La
primera elección directa en la vida de la V República enfrentó a dos hombres
sumamente singulares, ambos políticos extraordinarios, llenos de talento,
carisma, imaginación y tenacidad. Dos personalidades complejas, arrogantes y
algo volubles, que a ratos fueron incomprendidos, y a ratos fueron incapaces de
comprender al complejo, arrogante y voluble pueblo que les toco gobernar. Dos
magos de la supervivencia y del instinto, caracterizados, sin duda, por grandes
cualidades y serios defectos, pero, ante todo, convencidos desde el primer
instante de la grandeza de su "destino histórico". Manteniéndose por
encima de sus propios partidos, tanto Charles De Gaulle como Francois
Mitterrand supieron siempre cuando era necesario ejercer un inteligente
pragmatismo, y cuando enarbolar la bandera del idealismo. Los dos fueron
capaces de imprimir en Francia sus muy personales estilos de liderazgo, y los
dos fueron víctimas de su exceso de soberbia y cinismo. Por encima de sus
diferencias ideológicas, son más los rasgos espirituales y psicológicos que
unen a estos personajes, que las peculiaridades que los separan. Dos biografías
dignas de Plutarco, en un país al que, para su fortuna, casi nunca le han
faltado grandes estadistas, por lo menos antes de la llegada de los Sarkozys y
Hollands.
A pesar de lo que indicaban las encuestas
apenas semanas antes de celebrarse los comicios, que daban al presidente De
Gaulle un cómodo margen a favor, la elección presidencial de 1965 no fue un día
de campo para el General. Debieron de celebrarse las dos vueltas estipuladas
por la Constitución. Es así como, a partir justamente de la primera justa, las
elecciones presidenciales francesas se han convertido en una caja de sorpresas,
donde nada está dicho sino hasta que ha sido contado el último voto. Una cierta
veleidad del electorado se ha hecho presente cada vez que se celebra en el país
una elección presidencial, a pesar de lo cual no puede decirse que los
franceses hayan hecho, todavía, una verdaderamente mala elección.
La principal preocupación que ocupó al
gobierno del presidente De Gaulle y del primer ministro Pompidou en el período
1962-65 fue la política exterior. Consumada la reforma institucional, bien
encaminada la economía, el país libre de Argelia y de sus colonias, el
disciplinado partido gaullista dueño de una cómoda mayoría parlamentaria y el
país unido en torno a su popular presidente, la prioridad ahora sería
fortalecer la imagen de Francia, recuperar su "grandeur", como insistía el General, quien estaba
dispuesto a devolverle al país, a como diera lugar, el sitio de honor que
merecía tener bajo el sol.
Francia empezó a alejarse notablemente de
sus aliados, particularmente de los Estados Unidos, la nación líder del bloque
occidental, ante quien De Gaulle tenía la obsesión de demostrar que su país
mantenía plena independencia de criterio. Las principales causas de discordia
entre París y Washington fueron la política francesa respecto a la OTAN y la
crisis en Indochina. De Gaulle se obstinaba en desarrollar un arsenal atómico
propio para Francia y en mantener una distancia cada vez más dilatada respecto
a la OTAN, organismo que era concebido por el presidente galo como un
instrumento de la hegemonía norteamericana. Al ex jefe de la Résistance se le hacía odiosa la idea de
que su gran nación se convirtiera en una simple subordinada de Washington, y
por ello se comportó como un "gran rebelde", algo que había hecho
varias veces a lo largo de su fascinante vida.
Pero aún más irritante para el
Departamento de Estado norteamericano que la política de defensa francesa,
resultó ser la actitud que París asumió en relación a la Guerra de Vietnam. El
gobierno de De Gaulle se negó a respaldar la intervención militar norteamericana
en favor de Vietnam del Sur. En efecto,
para 1964, la crisis de Indochina había llegado a un punto sumamente álgido.
Estados Unidos se había comprometido profundamente en el combate contra la
"expansión del comunismo" en la zona, por lo que demandaba el mayor
apoyo posible por parte de todos sus aliados, tanto de la región del sudeste
asiático como de occidente. Francia se desentendió del problema y se negó a
intervenir de manera alguna en su ex colonia en favor de Estados Unidos. Por el
contrario, se convertiría (dentro del bloque occidental) en la detractora más
asidua de la política norteamericana en Indochina.
También
se enrarecieron las relaciones con Alemania, a pesar de que en enero de 1963 De
Gaulle firmo con el canciller Konrad Adenauer un histórico tratado
franco-alemán de cooperación y amistad, que pretendía terminar de una vez por
todas con la secular animadversión que enfrentó por siglos a ambos pueblos. Las
discordias entre París y Bonn tuvieron su origen, sobre todo, en aspectos de la
vehemente política de defensa del General, en diferencias en torno a la
Comunidad Económica Europea y en la buena disposición que Francia demostró en
estos años hacia la URSS y las naciones de Europa del Este.
Con el Reino Unido, la principal causa de
discrepancia fue el veto (verificado a principios de 1963) que interpuso De
Gaulle en contra del inicio de negociaciones para el ingreso británico a la
CEE. París justificó este veto argumentando que la estructura del mercado
agrícola del Reino Unido era incompatible con las bases establecidas entre las
seis naciones comunitarias y además que Londres intentaría desvirtuar a la CEE
para convertirla, eventualmente, en una zona de libre cambio. Pero la razón más
escandalosa de De Gaulle había sido que consideraba al Reino Unido como un
"Caballo de Troya" de la influencia norteamericana, que trabajaría
para hacer del mercado libre europeo una zona económica subordinada a
Washington. El presidente francés establecía así un paralelismo entre lo que a
su juicio había degenerado la OTAN y lo que podría suceder con las Comunidades
Europeas de permitir la entrada de Gran Bretaña.
Pero, sin duda alguna, la actitud que más
perjudicó la relación entre Francia y sus socios europeos fue la denominada
política de "silla vacía", que De Gaulle decretara en julio de 1965,
y que consistió en el retiro temporal de la presencia de Francia del trabajo de
los órganos comunitarios, como protesta contra una iniciativa presentada por el
entonces presidente de la Comisión de la CEE, Walter Hallstein, en el sentido
de tratar de incrementar las atribuciones de la supranacionalidad. El
mandatario francés seguía insistiendo en una "Europa de Estados",
razón por la que cualquier pretensión de reforzar la supranacionalidad le
parecía inadmisible. La "silla vacía" arriesgó la existencia de la
CEE, institución que tanto había contribuido en la recuperación económica de
Francia y del resto de sus países afiliados.
Como una manera de afianzar su
"independencia de criterio" en los asuntos exteriores, De Gaulle
impulsó una política de distensión y diálogo con la URSS y las naciones de
Europa del Este. Asimismo, Francia fue la primera nación del bloque occidental
en establecer relaciones diplomáticas con China Popular. Respecto al campo
multilateral, Francia adoptó una postura lamentable, al rehusarse a apoyar las
misiones de paz patrocinadas a la sazón por la ONU y al negarse a participar en
los esfuerzos en favor desarme, tales como las conversaciones de Ginebra.
Dos fueron las principales virtudes de la
política exterior de De Gaulle: puso punto final al nocivo inmovilismo en el
que Francia había caído durante la IV República, y la gran mayoría de los
franceses se sentía orgullosa del nuevo papel que supuestamente su país estaba
desempeñando en el mundo (lo que aumentó el prestigio interno del General);
pero lo cierto es que dicha política exterior tuvo, a final de cuentas, mas
costos que logros auténticamente sustanciales. La contundente verdad era que
Francia había pasado militar y políticamente a un segundo plano. De Gaulle fue
incapaz de aceptar la aplastante e irrefutable lógica de la posguerra, que
imponía a Europa las duras realidades del bipolarismo. Con su romántica, pero
arrogante y anacrónica actitud, lejos de recuperar la "grandeur" de Francia, De Gaulle puso en peligro la estabilidad de la alianza
occidental y, lo que fue aún peor, la viabilidad de la CEE, llevando, de paso,
a su país al enorme riesgo de quedar aislado. En la actualidad, ya nadie se
atreve a discutir el hecho de que para
ninguna nación europea es factible el sostenerse sin la estrecha cooperación
económica y política con sus vecinos. El gran estadista que transformó al
sistema político de su país y que había liberado a Francia para siempre de sus
traumas coloniales, no entendió las grandes realidades internacionales, y se
empecinó en defender una lógica mundial que ya había desaparecido.
Los dos principales alicientes para los
desplantes internacionales de De Gaulle fueron la estabilidad gubernamental y
el buen desempeño económico. Con la casa en orden, el General se sentía en
posibilidades de promover la grandeza de Francia en el exterior. El gobierno de
Pompidou no tuvo mayores problemas para desempeñar sus tareas. La Asamblea
Nacional era inocua, en virtud a la confortable mayoría con la que contaban la
coalición. Y aunque en el Senado los partidos gaullistas eran minoritarios
(tenían apenas 32 escaños de un total de 255), la cámara alta no ejercía
facultades legislativas verdaderamente sustantivas, ni el gobierno era
responsable de manera alguna ante esta institución. Por otra parte, el orden
público había sido restablecido, una vez que las actividades terroristas
relacionadas con el problema argelino desaparecieron por completo a lo largo de
1963.
Casi nada estorbaba a la voluntad del
presidente, cosa que exasperaba a la oposición, la cual sentía que sus augurios
en cuanto al carácter "monárquico" y "semidictatorial" del
régimen de la V República se estaban
cumpliendo. Para los dirigentes de los partidos tradicionales, era un hecho que
el sistema había traicionado las prácticas más arraigadas de la política
francesa, al haber "degenerado" en una suerte de
"presidencialismo a la norteamericana" disfrazado de semipresidencialismo.
Sin embargo, a pesar del creciente descontento de la clase política, la mayoría
de los franceses valoraba en mucho a la estabilidad de la que gozaba el país.
También el curso de la economía estaba
coadyuvando a engrandecer la popularidad presidencial. Al frente del ministerio
de Finanzas había sido designado Valery Giscard, líder de los republicanos
independientes, un distinguido egresado de la Escuela Nacional de
Administración (ENA), donde han cursado estudios superiores casi todos los
tecnócratas de Francia. Giscard se desempeñó eficazmente al frente de las
finanzas públicas. Bajo su administración, la economía francesa mantuvo un
ritmo de expansión, el cual permitió, entre otras cosas, asimilar sin mayores
problemas a los casi 750,000 colonos que debieron regresar de la recién
independizada Argelia. Asimismo, en 1965, se logró el primer presupuesto
gubernamental balanceado en 30 años. Incluso, Giscard tuvo suerte en combatir
la inflación, que manifestó un brote en 1963, mediante un plan de
estabilización dirigido a castigar a los egresos del sector público
El "pelo en la sopa" en el
reinado degaulliano lo constituyó una progresiva conflictividad social, la cual
esbozaba ya lo que se dejaría venir en la primavera de 1968. El número de
huelgas creció de manera desmedida. La principal causa de discordia entre los
sindicatos y el gobierno fue la aplicación de una vieja ley encargada de
regular el derecho de huelga, que había quedado pendiente desde 1946. Dicha ley
estipulaba la obligación de los sindicatos de advertir sobre el estallamiento
de una huelga por lo menos con cinco días de antelación. Esta prescripción les
pareció ultrajante a la inmensa mayoría de los sindicatos, entre ellos a los
dos más poderosos: la Confederación General del Trabajo (Confédération Général du Travail; CGT) y la Confederación Francesa
de Trabajadores Cristianos (Confédération
Française des Travailleurs Chretiens; CFTC). Tiempo después, en el curso de
1964, los sindicatos decretaron una ola de huelgas para protestar en contra al
plan de estabilización de Giscard. Los servicios públicos fueron
particularmente afectados por estas controversias. Asimismo, en el campo se vivió
un período de agitación, a causa de que los constantes excedentes registrados
en la producción agrícola perjudicaban constantemente a los precios de
garantía.
Pero no obstante la relativa agitación
obrera y agrícola, a principios de 1965 la misión de derrotar al General en la
elección presidencial se presentaba quimérica para cualquier político de
Francia. De Gaulle era un rey popular que hacía y deshacía a placer, dentro y
fuera del país, con el beneplácito de la mayoría de los franceses. La única
alterna viable para la oposición era establecer una alianza que comprometiera a
todas las fuerzas antigaullistas en el apoyo a un sólo candidato, cosa bastante
improbable, en virtud de las obvias diferencias ideológicas que prevalecían
entre los partidos tradicionales.
A
finales de 1963, el alcalde socialista de Marsella, Gaston Defferre, anunció
formalmente su candidatura a la presidencia, la cual fue confirmada por
Congreso de la SFIO en febrero de 1964. Defferre comprendía la necesidad de
buscar una unidad lo más amplia posible de la oposición, por lo cual trabajó
para tratar de establecer una coalición que incluyera desde los partidos
centristas -como el CNIP, el radical y el MRP- hasta a los comunistas. Como era
de esperarse, esta pacto fantástico nunca se logró. Los comunistas fueron los
primeros en rechazarlo, por lo que Defferre se concentró, en los primeros meses
de 1965, en tratar de concretar una alianza con el centro. Un equipo de
especialistas redactó para el alcalde de Marsella un ambicioso programa de
gobierno denominado "Horizonte 80", el cual pretendía ser lo
suficientemente moderado como para resultar atractivo al MRP, al Partido
Radical y al CNIP..
Defferre propuso la creación de una
Federación Democrática Socialista, que habría de amalgamar desde a los
socialistas hasta los democratacristianos. Pero las diferencias entre las
corrientes antigaullistas eran insalvables. Particularmente molesto para los
democratacristianos del MRP fue la negativa de los socialistas de incluir en el
programa de gobierno la protección estatal para las escuelas confesionales.
Para empeorar las cosas, al interior de la SFIO afloraron las divisiones. El
principal líder de la organización, Guy Mollet, un viejo adicto del sistema
parlamentario, pretendía que en "Horizonte 80" se incluyera la
intención de hacer que el primer ministro fuera, de nuevo, la figura
predominante del sistema político, cosa que Defferre rechazaba. En junio de
1965, quedaron definitivamente frustrados los intentos de lograr una "gran
alianza", por lo que el alcalde de Marsella decidió desistir de su candidatura
Con Defferre fuera de combate, las
posibilidades de reelección de De Gaulle crecieron. En ningún partido aparecía
el político que pudiera presentar una digna batalla al General. En este
contexto, hizo su aparición François Mitterrand, un controvertido político
izquierdista, a la sazón de 49 años, quien siempre se había manejado como un
independiente, desconfiado de la estructura burocrática de la SFIO y del
caudillismo de Mollet. Mitterrand, quien presidía un club político denominado
Unión Democrática y Social de la Resistencia (Union Démocratique et Sociale de la Résistance; UDSR), era
respetado por la mayor parte de la izquierda por su capacidad y carisma, pero
no faltaba quien lo describiera como un "oportunista". En efecto,
como un hábil marinero, Mitterrand sabía navegar según soplaran los vientos. En
su, ya para entonces, agitada carrera política, había actuado para Vichy, más
tarde para la Résistance, después
participó en el gobierno provisional de
De Gaulle, y fue ministro en seis diferentes gabinetes durante la IV República.
Al estallar la revuelta independentista en Argelia, Mitterrand declaró
"Argelia es Francia. La única negociación posible es la guerra", pero
en 1962 abogó en favor de la independencia del país Norafricano. En el momento
de lanzar su candidatura presidencial (septiembre de 1965), Mitterrand llevaba
años de ser uno de los adversarios más intransigentes a las políticas de De
Gaulle.
El programa era plenamente aceptable para
la totalidad de la izquierda. Además, Mitterrand fue lo suficientemente astuto
como para no fomentar la formación de un "Frente Popular" o de una
coalición que comprometiera demasiado a los partidos izquierdistas. Si bien es
cierto que la UDSR, el PSU y la SFIO integraron una alianza bastante informal
denominada Federación de la Izquierda Democrática y Socialista (Fédération de la Gauche Démocratique et
Socialiste; FGDS), el candidato pretendía recibir también el apoyo del
sector de izquierda del Partido Radical, de los clubs y formaciones de
orientación socialista, e incluso del Partido Comunista, cosa que logró a final
de cuentas. Es decir, en escasas semanas, Mitterrand consiguió, mediante pocos
formalismos, una interesante unión de toda la izquierda.
El centro, reunido desde 1964 en
"Comité de los Demócratas" (que incluía al CNIP, a los radicales
moderados y al MRP) postuló formalmente como su candidato a Jean Lecanuet (45
años), máximo dirigente del Movimiento Republicano Popular, luego de que
Antoine Pinay se rehusara a participar en la contienda. El centro tradicional
había sido severamente castigado en los comicios legislativos de 1962, y un
nuevo resultado desastroso pondría en entredicho su supervivencia. Dependería
entonces del buen desempeño de Lecanuet (45 años), el futuro de esta corriente
política tan arraigada. Destacaba del programa de gobierno del centro su
pronunciado europeísmo (lamentaba profundamente la crisis de la "silla
vacía"), su intención de normalizar las relaciones de Francia con la OTAN,
la disposición de implementar una política económica menos entregada a Laisser aire y más orientado a una
economía social de mercado, y su advertencia de que el país necesitaba de una
opción de centro poderosa para el futuro. Sin embargo, a pesar de que Lecanuet
contó con el apoyo de respetadas personalidades -como Jean Monnet, Jacques
Soustelle y el ex premier democristiano Pierre Pflimlin- al comenzar la campaña
las encuestas no dejaban entrever buenas espectativas.
Candidatos menores fueron: Jean Louis
Tixier Vignancourt, postulado la extrema derecha ultranacionalista, famoso
abogado que participó en la defensa de connotados militantes de la OAS; el
senador Pierre Marcilhacy, apoyado por pequeños grupos liberales; y Marcel Barbu, dirigente de un amplio
movimiento de comunidades cooperativas.
El último en dar a conocer oficialmente su
candidatura fue el presidente De Gaulle, quien mantuvo el suspenso hasta el 4
de noviembre, es decir, justo a un escaso mes de celebrarse las elecciones.
Desde luego, a pesar de su pretendida "indecisión", toda Francia
estaba segura, por lo menos desde mediados de año, que el General aspiraría a
la reelección. La plataforma gaullista convocaba al país a "continuar con
la profunda tarea de renovación nacional que inició en 1958". Además de la
UNR-UDT, apoyaron la candidatura de De Gaulle los republicanos independientes,
y algunas personalidades destacadas de otros partidos, como el radical moderado
Edgar Faure.
Al arrancar la campaña (oficialmente, las
campañas electorales en Francia duran tres semanas) De Gaulle contaba con una
abrumadora ventaja. De acuerdo con las encuestas, el General contaba con más
del 60% de las preferencias, porcentaje que, de confirmarse en las urnas, haría
innecesaria una segunda vuelta. Empero, las cosas estaban destinadas a no ser
tan sencillas. En esta elección presidencial, como en todas las subsiguientes
hasta la fecha, fue especialmente importante el papel de los medios masivos de
comunicación. Todos los partidos tuvieron acceso gratuito a tiempos en la radio
y televisión estatales, lo que fue muy bien aprovechado tanto por Mitterrand
como por Lecanuet para dar a conocer sus plataformas electorales.
Particularmente beneficiado fue el candidato del centro, el menos conocido de
los tres grandes protagonistas, quien empezó a robarle votos conservadores al
presidente.
Día a día, la competencia se hacía más
cerrada. Para contraatacar, el presidente también empezó incursionar en los
medios. De Gaulle siempre fue un maestro en el manejo a los medios de comunicación.
Sus célebres discursos televisados, algunos de ellos históricos, conmocionaban
al país, lo mismo que sus numerosas conferencias de prensa. El "don de la
palabra" siempre lo acompaño. Sin embargo, en esta ocasión era notorio que
su equipo se había confiado demasiado, dejando por mucho tempo el camino libre
a los adversarios del presidente, quienes, por otro lado, tuvieron el talento
de no identificarse con la clase política del pasado. Tanto Mitterrand como
Lecanuet, hombres relativamente jóvenes, evitaron presentarse como
representantes de la fallida IV República. Por el contrario, se dijeron
miembros de una nueva generación de políticos, con la vista bien puesta en el
porvenir, en contraste con el soberbio y anciano General que vivía de sus glorias
del pasado. Mitterrand atacó el dudoso récord social del gobierno, mientras que
Lecanuet describió la política exterior de De Gaulle (en especial el incidente
de la "silla vacía") como un peligro para el futuro de Francia.
Como resultado de la revitalización de las
campañas de la oposición, De Gaulle no pudo conseguir la mayoría absoluta en la
primera vuelta. El presidente debió conformarse con el 44.6% de los votos,
frente al 31.7% de Mitterrand y el 15.6% del sorprendente Lecanuet. El relativamente
buen resultado de este último otorgaba nuevas perspectivas al centro para su
supervivencia. Por su parte, los tres aspirantes menores quedaron demasiado
rezagados.
Procedía la celebración de una segunda
vuelta, en la que participarían los dos candidatos mejor situados: De Gaulle y
Mitterrand. Mucho dependería para definir el resultado la actitud que asumirían
los candidatos eliminados. Lecanuet no recomendó explícitamente votar por
Mitterrand, pero sí convocó a sus seguidores a no votar por De Gaulle, y
destacó las coincidencias entre su programa y el del candidato de izquierda,
sobre todo en lo concerniente a la CEE. El CNIP dejó a sus militantes plena
libertad de elección, mientras que, en una actitud algo sorpresiva, Tixier
Vignencourt llamó a votar por el socialista, como una forma de vencer a De
Gaulle "a como diera lugar". A Mitterrand también lo apoyaron
Marcilhacy y Barbu. En otras palabras, la totalidad de los candidatos
descartados prefería, de una u otra manera, ver derrotado al padre de la V
República, factor que, aparentemente, constituía una ventaja para
Mitterrand.
Las intervenciones en la televisión
fueron claves en la lucha por obtener los votos centristas. Mitterrand intentó
explotar los temas de política exterior, destacando lo vital que resultaba para
Francia el normalizar sus relaciones con sus socios comunitarios y con la
alianza atlántica. Esperaba lograr una coalición antidegaulliana informal que
resultara definitiva. Pero De Gaulle recordó a sus compatriotas todos los
invaluables servicios que había prestado a su patria a lo largo de toda su
vida, y solicitó un nuevo mandato para concluir la tarea que él había iniciado,
y asegurar así la total rehabilitación de Francia. Además, subrayó los
importantes éxitos en materia económica de su administración, y puso en duda lo
solidez de la alianza de la izquierda, que, de triunfar, "aniquilaría, sin
duda, la preciada estabilidad política, alcanzada con tantos trabajos". De
Gaulle hizo todo esto utilizando una retórica poderosa y emotiva. El "don
de la palabra" había vuelto a beneficiar a su favorito.
De Gaulle se impuso en la segunda vuelta
con una ventaja de diez puntos porcentuales. Era claro que los electores
centristas habían ignorado las directrices de los partidos. Empero, este
constituyó un resultado magro para el
héroe de la Résistance. Aunque el
presidente garantizó un nuevo mandato presidencial, durante la campaña se
habían hecho evidentes los defectos de los que adolecía el viejo líder: su
soberbia frente a la oposición, su errática política exterior y su ausencia de
propuestas para enfrentar los problemas sociales del país. En contraste, tanto
Mitterrand como Lecanuet salieron muy fortalecidos de la contienda, al quedar
convertidos en dos figuras influyentes dentro de la política francesa, para
quienes podría haber nuevas oportunidades en el futuro. En más de un sentido,
la elección de 1965 marcó el inicio del declive del gaullismo.
Otra característica de los comicios de
este año fue la elevada personalización de la campaña electoral, fomentada en
buen grado por los medios masivos de comunicación. La importancia de los
partidos y los programas de gobierno quedaba relegada frente a las figuras
personales de los candidatos. Este fenómeno se ha confirma cada vez que lo
franceses acuden a las urnas para elegir a su presidente.
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