candidaturas Independientes y Personalización de la Política
Los Dos Filos de la Democracia Digital
¿Cuándo es Letal un Gaffe de Campaña?
¿Todavía es Viable la Democracia Representativa?
Recuperar la Lógica de los Contrapesos
Democracias Deficientes vs Regímenes Semiautoritarios
Combatir el Clientelismo
Gobernabilidad Democrática
Fórmulas Electorales y Calidad de Representación
Poder Ciudadano y Reforma Política
Crisis de los Partidos y Financiamiento de la Política
Grillo y Berlusconi: Dos Caras Distintas, una Misma Demagogia
Auge y Caída del Neo Populismo en América Latina
¿De Verdad ya no hay Líderes?

Campañas Electorales: Esa Apoteosis de Estupidez Humana.

Prólogo del libro, por Luis Carlos Ugalde

Prólogo del libro




Prólogo

El Libro De Winston Churchill a Donald Trump: Auge y Decadencia de las Elecciones en el Mundo, de Pedro Arturo Aguirre, es mucho más una historia electoral. Se trata de una reflexión sobre la fortuna y la tragedia -más allá de las urnas- de decenas de políticos en los últimos 70 años. Todos son políticos, aunque algunos hayan navegado como anti-políticos o ciudadanos buenos e impolutos. Algunos de los personajes que recorren las páginas de este libro fueron estadistas, otros meros oportunistas; algunos talentosos y elocuentes, otros grises y aburridos, pero casi todos con capacidad de adaptación y aprendizaje. No han faltado incluso “payasos”, según el autor.

El libro describe cómo el candidato, así como su contexto económico y político influyen los resultados de una elección, pero también el azar y otros accidentes coyunturales. También cómo los políticos se engrandecen o encojen en las campañas, cómo capturan el sentimiento de la gente y lo traducen en triunfos arrolladores o en fracasos rotundos cuando son incapaces de actuar y leer el humor público con sentido común.

El libro de Pedro Arturo también es un recuento pormenorizado de lo que ocurría en el mundo al momento de las elecciones que se narran. En el capítulo sobre la elección de 1945 en la Gran Bretaña, por ejemplo, cuando pierde Winston Churchill pocas semanas después de haber ganado la Segunda Guerra Mundial, nos enteramos de las alianzas europeas y atlánticas y el inicio de la Guerra Fría. Con la narración de la elección de 1960 en Estados Unidos, comprendemos el auge económico de los años cincuenta, pero también el segregacionismo que imperaba en aquel país y del inicio del movimiento de derechos civiles cuyas secuelas aun vivimos y que tuvieron su cenit en otra elección, la de Barack Obama, en 2008.

Con la narración de elecciones en Alemania y Francia en los años sesenta y setenta, entendemos la lógica del Estado del bienestar y la importancia de la social democracia en aquel continente. Años después vemos el cambio de paradigma con el ascenso de Margaret Thatcher en la Gran Bretaña.

Un tema que brota una y otra vez es la personalización de la política en las campañas. Reproduce el autor una nota del diario El País respecto a una campaña presidencial: “Un aire de galán de telenovela (…) un buen manejo de la televisión; un discurso simple, banal y sin contenido, (…) el apoyo de una todopoderosa cadena de televisión (…) y evitar a toda costa el debate con los otros candidatos y las entrevistas a cuerpo descubierto con la Prensa, le han bastado al candidato (…) para encaramarse en la cabeza de las encuestas”. No se trataba de México en 2012, sino de Brasil en 1990, hace 26 años, cuando Fernando Collor de Mello fue electo presidente, pero a la postre vituperado por escándalos de corrupción que lo forzaron a dimitir apenas dos años después de iniciar su mandato. Quien perdió en aquella contienda fue un joven y desconocido líder sindical que sería presidente con el nuevo milenio: Luis Ignacio “Lula” da Silva, y quien hoy se ve vería envuelto en escándalos de corrupción.

Pero 30 años antes de esa elección de Collor de Mello también la imagen y la TV habían jugado un papel relevante en el triunfo de John F. Kennedy en los Estados Unidos en 1960 y en la reelección de Charles de Gaulle en Francia en 1965, fomentada en buen grado por los medios masivos de comunicación. Nos dice Aguirre que “la importancia de los partidos y los programas de gobierno quedaba relegada frente a las figuras personales de los candidatos”.

Que la imagen pese tanto en la política electoral no significa que las ideas hayan desaparecido en la contienda por los votos. Notoria fue la elección en Gran Bretaña en 1979, cuando no solo se definió el cambio de mando de los laboristas a los conservadores, sino marcó un giro ideológico y económico mundial conocido como la revolución neoliberal y que marcaría el destino de decenas de naciones en las siguientes décadas.

El triunfo de Margaret Thatcher, la “Dama de Hierro”, fue una muestra —según el autor— de que no siempre es cierto aquello de que "gana las elecciones quien conquista el centro", sino que en situaciones de crisis profunda las opciones más radicales tienen una fuerte oportunidad de salir victoriosas. Y yo añadiría, ideas radicales con sustento ideológico y con contenido programático.

Sumamente interesante resulta vislumbrar que “no hay nada nuevo bajo el sol” en usar a la “anti-política” como táctica discursiva de campaña. Nos dice Pedro Arturo que muchos de esos experimentos acabaron en corrupción, compadrazgo, crisis y decepción ciudadana: “Los caudillos civiles resultaron muchas veces peores que los políticos tradicionales y los países que se embarcaron en la aventura de tratar de reconstruir sus sistemas de partidos seducidos con el discurso de la anti política enarbolado por estos ciudadanos supuestamente "impolutos" cayeron en graves crisis de diversa índole, cuando no en las garras de regímenes abiertamente autoritarios”.

Especial atención merece el caso italiano, no solo porque ahí se encumbró un supuesto antipolítico que prometió salvar a Italia de la corrupción de los políticos tradicionales, sino que ese salvador resultó un mesías y bufón que avergonzó a su país delante del mundo. Se trata, obviamente, de Silvio Berlusconi, un bufón usó el nombre de la porra de un equipo de futbol y llamó Forza Italia al partido que lo llevó al poder.

Pero acaso el fenómeno más relevante es el de la partitocrazia italiana, ejemplo de la auto complacencia de una clase política decrépita que se alejaba cada vez más de la sociedad a fines del siglo XX. El autor narra con detalle los intentos para reformar el sistema electoral italiano a lo largo de la década de 1990 y cómo todos ellos fracasaron. Intentos para lograr mediante la reingeniería constitucional un cambio en los hábitos de los políticos. Pero lo más sorprendente (u obvio) es que las reglas no cambian tradiciones centenarias. Fue una ingenuidad pensar que cambiando el sistema de representación proporcional por uno de elección uninominal de los parlamentarios significaría una mayor responsabilidad de los políticos frente a la sociedad.

Respecto al caso italiano, Pedro Arturo Aguirre cita a Michelangelo Bovero, quien dice que “el más execrable régimen posible, la Kakistocracia, es resultado de la nefasta combinación de las peores formas de gobierno: tiranía, oligarquía y oclocracia, en una crítica apenas velada contra tres de los principales dirigentes de la Italia actual: Fini, Berluscuni y Bossi”.

Que no haya nada nuevo bajo el sol significa también corta memoria de los electores y ello facilita una dosis de demagogia e incluso impunidad de los candidatos: repetir promesas, usar jiribillas populares como si fueran nuevas, cambiar de postura como si fueran zapatos y no pagar costos por ello. Los orígenes nacionalistas de la campaña presidencial de Donald Trump de 2015-16, por ejemplo, pueden trazarse a 1992: la demagogia y discurso estridente, nacionalista, aunque menos violento, de un independiente que se lanzó en busca de la Casa Blanca: Ross Perot. En 2016 como en 1992, los disparates y las aseveraciones sin sustento, por ejemplo, en temas de comercio internacional, fluían como agua sin que los candidatos antes y ahora tuviesen que contrastar sus dichos con los hechos.

La retórica anti Washington y anti establishment que ha dominado la política americana y de otros países ha sido usada por todos: demócratas, republicanos, activistas del Tea Party, independientes e incluso “socialistas” como el senador Bernie Sanders, quien en 2016 lanzó una muy atractiva campaña en pos de la nominación del Partido Demócrata.

Finalmente, un tema que brota una y otra vez en la obra de Aguirre es el desgaste natural del ejercicio del poder que lleva al abuso del poder, a la corrupción, al nepotismo y al desenamoramiento de los electores. Si en los sistemas presidenciales hay mandatos fijos de tiempo y restricciones absolutas o relativas para la reelección, en los sistemas parlamentarios el límite lo da la popularidad, la gobernabilidad al interior de los partidos y el entorno económico que debido a los ciclos coloca con frecuencia a los líderes políticos en una situación de declive.

Si Margaret Thatcher había inaugurado una revolución conservadora en 1979, no solo al interior de su partido sino en el mundo occidental, el ejercicio del poder desgastó su posición y eventualmente llevó a los tories a perder el poder en 1997. Si Tony Blair había sido un icono de renovación del Partido Laborista a mediados de los años noventa y llevado nuevamente a la izquierda nuevamente a Downing Street, fue el ejercicio del poder y su osadía de apoyar la guerra de Iraq en 2003, lo que lo llevó a su desgaste y nuevamente al regreso de otros al poder en la Gran Bretaña.

Lo mismo ocurrió en España como lo narra el capítulo dedicado a Felipe González, donde describe su ascenso en 1982 y su gradual, pero imparable, declive que culminó con el triunfo del Partido Popular en 1999. Por más carisma y talento que tuviese González en España o Blair en Gran Bretaña, el ejercicio del poder desgasta: siembra enemigos, cosecha acusaciones, detona la corrupción y eventualmente el enamoramiento termina en divorcio, tan solo para que inicie un nuevo ciclo que termina lustros después.

El futuro de las elecciones

Al concluir la lectura de este magnífico libro, la sensación que queda es que habrá pocas sorpresas en el horizonte; que las elecciones seguirán celebrándose con personajes de diferente calibre: visionarios, talentosos, incansables, oportunistas, ignorantes con sentido común, mitómanos y megalómanos.

Ya está cambiando el medio para difundir el mensaje, pero como en las novelas de amor, los temas serán los mismos: acabar con los privilegios, ampliar las oportunidades, procurar justicia, mejorar la seguridad de las personas. Las redes sociales, como los medios electrónicos antes, jugarán un papel creciente en la competencia electoral y cambiarán la envoltura de los mensajes, pero éstos seguirán siendo los mismos, en buena parte, como resultado de que la política ha sido, todavía, insuficiente para cumplir las promesas que los políticos hacen en campaña.

Y en ese entorno, la anti-política y el populismo seguirán siendo un buen negocio de los oportunistas, de los ingenuos o de los salvadores para ofrecer el cielo en la tierra sin cambiar demasiado las cosas

Luis Carlos Ugalde

Ciudad de México, marzo de 2016


Auge y Decadencia de las Elecciones en el Mundo: introducción del libro




Introducción


Auge y Decadencia de las Elecciones en el Mundo
“La democracia: ¡Esa manía de contar cabezas!"
F. Nietzsche

La historia de las naciones democráticas es la historia de sus elecciones. En cada proceso electoral se determina el rumbo que un país seguirá en los años siguientes en los terrenos económicos, políticos, sociales e internacionales. Las elecciones son las coyunturas neurálgicas de nuestro tiempo. Tras la derrota del nazi- fascismo en la Segunda Guerra Mundial, la democracia se prestigió como el sistema político más plausible, lo que pareció corroborarse décadas más tarde con la caída del muro de Berlín y la consiguiente vorágine democrática que invadió Europa del Este. En un período de tiempo asombrosamente corto arribó la democracia a tambor batiente a todas las naciones que alguna vez conformaron al bloque soviético, desde las remotas regiones siberianas hasta los montañosos pueblos en Albania. En América Latina, también en un lapso vertiginoso, incluso los más recalcitrantes militarismos latinoamericanos cedieron el poder a gobiernos democráticamente electos, mientras en Asia desde los llamados "tigres" del Pacífico hasta la atribulada Indochina emprendían el camino de la apertura. Fue en 1989 que Francis Fukuyama escribió, célebremente: “Quizá seamos testigos del punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la implantación de la democracia liberal occidental como forma definitiva del gobierno humano.” Ya iniciada nuestra centuria, también en las naciones del África Subsahariana, dentro de las cuales se encuentran las sociedades más precarias del planeta, comenzaba a vislumbrarse un cambio democrático, y las inusitadas rebeliones de la llamada "Primavera Árabe” esbozaron, en su momento, cierto espejismo democrático.

Sin embargo, a estas ráfagas de cambios ha seguido una etapa de crecientes y severos cuestionamientos a la funcionalidad de la democracia. Actualmente los partidos políticos y, en general, las instituciones de representación política padecen de una severa crisis de legitimidad. En los cinco continentes han surgido opciones que con la bandera de la “antipolítica” y la pretensión de constituir opciones “puramente ciudadanas” han cobrado excepcional popularidad y representan serios retos para los partidos tradicionales. Asimismo, el abstencionismo electoral crece en numerosas democracias y aparecen con cada vez mayor frecuencia campañas más o menos espontaneas que invitan a los ciudadanos a anular su voto como forma de protesta contra la clase política. Es previsible que todos estos fenómenos crezcan en los próximos años. Larry Diamond ya advertía en 2005 de un moderado, pero constante, declive democrático y no sólo en los países en desarrollo o de democratización reciente, sino también en Occidente y Estados Unidos. Por el contrario, mientras el prestigio de la democracia se quebrantaba, crecía la presencia e influencia de regímenes autoritarios como los de China, Rusia, Irán y populismos latinoamericanos.

Los movimientos emergentes acusan a los partidos tradicionales de abandonar su obligación de establecer relaciones abiertas con la sociedad para centrar su lucha en la obtención y el mantenimiento del poder, de desgastarse en estériles pugnas antes que encarnar los valores y aspiraciones de los electores y de ser incapaces de ponerse a tono con las exigencias del mundo contemporáneo. Los constantes y cada vez más ignominiosos escándalos de corrupción, la profundización de la pobreza, las crisis económicas recurrentes, la creciente separación entre las élites políticas y los gobernados, la tendencia mundial de mayor concentración de la riqueza en pocas manos y el permanente incumplimiento de las promesas de campaña, son los factores clave en la pérdida de confianza de la ciudadanía. También muchos perciben un notable decaimiento en el nivel de los liderazgos políticos. El filósofo Tony Judt escribió en un brillante ensayo, poco antes de morir: “Durante el largo siglo del liberalismo constitucional, de Gladstone a Lyndon B. Johnson, las democracias occidentales estuvieron dirigidas por hombres de talla superior. Con independencia de sus afinidades políticas, Léon Blum y Winston Churchill, Luigi Einaudi y Willy Brandt, David Lloyd George y Franklin Roosevelt representaban una clase política profundamente sensible a sus responsabilidades morales y sociales. Es discutible si fueron las circunstancias las que produjeron a los políticos o si la cultura de la época condujo a hombres de este calibre a dedicarse a la política. Políticamente, la nuestra es una época de pigmeos”.

Es así que se percibe a democracia como incapaz de funcionar como un mecanismo de transformación social o de redistribución de oportunidades para funcionar como meramente cancha exclusiva del juego de sectores poderosos e influyentes. Se habla hoy como nunca antes de democracias degradadas, corruptas, carentes de reglas justas, en fin, de una democracia de muy baja calidad, sin proyecto y sin audacia, restringida únicamente a la tarea de renovar élites y elencos, que ha propiciado una pérdida de credibilidad en las instituciones y una devaluación generalizada de la política.

Tradicionalmente, las elecciones funcionaban por intermedio de organizaciones que proponían candidatos representativos de determinados bloques de opciones políticas expresados en una plataforma electoral. Sin embargo, por diversos motivos, esta vieja práctica se ha vuelto obsoleta. Los armazones ideológicos han perdido fuerza. Los votantes no aceptan ya plantillas programáticas, por eso los partidos se han transformado en máquinas constituidas por cuadros de profesionales muy organizados como estructura, pero cada vez menos identificados con un puntal filosófico. Paradójicamente se han vuelto más tribales al perder sus peculiaridades ideológicas. En los partidos actuales, pertenecer importa más que creer. Esta trivialización los aleja del ámbito ciudadano. La inmensa mayoría de los electores no desea pertenecer a partido alguno, por tanto, el juego electoral se convierte en un deporte de minorías. El resultado es una desconexión evidente entre los actores políticos y el electorado. Como los partidos son los principales responsables de la representación parlamentaria, esta desconexión afecta a una de las instituciones democráticas cruciales. La gente ya no se considera representada por los parlamentos, por consiguiente, éstos pierden legitimidad en la misión de tomar decisiones en su nombre.

Ante este panorama no es de extrañar que proliferen movimientos y candidaturas independientes o “antipolíticas” que dicen ser ajenos a los intereses y prácticas de los partidos tradicionales. Sin embargo, no debe perderse de vista que esta revolución de la antipolítica muchas veces ha desembocado en desilusiones aún mayores.  En naciones como Italia, Japón, Venezuela y Perú emergieron en el pasado reciente grupos encabezados por caudillos pretendidamente “civiles” que decían encabezar una revuelta de las “auténticos” ciudadanos en contra de los “perversos políticos de siempre”. En su momento se tenía la esperanza de que el surgimiento de candidatos supuestamente ajenos a los grupos de poder y dueños de una fachada “ciudadana” fuera capaz de revigorizar los gobiernos de países que habían padecido clases políticas excesivamente corruptas e ineficientes. Los resultados, a la vuelta de los años, fueron enormemente decepcionantes. Los caudillos “civiles” resultaron muchas veces peores que los políticos tradicionales y algunos países que se embarcaron en la aventura de tratar de reconstruir sus sistemas de partidos seducidos con el discurso de la antipolítica enarbolado por estos ciudadanos supuestamente “impolutos” cayeron en graves crisis de diversa índole, cuando no en las garras de regímenes abiertamente despóticos. Y con el autoritarismo nunca llegan esas soluciones fáciles a problemas complejos que siempre ofrecen los líderes mesiánicos, sino todo contrario, sobreviene la violación sistemática de los derechos humanos, más corrupción, peor subdesarrollo, y –a la larga- mayor concentración de la riqueza en las manos de oligarcas con el consiguiente empeoramiento de la pobreza.

Asimismo, el debilitamiento de los partidos puede dar lugar a una excesiva personalización de la política y a incrementar la influencia de poderes fácticos, de los intereses económicos, de los grupos de presión y medios de comunicación.  Ante la ineptitud de la política, la plutocracia y la “mediocracia” pueden ganarle la batalla a la democracia. Sí, debe dársele la bienvenida a la aparición de nuevos movimientos y candidaturas independientes. Pero es importante no caer en la tentación de idealizar estas opciones. Si bien los partidos han entrado en crisis y debe demandárseles encontrar fórmulas para reconectar con la ciudadanía, también es cierto que una sociedad políticamente madura entiende que la democracia es un sistema de gobierno, en buena medida, desilusionante, y que los atajos a los desafíos sociales son quimeras que venden los demagogos.

También hay quienes postulan que los males de la democracia solo se solucionan con más democracia y exploran alternativas para ampliar la pluralidad de la participación ciudadana, pero cada una de las alternativas plantea sus propios problemas. La acción directa mediante manifestaciones callejeras se ha vuelto un hecho común y -a menudo- eficaz, pero es muchas veces violenta y suele servir solo para enquistar posturas. Además, tenemos a las organizaciones no gubernamentales, en principio más estrechamente vinculadas con la ciudadanía, aunque sus estructuras suelen ser muy poco democráticas. Sobra quien propone apelar al máximo a la democracia directa, sobre todo ahora en la era del internet, pero no es posible establecer conexiones duraderas entre gobernantes y gobernados reduciendo el debate público al simple referéndum cotidiano. Lo dijo De Gaulle poco tiempo antes de renunciar a la presidencia: “Los referéndums son peligrosos porque suele ocurrir que la gente no responde a la pregunta que se le fórmula”.

Desafío hercúleo será revertir la desilusión con la democracia y las elecciones en este siglo en que impera la cultura de la inmediatez y de la satisfacción instantánea.  La democracia es, a final de cuentas, un sistema ingrato, aburrido, siempre nugatorio. Es la tierra de las negociaciones, de los “toma y daca”, de las limitaciones que impone lo que Bismarck llamó “mundo de lo posible”. La demanda de inmediatez produce que el exceso de pragmatismo, la frivolidad, lo efímero, la simplicidad conceptual y la retórica meramente persuasiva. El espectáculo vende más que las ideas y los razonamientos. Lo superficial prima sobre lo esencial. Se va perdiendo la dimensión de las cosas en el afán de hacerse del poder por el poder mismo. Dicho en los términos expresados por Ralf Dahrendorf: “A esta altura, entra en juego otro hecho totalmente disociado de aquél. El pueblo está más impaciente que nunca. En tanto consumidor, se ha habituado a la gratificación instantánea. Pero como votante debe esperar a que se manifiesten los frutos de su elección en las urnas, si los hubiere. A veces, nunca ven los resultados deseados. La democracia necesita tiempo, no sólo para votar, sino también para deliberar, revisar y compulsar. El consumidor-votante es reacio a aceptar esto y, por ende, se aparta”.

El fenómeno electoral y todo lo que le concierne merece conocimiento y reflexión. Este libro es un sucinto recorrido por treinta y cuatro de los procesos electorales más emblemáticos y trascendentales celebrados en el mundo a partir de 1945. Pone el énfasis en la descripción de los candidatos que las protagonizaron y de los avatares políticos y muchas veces personales que enfrentaron en su afán de conquistar el poder. También describe brevemente los contextos nacionales en los que estas elecciones se llevaron a cabo y analiza lo que algunos llaman, no sin algo de pedantería, “estrategias de comunicación política”. No se pretende hacer un examen “a fondo” sociológico o politológico del fenómeno electoral, ni se examinan los “pros y contras” de los sistemas de votación, y mucho menos es una historia conceptual de ideologías políticas, Simplemente se trata de un ejercicio para repensar la evolución (¿involución?) de las elecciones en el mundo. Por aquí desfilan los grandes y pequeños candidatos, los estadistas y los payasos, los visionarios, demagogos, tecnócratas, oportunistas, semianalfabetos y mesiánicos que han protagonizado el drama electoral desde las cimas de su auge hasta las simas de su triste decadencia.






lunes, 6 de octubre de 2014

En 2016 se Publicará el Libro "Historia de las Elecciones: de Winston Churchill a Donald Trump"




En algún momento de 2016 se publicará el libro "Historia de las Elecciones: de Winston Churchill a Donald Trump". Abordará las más notables campañas electorales desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta el momento y analizará, entre otras cosas, la profunda crisis de representatividad en la que están inmersos los partidos políticos en pleno siglo XXI. Para tal efecto estoy revisando exhaustivamente las entradas de este blog y publicándolas en El Blog de Pedro Arturo Aguirre. Estarán ahí hasta que el libro esté publicado y, entonces, necesariamente las entradas desaparecerán de uno y otro lado. Estén pendientes.



sábado, 12 de enero de 2013

Las Elecciones de la “Mayoría Silenciosa”


Nunca antes en la historia electoral de los Estados Unidos un acontecimiento de política exterior había influido tanto el resultado de unos comicios presidenciales como en 1968. La Guerra de Vietnam fue el tema central que los candidatos debieron atender tanto en el proceso de elecciones primarias de ambos partidos como en la contienda nacional de noviembre. El desempeño de las fuerzas americanas en el conflicto de Indochina provocó una profunda crisis de conciencia en la sociedad estadounidense, que hasta la fecha no ha logrado ser superada del todo.

     El gran tropiezo de la administración Johnson fue, sin lugar a dudas, su política en Vietnam. Desde agosto de 1964, con el pretexto de que unos buques de guerra norteamericanos habían sido atacados por lanchas torpederas norvietnaminatas en el golfo de Tonkin, la Casa Blanca recibió del Congreso la autorización para adoptar "todas las medidas necesarias para repeler la agresión y prevenir nuevos ataques". Un poco más tarde -a principios de 1965- el presidente y sus asesores llegaron a la conclusión de que el Vietcong  no podría ser derrotado sin una mayor intervención norteamericana. Se dio entonces la orden de iniciar bombardeos indiscriminados sobre Vietnam del Norte. También a partir de ese momento, Washington se dedicó a enviar cada vez más refuerzos militares, hasta llegar en 1968 a la cantidad de 500,000 efectivos. El número de bajas aumentaba en la misma proporción. En octubre de 1967, el Pentágono anunció que los estadounidenses muertos o heridos en combate sumaban la cantidad de 101,031.  Para 1968, el tonelaje total de bombas arrojado sobre Vietnam del Norte ya superaba al lanzado por las fuerzas aéreas aliadas durante toda II Guerra Mundial. Pero a pesar de esta escalada en la ofensiva y a la utilización de defoliantes, napalm y otros productos químicos en el frente, los vietnamitas no se daban por vencidos.

     Mientras en Indochina se agravaba el conflicto,  al interior del la Unión Americana el panorama empezaba a oscurecer. Una grave crisis social y política estallaría como consecuencia de la guerra y como resultado del fracaso parcial de los proyectos sociales del gobierno. Además, las tensiones raciales volverían a estallar, ahora con un nivel de violencia desconocido hasta ese momento.

     Durante los dos primeros años posteriores a su elección como presidente, Johnson siguió preocupándose por llevar adelante su programa de la Gran Sociedad. Aprovechando la enorme mayoría demócrata en el Congreso (resultado del aplastante triunfo de este partido en 1964 que le permitía al gobierno superar a la coalición republicanos-demócratas del sur), el presidente hizo aprobar importantes legislaciones en los temas de renovación urbana, salud, educación , desarrollo regional y apoyo a minorías; entre otras. La reforma social demandaba fuertes erogaciones por parte del gobierno. Durante los cinco años de la presidencia de Johnson, sólo en lo que se refiere la educación los gastos estatales se quintuplicaron, mientras los dedicados al sector sanitario se triplicaron.

     Paralelamente al crecimiento sin medida del Estado bienestar empezaron a aparecer deficiencias. En muchos casos, los recursos destinados a los programas sociales del gobierno nunca llegaban a beneficiar a sus destinatarios, ya que o se perdían en la compleja maraña burocrática o se aplicaban en satisfacer otro tipo de necesidades. Además, las cuantiosas erogaciones estatales sólo podían ser subsanadas mediante un monstruoso déficit gubernamental, que para principios de 1967 sumaba la astronómica cantidad de 9,700 millones de dólares. Por si fuera poco, la guerra de Vietnam estaba obligando a la administración a desviar recursos destinados a los programas de    la Gran Sociedad para cubrir las crecientes prioridades militares.

     El gobierno no sólo tenía dificultades económicas a causa del déficit en sus presupuestos. La balanza comercial también presentaba preocupantes números rojos. Por su parte, la inflación aumentaba, revirtiendo en gran medida con sus efectos todos los esfuerzos efectuados durante la "guerra contra la pobreza". Sin embargo, la expansión continuaba. El producto nacional bruto alcanzó, en 1967, la cifra récord de 785,000 millones de dólares y (un año más tarde) este número se incrementó a 860,000 millones de dólares. En buena medida este crecimiento debió mucho al impulso que la industria militar recibió por la Guerra de Vietnam.          
La inflación, el enorme déficit presupuestal y (sobre todo) Vietnam perjudicaron notoriamente la popularidad del gobierno. En las elecciones intermedias de 1966 para renovar al Poder Legislativo, los demócratas perdieron 47 escaños en la Cámara de Representantes. Los republicanos y los demócratas del sur volverían a tener la suficiente fuerza para obstaculizar la labor de Johnson. La aprobación de nuevas leyes para ampliar los derechos civiles, para fortalecer las medidas anticrimen, para promover programas de ayuda al exterior, para apoyar la campaña contra la pobreza y para procurar la renovación urbana fueron puestas en suspenso. El Congreso también se negó a aprobar un incremento de 10%  a los impuestos, que se hacía urgente como una medida para combatir al déficit.

     Cabe decir que rumbo al final del mandato de Johnson, las relaciones entre los Poderes Legislativo y Ejecutivo mejoraron.  Finalmente pasaron las iniciativas del gobierno sobre derechos civiles, lucha contra el crimen y aumentos en los impuestos. Pero los recortes a los presupuestos continuaron, así como los esfuerzos para combatir la inflación.
     En el frente racial se verificaron una vez más intensas luchas, que adquirieron en estos años una virulencia sin precedentes. El escenario en esta ocasión no sería, como antaño, al racista y conservador sur, sino las grandes ciudades del este, del medio oeste y de California.  Los negros, desesperados por la falta de eficacia mostrada por las medidas adoptadas por las administraciones demócratas en favor de los derechos civiles, estaban mudando de estrategias. La "resistencia pacífica" practicada por Luther King y otros dirigentes empezó a ser remplazada por los métodos violentos de nuevos movimientos de tendencia revolucionaria. El clímax de los enfrentamientos raciales se produjo en abril de 1968, cuando más de 50 ciudades norteamericanas fueron azotadas por los motines protagonizados por los negros tras el asesinato de Martin Luther King en la ciudad de Memphis a manos de un fanático blanco.

A todas las dificultades de la administración había que sumar todavía la conflictividad en las relaciones industriales. Huelgas en varios sectores productivos estallaron en demanda de mejoras salariales. Johnson se vio obligado a recurrir a la ley Taft-Hartley, tan repudiada por el Partido Demócrata, para poder hacer frente a la situación.
Por todas partes existía la sensación de que la sociedad norteamericana estaba en un proceso de franca descomposición. Las escenas de las atrocidades cometidas por el ejército norteamericano, el más poderoso del mundo, en contra de la población indefensa de un país subdesarrollado habían sacudido a la opinión pública. La Guerra de Vietnam dio lugar a numerosos cuestionamientos entre los norteamericanos, quienes se preguntaban sobre el papel que su país debería jugar en el mundo. 

     Los bombardeos masivos sobre Vietnam del Norte, el reclutamiento  de jóvenes para ser enviados al Sudeste asiático y la mala conducción militar, fueron motivos más que suficientes para originar un vasto movimiento nacional en contra de la guerra. Manifestaciones de protesta se celebraron a lo largo de todo el país, contando con la presencia de millares de jóvenes, estudiantes, intelectuales, negros, chicanos y miembros de grupos pacifistas. Y a medida de que en Estados Unidos crecía la oposición a la guerra, en el frente de batalla cundía la desmoralización de los soldados, forzados a pelear por una causa en la que no creían. Vietnam se convertía en una trágica aventura de la que Washington no sabía como salir.

     Todo este conflictivo escenario fue el telón de fondo de la elección presidencial de 1968. La Guerra de Vietnam estaba dividiendo gravemente a los demócratas. Distinguidas personalidades al interior de este partido, incluido el senador Robert F. Kennedy, eran acérrimos críticos de la política vietnamita del presidente. Sin embargo, para la primaria de Nueva Hampshire el único demócrata que se presentó para retar a Johnson fue Eugene McCarthy (senador por Minnesota) quien defendía una plataforma completamente pacifista. Aunque Johnson salió triunfador en Nueva Hampshire, lo hizo con una diferencia mínima  (menos de ocho puntos porcentuales), demasiado escasa para un presidente en funciones. Al igual que Truman en 1952, Johnson renunció a buscar la reelección tras su fracaso en Nueva Hampshire.                

    Con el retiro del presidente se inició una encarnizada lucha al interior del Partido Demócrata en busca de la nominación presidencial; con Kennedy, Humphrey, y McCarthy como principales protagonistas.  Pero cuando el senador Kennedy parecía perfilarse como el seguro ganador, apareció nuevamente la oscura arma del asesino. Un emigrado jordano de origen palestino, Sirhan B. Shirhan, disparo las balas de su pistola sobre Kennedy cuando éste festejaba su triunfo en la primaria de California.

     La Convención Nacional Demócrata se celebró en Chicago a finales de agosto en medio de un ambiente de violencia. Miles de personas, que se manifestaban en contra de la guerra a las afueras de la sede de la convención, fueron brutalmente reprimidas por las fuerzas del orden. Mientras esto sucedía en las calles, los delegados se daban a la tarea de designar candidato presidencial. Tras el asesinato de Robert Kennedy sólo quedaban McCarthy y Humphrey como aspirantes con posibilidades serias. El primero había obtenido un número considerablemente mayor de votos durante las primarias, pero sus posiciones liberales y su vocación pacifista eran mal vistas por el establishment demócrata. El vicepresidente, quien era partidario de mantener sin mayores variaciones la actitud asumida por Johnson en Vietnam, era el preferido de la dirigencia. En el momento de la votación, Humphrey se impuso fácilmente, apoyado por toda la maquinaria del partido. Como su compañero de fórmula, Humphrey designo a Edmund Muskie (senador por Maine) uno de los legisladores demócratas con mayor prestigio.
Protests
La plataforma electoral fue resultado de una difícil negociación entre las alas liberal y moderada. Había recogido casi una a una las demandas de los liberales en lo concerniente a la política interior, pero sobre Vietnam mantenía los puntos de vista de la administración Johnson. El documento era favorable a poner fin a los bombardeos sobre Vietnam del Norte, pero sólo cuando esta acción "no pusiera en peligro la seguridad de las tropas estadounidenses". Reiteraba la decisión estadounidense de retirar sus tropas "sólo cuando el Vietcong cesara sus actividades en el sur y se replegara al norte". Una vez concertado el alto al fuego, se deberían celebrar elecciones libres en Vietnam del Sur y de ser así, Estados Unidos colaboraría gustosamente a la reconstrucción de ambos sectores del devastado país. Asimismo, una nueva administración demócrata sentaría las bases para que en el futuro la armada sudvietnamita pudiera hacer frente a eventuales amenazas militares.

     Sobre otros temas de política exterior, los demócratas confirmaron su apoyo a Israel (que acababa de vencer a sus vecinos árabes en la guerra de los seis días) y manifestaron su disposición a reconocer a la China comunista cuando esta nación "decidiera convertirse en un miembro responsable de la comunidad internacional"  En los asuntos internos, el dueto Humphrey-Muskie subrayaba la necesidad de combatir a fondo al crimen y a la violencia en las grandes ciudades, mientras que en el terreno económico proponían la elevación de los impuestos a las personas con altos niveles de ingresos. 

     Por su parte, los republicanos tendrían unas elecciones primarias y una Convención marcadamente más tranquilas que las de sus adversarios. El ex vicepresidente Richard Nixon volvió a presentarse como aspirante, al igual que Nelson Rockefeller. Ronald Reagan (gobernador de California) y George W. Romney (gobernador de Michigan) también saltaron a la palestra. Nixon era un ejemplo viviente de constancia. Apenas dos años después de su derrota en las elecciones de 1960, había fracasado en su intento por convertirse en gobernador de California. Cuando todos daban la carrera de Nixon por terminada,  éste se mudó a Nueva York y mantuvo actividad política intensa, fortaleciendo sus alianzas con los sectores conservadores del Partido Republicano. Por su parte, Rockefeller se presentaba a las primarias nuevamente como cabeza del sector moderado, con la esperanza de que el escándalo sobre su divorcio hubiese quedado en el olvido.

     Nixon logró un buen porcentaje de los votos republicanos y fue nominado candidato presidencial en Miami a principios de agosto por la Convención Nacional de su partido. Las enormes diferencias entre el archiconservador Reagan y el liberal Rockefeller hicieron imposible la conclusión de un acuerdo para la designación de otra persona. El discurso de aceptación de Richard Nixon fue una poderos pieza a oratoria que pasó a la historia por que en ella el candidato utilizó el fmoso concepto de “la mayoría silenciosa”. Para la vicepresidencia, Nixon escogió al gobernador de Maryland, Spiro T. Agnew, quien originalmente había aparecido como partidario de Rockefeller, pero que supo cambiar de tren en el momento adecuado. La plataforma republicana era marcadamente menos conservadora que la presentada por el partido en 1964. Se trataba de un documento que pretendía "mediar" entre las posiciones de los moderados y los conservadores sobre los temas de política exterior e interior para no provocar una división que comprometiera el triunfo en los comicios generales.

 Sobre Vietnam, los republicanos acusaban a la administración demócrata de haber fracasado "militar, política y diplomáticamente". Opinaban que la guerra debería "desamericanizarse", procurando el fortalecimiento de las fuerzas armadas del sur hasta que estas pudieran defenderse solas. Una vez cumplido este objetivo, las fuerzas norteamericanas volverían a casa. La plataforma evitaba toda referencia a los bombardeos. Sobre la defensa y seguridad nacionales, se censuraba al gobierno de Johnson por no haber desarrollado armas nucleares y convencionales que garantizaran la superioridad bélica de los Estados Unidos sobre la Unión Soviética. Los republicanos también manifestaban su pleno apoyo a Israel, establecían que el reconocimiento de China Popular no era viable "en las actuales circunstancias", declaraban su preocupación por el incremento del crimen y de los desordenes raciales al interior de los Estados Unidos y, en el terreno económico, condenaban la "desadministración" demócrata, prometiendo una reorganización de los presupuestos gubernamentales e incluso un recorte en los impuestos "una vez terminada la sangría de recursos que supone el conflicto en Vietnam".

Un tercer candidato se presentó para participar en la competencia presidencial. Se trataba de George Wallace (gobernador de Alabama) que promovió la creación del Partido Independiente Americano (American Independient Party). Wallace era un radical de derecha que como gobernador se había opuesto terminantemente a la implantación de los derechos civiles en su estado. La plataforma del Partido Independiente Americano mantenía la necesidad de buscar una paz negociada en Vietnam, pero sí el diálogo fracasaba, habría entonces que imponer una solución militar. Wallace pretendía reforzar al máximo el poder de las autoridades locales y estatales frente la federación, declaraba su  oposición a la Ley de Derechos Civiles de 1968 y ofrecía extender los beneficios de la seguridad social e incrementar los subsidios agrícolas. También proponía  que los jueces de la Suprema Corte de Justicia se sometieran su confirmación periódica por el Senado en intervalos razonables.
George Wallace no aspiraba a obtener el triunfo nacional, pero sí tenía la esperanza de ganar en el sur los suficientes votos para llegar al Colegio Electoral con una fuerza relativa y fungir como "fiel de la balanza" en caso de que un resultado demasiado reñido impidiera que alguno de los aspirantes de los dos grandes partidos obtuviera la mayoría absoluta. De esa forma, los radicales impondrían al presunto ganador una serie de condiciones en el momento de la negociación. 

     La campaña electoral fue bastante anodina. Las diferencias entre ambos candidatos no eran significativas. Los republicanos se presentaban como favoritos, dado la división interna de los demócratas y la candidatura independiente de Wallace. El 31 de octubre, unos días antes de la celebración de los comicios, Johnson anunció la suspensión de los bombardeos a Vietnam del Norte, como parte de una maniobra destinada a beneficiar a los demócratas.  

Las elecciones de 1968 tuvieron como desenlace una apretada victoria a Richard Nixon, que consiguió el 43.4% de los votos populares, apenas siete décimas arriba de lo obtenido por Humphrey. Pero pese a lo reñido del resultado, en el Colegio Electoral Nixon alcanzó el 55.9% de los votos, echando por tierra las esperanzas de Wallace. Los republicanos ganaron en el oeste, en partes del medio oeste y en algunos estados del sur; mientas que los demócratas triunfaron en  la mayor parte de los estados del este, en algunos de la región de los Grandes Lagos y sólo en uno del antiguo "sólido sur": Texas. Wallace ganó en 5 estados sureños (Arkansas, Louisiana, Alabama, Mississippi y Georgia).

     El Congreso siguió dominado por los demócratas, pese a una ganancia de los republicanos de 5 escaños en cada una de las cámaras. 

 

martes, 6 de noviembre de 2012

Thatcher, la hora de una opción radical.


El estrecho margen por el que el Partido Laborista consiguió derrotar a los conservadores en octubre de 1974 de ninguna manera dejaba tranquilo a Harold Wilson. Sobre el gobierno pendería una "espada de Damócles", ya que con unas cuantas derrotas en By elections o con eventuales defecciones de parlamentarios (tan comunes en el Partido Laborista) la administración Wilson volvería a estar en una posición minoritaria en el parlamento. La escasa mayoría gubernamental en poco colaboraría en el combate contra la crisis económica, que cada vez se hacía más difícil. La inflación llegaba a niveles históricos. En el período 1972-73 registró un aumento de 9.2%, en 1973-74 subió a 16% y en 1974-75 alcanzó el 24.1%. Para enero de 1975, la cifra de desempleados rebasaba los 700,000 y la balanza de pagos conocía déficits sin precedentes. Empero, la mala situación de la economía no impidió al gobierno anunciar nuevas legislaciones de reforma, sobre todo en el campó de la educación.

Pero el panorama económico, lejos de mostrar signos de recuperación, se complicaba. Para mediados de 1975 era evidente que la política de Social Contract había fracasado, por lo que el gobierno se vio nuevamente obligado a aumentar impuestos, recortar presupuestos y disminuir subsidios. Se hicieron nuevos esfuerzos, todos infructuosos, por acordar con los sindicatos fórmulas para imponer restricciones a los aumentos salariales. La espiral inflacionaria siguió creciendo, alentada ahora por la situación de recesión internacional que el mundo padeció a mediados de los setentas. Las presiones contra la libra volvieron con fuerza, llevando a la divisa británica a cotizarse de 2.024 dólares por libra en enero de 1976 a 1.637 en septiembre del mismo año.

El 5 de julio de 1975 se efectuó el referéndum nacional para decidir la permanencia o el retiro del Reino Unido de la Comunidad Económica Europea, prometido por los laboristas en su manifiesto electoral. El gobierno de Harold Wilson recomendó a los electores votar por el Si, contraviniendo la posición anti-CEE del ala izquierda del laborismo. De hecho, varios ministros laboristas (Michael Foot, Tony Benn y Barbara Castle entre ellos) manifestaron públicamente su opinión contraria a la membresía británica a la Comunidad.  El plebiscito arrojó un resultado ampliamente favorable a la permanencia en la CEE en los tres países del reino. En Inglaterra se decidieron por el Si el 68.7% de los electores, mientras que en Escocia lo hizo el 58.4%; en Gales el 64.8% y en Irlanda del Norte el 52.1%. En total, el 64.5% de los votantes del Reino Unido que participaron en el referéndum dieron una respuesta afirmativa.
Tras el contundente triunfo del Si, la cuestión del ingreso a la CEE quedó definitivamente cerrada al interior del Partido Laborista, que accedió a enviar una representación al Parlamento Europeo, e inclusive los sindicatos solicitaron su entrada a los cuerpos especializados de la CEE que requerían de su participación. El tema comunitario, una amenaza constante de división en las filas laboristas, era ahora definitivamente desterrada gracias a la destreza de Wilson.

Fue precisamente el referéndum sobre la cuestión europea el último triunfo en la carrera política de Wilson. El 16 de marzo de 1976, de manera completamente inesperada, el primer ministro anunció su dimisión, aduciendo cuestiones de edad. Había sido miembro del parlamento por más de treinta años, ministro en el gabinete durante once y primer ministro por ocho. Ahora tocaría a otras personalidades el reto de sacar adelante al país. Y, ciertamente, se trataba éste de un desafío colosal.
En el momento del retiro de Wilson, el antaño poderoso Reino Unido atravesaba por una de las situaciones más difíciles de su historia. La crisis arreciaba en medio de enfrentamientos laborales, descomposición social y con la presencia internacional del país a la baja. Aunado a todos los problemas nacionales, el sucesor de Wilson tendría que encarar al creciente divisionismo interno del laborismo y la posibilidad de verse obligado a llamar a comicios anticipados en razón de la insignificante  mayoría con la que contaba el gobierno. Para reemplazar al primer ministro, los laboristas eligieron a James Callaghan, ministro del Exterior, no sin antes efectuar un reñido proceso electoral interno que evidenció aún mas el alcance de las discordias en el laborismo.

Callaghan heredaba una delicada situación en el parlamento, agravada por derrotas del Partido Laborista en las By-elections celebradas en 1976. Para lograr un espacio de maniobra, el flamante premier concertó un pacto informal con los liberales, en virtud del cual el gobierno contaría con su apoyo en caso de que los conservadores intentaran pasar en el parlamento un voto de censura. El Partido Liberal esperaba obtener a cambio la posibilidad de discutir la tan ansiada reforma electoral. El pacto liberal-laborista otorgó un respiro duradero al gobierno y no aportó, en cambio, grandes beneficios a los liberales.

 Dueño de una relativa tranquilidad parlamentaria, Callaghan se dispuso a tratar de revertir las dificultades económicas, tarea en la que conoció poca fortuna. Las presiones de los sindicatos para impedir la implementación de una política de contención salarial eran invencibles. La carrera precios-salarios se agudizó durante todo el período 1976-79, aumentado las presiones inflacionarias. Nunca como antes se hizo evidente la enorme dependencia del Partido Laborista de las Trade Unions. Este hecho limitaba considerablemente la capacidad de acción del gobierno, agravando la crisis económica y provocando el descontento del sector moderado del laborismo que exigía a su partido gobernar pensando en la sociedad británica en su conjunto y no sólo para beneficio de las corporaciones sindicales.

 El gobierno de Callaghan conocería también amargos reveses en política interna. Los éxitos electorales de los partidos nacionalistas volvieron a poner en el centro del debate político la posibilidad de otorgar a Gales y a Escocia grados mayores de autogobierno. No sin grandes dificultades fue aprobado en el parlamento, a finales de 1978, las iniciativas para dotar a Gales y Escocia de asambleas legislativas locales (Devolutions Bills). La idea de conceder esos "privilegios especiales" de autogobierno había sido combatida por los conservadores y por un considerable sector del laborismo, pero apoyada con entusiasmo por el SNP y por Plaid Cymru.

 

 Un referéndum tendría que realizarse en los países involucrados para aprobar definitivamente la instalación de estas asambleas legislativas, aunque los opositores a esta idea lograron imponer una condición: que la iniciativa fuera aprobada por el 40% del total de votantes registrados en Escocia y Gales, respectivamente. Con esto, no bastaría únicamente el triunfo del Si en el plebiscito, sino que debía contarse con un margen mínimo de los ciudadanos participantes.

 El referéndum para decidir la implantación de asambleas legislativas locales en Gales Y Escocia se efectuó el primero de marzo de 1979, en un momento en que la popularidad de la administración de Callaghan se encontraba por los suelos. Los resultados fueron sumamente decepcionantes tanto para el gobierno como para los nacionalistas. En Gales, solamente el 11.9% del total de los ciudadanos votó por el Si, mientras el 46.9% sufragó por el No. En Escocia, el 32.85% de los ciudadanos con la posibilidad de votar lo hizo por el Si y el 30.78% por el No. El SNP amenazó al gobierno con no apoyarlo en el parlamento sí no seguía adelante con la implementación de la asamblea legislativa para Escocia, a pesar de la cláusula del 40%, pero nada prosperó. Para Callaghan resultaba indispensable contar con los 11 MP's de los nacionalistas escoceses, ya que para entonces (marzo de 1979) el pacto con los liberales se había roto.        
 

 La cuestión del Ulster tampoco conoció grandes avances. La intransigencia de los unionistas era cada vez mayor. Estos se oponían a cualquier participación de los católicos en el gobierno, así como a aceptar acuerdos que garantizaran una mejoría en la situación de la minoría católica. El gobierno fue incapaz de otorgar soluciones imaginativas al problema. Como resultado, la actividad terrorista siguió recrudeciéndose.     

Al principiar 1979, el panorama para James Callaghan era negro. El invierno había sido una verdadera pesadilla. De hecho, pasó a la historia como The Winter of Discontent, haciendo reminiscencias de Macbeth. Desde noviembre de 1978 una ola de graves huelgas azotaba al país, destacando las de las industrias automotriz y del transporte de energéticos. Por doquier los sindicatos imponían su ley, ante la mirada impotente del gobierno. El pacto liberal-laborista se había roto desde mediados de 1978 y durante meses el Partido Laborista lograba mantenerse en el poder gracias al apoyo de los nacionalistas escoceses, galeses e irlandeses. Pero tras el fiasco del referéndum sobre la devolution nadie podía garantizar la futura actitud de estos partidos. El gobierno estaba en el fondo de un abismo en términos de popularidad, y en las By-elections celebradas en esta etapa los tories obtenían ventajas por encima de los diez puntos porcentuales.

Finalmente, la suerte del gobierno fue dictada el 28 de marzo de 1979, cuando el Parlamento aprobó por margen de sólo un voto (311 a favor y 310 en contra) una moción de no confianza contra la administración. Era la primera vez desde 1924 que un gobierno era obligado a renunciar por el parlamento.

 
Los claros favoritos para ganar los comicios eran los conservadores. Tras su derrota en octubre de 1974 Edward Heath no pudo contener los movimientos en su contra y fue relevado a principios de 1975 de la dirección del partido por Margaret Thatcher, ex ministra de Educación. El triunfo de Thatcher en la elección interna del Partido Conservador representó un claro giro a la derecha. De inmediato, la nueva líder  imprimió su estilo radical e ideologizante al Partido Conservador, consiguiendo una serie de victorias en las By-elections. El ascenso de Margaret Thatcher sería el principio de un profundo cambio en la vida política y económica del Reino Unido. La llamada "Dama de Hierro" era jefa de un sector radical dentro del partido tory afín a las ideas neoliberales y monetaristas postuladas por economistas como Milton Friedman y sociólogos como Friedrich von Hayek, quienes sostenían una feroz crítica contra los excesos del Estado bienestar y, en general, contra todo intervencionismo estatal en cualquier rama de la vida económica. Estas opiniones provocaron una polémica incluso dentro del Partido Conservador entre quienes apoyaban estas ideas y quienes defendían la necesidad de preservar más o menos intactas las principales instituciones del Welfare State.


Para cuando se aprobó el voto de no confianza en el parlamento, los tories aventajaban en las encuestas de Gallup por 14 puntos porcentuales a los laboristas. Thatcher emprendió una enérgica campaña electoral en la que prometió "devolver al Reino Unido su pasada grandeza" y anunció la implantación de estrategias neoliberales para rescatar a la economía revitalizando la producción y combatiendo la inflación. Los pilares de la recuperación económica serían el apoyo irrestricto a la empresa privada, los recortes a los impuestos, la privatización de empresas públicas, la drástica reducción de los presupuestos gubernamentales y, sobre todo, el combate a fondo contra el poder de los sindicatos.
Para los liberales la elección de 1979 prometía poco. Después de conocer un sorprendente ascenso en la primera mitad de la década de los setentas, la fortuna liberal había declinado bajo el gobierno de Callaghan, primero como efecto del pacto liberal-laborista y más tarde por la radicalización de las posiciones de los dos grandes partidos. La necesidad de cambios extremos en el Reino Unido dejaba poco espacio para las opciones de centro. Por otra parte, se confirmaba un fenómeno ya antes visto en lo concerniente a los altibajos de la popularidad del Partido Liberal: sí los laboristas se encontraban en el poder, disminuía la presencia liberal; y sí, por el contrario, eran los conservadores los gobernantes, el Partido Liberal veía  sus bonos elevarse. Este hecho comprobaba que los liberales eran vistos como una alternativa por un  sector importante de los electores moderados que optaba por este partido cuando se encontraba a disgusto con los tories.


Los liberales también habían cambiado de líder. En 1976, luego de varios desilusionantes resultados en By-elections y en medio de escándalos sobre su vida personal, Jeremy Thorpe dimitió para ser sustituido por David Steel. 
James Callaghan tenía contados sus días como primer ministro. Sin embargo, se preparó para dar la última batalla. Tuvo éxito en conseguir que el manifiesto electoral laborista mantuviera un tono moderado; pero su pobre desempeño en el manejo de la economía y el papel jugado por los sindicatos en los últimos años ocupaban el centro del debate rumbo a los comicios.

Los tories vencieron contundentemente  en las elecciones del 3 de mayo de 1979, consiguiendo 71 escaños más que los laboristas. El Partido Liberal sufrió un  retroceso respecto a octubre de 1974. Los nacionalistas escoceses sufrieron pérdidas tan espectaculares como sus ganancias de 1974, al disminuir su presencia parlamentaria a sólo 2 MP's y conseguir el 17.3% del voto en Escocia. Plaid Cymru ganó dos escaños, mientras que de los 12 MP's norirlandeses, 10 fueron para los unionistas y 2 para los republicanos.


Margaret Thatcher se convirtió, así, en la primera mujer en la historia británica en ocupar la jefatura del gobierno. La primera ministra aplicaría en su administración un programa de reformas radicales, una verdadera "revolución conservadora", que abriría una nueva etapa en el Reino Unido e influenciaría enormemente al desarrollo de la política y la economía internacionales durante toda la década de los ochenta. Su triunfo fue una muestra más de que no siempre es cierto aquello de que "gana las eleeciones quien conquista el centro", sino que en situaciones de crisis profunda las opciones más radicales tienen  una fuerte oportunidad de salir victoriosas.