Los partidos políticos de todo el mundo entraron a partir de los años setenta y ochenta en una aguda crisis de legitimidad y representatividad que llevaría en la década de los noventa al desastre a varios sistemas partidistas. En ese momento se tenía la esperanza de que el surgimiento de nuevos partidos pretendidamente ajenos a los tradicionales grupos de poder y dueños de una fachada “ciudadana” fuera capaz de revigorizar los gobiernos de países que habían padecido de clases políticas excesivamente corruptas e ineficientes. En naciones como Italia, Japón, Venezuela, Perú, emergieron grupos encabezados por caudillos pretendidamente “civiles” que decían encabezar una revuelta de las “auténticos” ciudadanos en contra de los “perversos políticos de siempre”. Los resultados, a la vuelta de los años, fueron enormemente decepcionantes. Los caudillos “civiles” resultaron muchas veces peores que los políticos tradicionales y los países que se embarcaron en la aventura de tratar de reconstruir sus sistemas de partidos seducidos con el discurso de la antipolítica enarbolado por estos ciudadanos supuestamente “impolutos” cayeron en graves crisis de diversa índole, cuando no en las garras de regímenes abiertamente autoritarios.
"Que todo cambie para que todo permanezca igual"; la vieja fórmula gatopardiana volvió a su país de origen para presidir sobre el debate de reforma política que agitó con fuerza a Italia en los años noventa, y es que es el italiano uno de los casos más significativos del fracaso de la anti política militante. Tras varios años de haberse suscitado la histórica rebelión de un electorado harto de inestabilidad y corrupción, que llevó a la espectacular caída en desgracia de casi la totalidad de la clase política tradicional, los italianos no tardaron en ser testigos de cómo sus nuevos dirigentes eran incapaces de efectuar una reforma constitucional efectiva que hiciera justicia a sus anhelos de mayor estabilidad, honradez y eficacia en el gobierno; de ejercer la responsabilidad de la administración pública con honestidad y eficacia y de emprender las transformaciones profundas que urgían al anquilosado sistema productivo del país para que pudiera seguir siendo uno de los siete más importantes del mundo.
Aniquilados por la acción valiente y autónoma de los jueces que efectuaron
la operación “manos limpias” (mani pulite),
los viejos políticos de la tangentópolis
y los partidos de la partitocrazia
cedieron su lugar a nuevas formaciones y líderes que han demostrado una
pavorosa ineptitud para llevar adelante la perentoria transformación. Se trata,
como la definió Indro Montanelli, de una generación de “políticos pigmeos”, que
hacen aparecer a los turbios Andreotis, Craxis, La Malfas y Martellis del
pasado como estadistas añorables.
Desde luego, el tema de la reforma no era nuevo en Italia. La necesidad de
una transformación radical ha sido tema sempiterno de la política italiana
prácticamente desde la fundación de la República en 1946. Decenas de gobiernos
se habían creado y disuelto en Italia desde entonces la disolución de la
monarquía. Esta inestabilidad dio lugar a un incesante cuasi vació de poder y a
una serie de vicios como el centralismo excesivo, la burocratización exagerada,
la corrupción, el surgimiento de clientelismos y de padronazgos políticos, y la
extensión de la influencia de la mafia, que han atosigado a la vida política y
administrativa del país. Aunque si bien es cierto que estos problemas no
pudieron impedir el desarrollo económico de Italia, país considerado como una
de las siete naciones más industrializados del orbe durante hasta los años
ochenta pero que desde finalesw de siglo pasado ha iniciado un escandaloso
declive.
Buena parte de la culpa del rezago italiano fue cargado a la forma en que
Italia se gobernó por mucho tiempo. La República trabajó desde el principio
sobre la base de un sistema electoral de estricta representación proporcional.
Este método dio lugar a la proliferación de partidos políticos en el
Parlamento: más de una decena como promedio desde al final de la Segunda Guerra
Mundial. La intención de los autores de las leyes electorales de la República
era el dar preferencia bajo toda circunstancia a los partidos sobre los
candidatos individuales. De esta forma, las dirigencias partidistas decidían sobre
todo lo concerniente a la vida parlamentaria y gubernamental italiana,
ejerciendo el poder muchas veces sin considerar demasiado a los intereses de
los electores. Por otra parte, con el proporcionalismo puro se procuraba
fragmentar lo más posible la repartición del poder entre varias organizaciones,
con el propósito fundamental de impedir que tendencias o grupos totalitarios
fueran capaces, una vez más, de asumir el control político.
La partitocrazia, nombre con el
que se conoce en Italia al dominio de los partidos sobre el sistema político,
pronto daría muestras de sus innumerables defectos. Inestabilidad, clientelismo
y corrupción se hicieron presentes desde los primeros días de la República. Sin
embargo, los ciudadanos toleraron esta situación durante el período de la
Guerra Fría, cuando la alternativa entonces parecía ser el régimen comunista.
En efecto, a los pocos meses de fundada la República se rompió la coalición
entre democristianos, republicanos, liberales, socialistas y comunistas que se
había hecho cargo del país desde la caída del fascismo, dejando en su lugar una
difícil polarización que enfrentaba a los democristianos y sus aliados con el
que, a la sazón, era el Partido Comunista más poderoso de Europa occidental.
Se empezó a gestar un sistema político anquilosado que desentonaba
agudamente con el país moderno y boyante (aunque no exento de inequidades
regionales), que era Italia. La política presentaba un peligroso inmovilismo
que no respondía a los cambios socioeconómicos nacionales. El imperio del
clientelismo y la incapacidad de los partidos para reformar las estructuras
estatales fueron puntualmente descritas, sobre todo, por Giafranco Pasquino, el
destacado politólogo de la Universidad de Bolonia que se desempeñó como senador
de la República de 1983 a 1992. Pasquino afirma que el problema fundamental
italiano es la incapacidad del sistema político a adecuarse al cambio societal,
y enfatiza la responsabilidad que en esto tiene la hegemonía de los partidos,
los cuales están fracasando notoriamente en la tarea de representar eficazmente
las opiniones e intereses de los diferentes grupos sociales.
Ninguna de las iniciativas de los dirigentes políticos italianos de la
posguerra logró concretar la tan ansiada reforma. En los años sesentas, luego de
que la Guerra Fría declinara. Aldo Moro formó una coalición que dio lugar a la
presencia en el gobierno de los socialistas, por primera vez en diecisiete
años, iniciándose así una larga etapa de cooperación gubernamental entre el PDC
y el PSI. Pero casi nada cambio de fondo con los socialistas en el gobierno.
Más tarde, hacia mediados de la década de los setentas, vendrían los años del Compromesso Storico, que marcó el inicio
del viaje al centro del Partido Comunista. Sin embargo, pese a que se
despertaron grandes expectativas, las cosas permanecieron iguales. En 1979, con
el asesinato de Moro y la recesión económica en su cenit, se hacían cada vez
más evidentes las graves deficiencias del sistema político. Grandes
dificultades afrontaba el país (crisis económica, guerrilla urbana, corrupción,
centralismo, etc.) mientras el gobierno se encontraba atrofiado por culpa de
las burocracias partidistas.
La reforma política empezó a ser el tema dominante durante los años
ochenta, década en la que ascendió la estrella política de Bettino Craxi,
presidente del Partido Socialista. Craxi, quien estableció un récord de
perdurabilidad como primer ministro, se manifestó abiertamente por la elección
directa del presidente de la nación, con el propósito de que el jefe de Estado
dejara de ser la figura meramente ornamental que ha conocido hasta la fecha la
República, para pasar a ser un árbitro eficaz que sirviera como contrapeso
efectivo al Parlamento. Al mismo tiempo, las voces de quienes reclamaban
modificaciones sustantivas en los métodos electorales se multiplicaban, creando
un ambiente propicio para la celebración de transformaciones profundas en el
sistema político italiano.
Fue en esta etapa cuando se formó en el Parlamento la primera de las
“comisiones bicamerales”, que desde entonces se han dedicado a estudiar el tema
de la reforma institucional. En esta primera comisión (conocida por comisión
Bozzi), como en sus dos sucesoras, participaron legisladores parlamentarios de
ambas cámaras, miembros de todos los partidos con representación parlamentaria.
Tras un año de deliberaciones, la comisión Bozzi sacó como únicas conclusiones
trascendentes que Italia debía adoptar un sistema electoral mixto parecido al
que funciona en Alemania Federal para procurar poner fin al partidismo
exacerbado, y subrayaba la necesidad de fortalecer el papel del Poder Ejecutivo
incrementado la autoridad del primer ministro frente al Parlamento. Sin
embargo, a pesar de lo limitado de sus resultados, las reformas propuestas por
la comisión Bozzi ni siquiera fueron votadas por el pleno de la Cámara de
Diputados.
Pero la bomba estalló, y de la manera más inusitada, a mediados de 1991,
cuando el diputado democristiano Mario Segni, encabezando el Movimiento Popular
para la Reforma, logró obtener el apoyo suficiente para forzar al gobierno a
convocar a un referéndum para decidir sobre la cuestión de la reforma política.
Aunque formalmente en el plebiscito sólo se puso a consideración una
modificación mínima al sistema proporcional, la elevada participación electoral
(62%) fue una prueba clara de que los electores deseaban ver cambios. Al mismo
tiempo, surgieron nuevas formaciones políticas, la mayor parte de ellas de
carácter regionalista, que se reportaron listas para retar al establisment partidista tradicional. Los
focos rojos se encendieron cuando las denominadas “Ligas del Norte” obtuvieron
resultados favorables en los comicios municipales de 1990.
Las elecciones de 1992 marcaron el principio del fin para el viejo sistema
de partidos. Mientras las tres organizaciones que habían dominado el escenario
durante toda la posguerra - el Partido Demócrata Cristiano, el Partido de la
Izquierda Democrática (PID; ex PCI) y el Partido Socialista -, sufrieron
pérdidas históricas, las Legas
autonomistas del norte y las organizaciones antimafia del sur obtuvieron
importantes porcentajes a favor. El éxito de estos nuevos partidos fue
considerado como un masivo voto de protesta en contra del atrofiamiento del
sistema político.
El Parlamento electo en 1992 accedió a formar una nueva comisión bicameral
que, supuestamente esta sí, estaba destinada a sugerir un paquete de reformas
políticas de tal trascendencia, que se hablaba de la inminente fundación de la
II República Italiana. Empero, la resistencia del status quo pudo más La segunda bicameral fue también relativamente
limitada en sus conclusiones, a pesar que para entonces ya estaba en marcha la
operación mani pulite que barrería
con la vieja clase política. El principal resultado de esta comisión fue la
adopción de un sistema electoral donde tres cuartas partes de los miembros da
cada una de las dos cámaras legislativa son electos en distritos uninominales,
y el cuarto restante mediante una fórmula proporcional. La nueva legislación electoral pretendía poner fin a la hegemonía de los
partidos privilegiando la relación directa entre los candidatos y los electores
de cada distrito. Una vieja ilusión ésta, la de pretender que privilegiando la
representación en distritos uninominales y minimizando la proporcionalidad se
va a lograr una mejor representividad, una fórmula que quizá (y con dudas) sirva en el muy excepcional caso
norteamericano, pero que en ningún otro sistema ha comprobado ser plausible. Si
bien el excesivo proporcionalismo electoral fue uno de los puntales de la
partitocrazia italiana, también es
cierto que la introducción del uninominalismo de nada sirvió para menguar el
poder de las burocracias partidistas. Hay que tomar nota de estas experiencias.
Además, entre otras cosas, se aprobó retirar el subsidio oficial a los
partidos y desaparecer un par de pequeños ministerios. Fuera de estas
iniciativas, la bicameral poco aporto para enfrentar problemas tan acuciantes
como el centralismo, la burocratización, la mafia, y las desigualdades
regionales, además de que no llegó a ninguna conclusión sobre la necesidad de
fortalecer al Poder Ejecutivo frente al Parlamento.
Fue así que en medio de una crisis política sin precedentes y bajo las
nuevas reglas electorales se celebraron los comicios de 1994, los cuales
marcaron el fin definitivo al viejo sistema de partidos. A estas elecciones los
partidos y corrientes políticas que habían dominado el panorama del país desde
el fin de la guerra mundial (comunistas, socialistas, democristianos,
liberales, etc.) acudían profundamente desacreditadas. En contraste, Surgían pujantes los partidos regionalistas,
las organizaciones antimafia, y por sobre todas las cosas un singular y
poderoso movimiento capitaneado por el hombre más rico del país, Silvio
Berlusconi, magnate de los medios de comunicación y dueño del equipo de futbol
Milan AC (entre otras cosas), que a base de golpe de chequera, de explotar su presencia
mediática y de utilizar un facilón pero muy popular discurso anti político
fundó el partido Forza Italia. Tan apartado quería Berlusconi hacer ver a su
organización de la política tradicional que le puso el nombre de la porra con la que
los tifosi italianos apoyan a la scuadra azurra en los estadios de fútbol.
Cero ideología, programa o principios intangibles, sólo ciudadanos comunes y
corrientes, gente buena y desorientada perenne víctima de las maquinaciones que urdían los políticos, electores engañados
por una atroz y corrupta clase política. Y para comandarlos estaba el ciudadano
Berlusconi, un “honesto” y trabajador empresario que se sacrificaba haciendo
política para salvar a la patria. Forza Italia pretendía
hacer una reforma “de pies a cabeza” del sistema político y en economía ofrecía
dinamizar la atrofiada economía italiana con un plan de creatividad empresarial
que haría más chico y eficiente al Estado, privatizaría empresas y achicaría a
la obesa burocracia.
Por su parte, la izquierda se vio obligada a reconvertirse. El Partido
Comunista se “socialdemocratizó” y pasó a llamarse Partido Democrático de la
Izquierda (PDS). Aliado a grupos y partidos afines, el PDS también trató de
subirse al carro de la modernización económica y se comprometió a por erigir un “Estado que administrara menos
y gobernara más”, pero la incitativa la tuvieron en todo momento Berlusconi y
sus aliados: el ex fascista del Frente Nacional (ahora disfrazados bajo su
nueva denominación de la “Alianza Nacional”), de Giafranco Fini y la Liga
Norte, del estridente Umberto Bossi. La derecha integro la coalición llamada El
Polo de la Libertad, que salió triunfadora en los comicios, dejando al PDS en
la oposición mientras que la Democracia Cristiana sucumbió para dar lugar a
formaciones centro derechistas pequeñas y el Partido Socialista desapareció
definitivamente de escena. Silvio Berlusconi fue nombrado primer ministro el 10
de mayo de 1994.
Los retos para el nuevo gobierno eran el de revivir a la economía y establecer una reforma de gobierno. Además, se debía terminar con la burocracia y privatizar las firmas estatales.
Al subir a la cabeza del gobierno italiano una nueva clase política, sin
nexos con los viejos partidos, los ciudadanos esperaban que la administración
de Berlusconi trabajara realmente comprometida con el cambio. Pero el desencanto
llegó muy, muy rápido. El gobierno de Berlusconi al poco tiempo cayó víctima
también de la corrupción. El 5 de diciembre de 1994 investigaciones de la
policía helvética provocaron una
“estallido” en las instalaciones del grupo Fininvest, propiedad de Silvio Berlusconi,
y en la sede del Banco Arner, también del magnate italiano. Los jueces
descubrieron que diversos funcionarios del sector público italiano habían
depositado dinero en el Banco Arner, y revelaron también que las sociedades
italianas y malteses que escondían fondos negros eran reconocidos directamente
por dicho banco. Asimismo, los magistrados deseaban obtener información secreta
sobre las finanzas oscuras del grupo que encabezaba Silvio Berlusconi.
Debido a la presión ejercida por la oposición y por los escándalos de corrupción, Silvio Berlusconi se vio obligado a renunciar al cargo de primer ministro en diciembre de 1994.
Con la centro izquierda en el poder renacieron, una vez más, los anhelos
transformadores. En enero de 1997 empezó a trabajar una nueva comisión
bicameral, la tercera, con la vieja misión de cambiar la Constitución e
inaugurar, por fin, a la añorada II República. Muchas fueron las propuestas y
las ideas que se consideraron en la bicameral, tales como implantar un régimen
semipresidencial al estilo francés, adoptar un mecanismo electoral uninominal a
dos vueltas que diera lugar a mayorías estables, instaurar un sistema federal
parecido al alemán que desterrara al inoperante centralismo tradicional,
fortalecer al Senado para convertirlo en una cámara efectiva de representación
regional, reducir drásticamente el número de legisladores, instituir la
elección directa del primer ministro para otorgarle a éste independencia frente
a los vaivenes parlamentarios, y reformar al Poder Judicial.
Pero, a fin de cuenta el resultado fue otra desilusión. Las tímidas conclusiones
de la Comisión demuestran la preocupante falta de imaginación y el miedo casi
epidérmico al cambio que padecen los políticos italianos. Fue otra oportunidad
perdida que condenó a Italia a más años de
inestabilidad, corrupción e ineptitud gubernamental.
El fiasco en el que acabó la transformación gatopardiana del sistema
político italiano hizo evidente la
diminuta dimensión de la nueva clase política italiana, integrada por magnates
egocéntricos, neofascistas renovados, independentistas mesiánicos y mediocres
ex comunistas reconvertidos en socialdemócratas. No hace mucho, mediante una
genial alegoría, Michelangelo Bovero imaginó el más execrable régimen posible,
la Kakistocracia, resultado de la nefasta combinación de las peores formas de
gobierno: tiranía, oligarquía y oclocracia, en una crítica apenas velada contra
tres de los principales dirigentes de la Italia actual: Fini, Berluscuni y
Bossi . No se equivocó Bovero. La mayor parte de los dirigentes políticos
italianos surgidos de la revuelta anti política de los noventas son pedestres,
corruptos, ineficientes y demagogos. Y el peor, desde luego, ha sido Silvio
Berlusconi
Grotesco fue el final del último gobierno del Cavalier en 2011, en medio
de sórdidos escándalos sexuales y con Italia literalmente al borde de la bancarrota.
En un hecho sin casi sin precedentes los dirigentes de Francia y Alemania, Merkel
y Sarkozy, demandaron la dimisión del italiano (su par como jefe de gobierno)
como condición sine qua non de
cualquier posibilidad de rehabilitación italiana.
Fue il Policcinela di Milano el
jefe de Gobierno italiano que más tiempo duró en la responsabilidad y los
resultados que arrojó son más que magros. Lo de Berlusconi solo fue show todo
el tiempo. Mucho se dice que los italianos estuvieron fascinado con el
espectáculo berlusconiano, que el Cavalier es el italiano “quintaesencial”, de
que se veían en él como todo lo que quisieran ser en esta vida: ricos, guapos,
poderosos y “listillos”. Con una vulgaridad y un mal gusto excepcionales, pero
exitoso en la vida. Pero más allá de consideraciones psicológicas y hasta
poéticas, lo que sucedió en Italia conlleva varias lecciones: no basta con la
disolución de una vieja clase política corrompida e ineficaz para garantizar el
éxito de un régimen democrático, si quienes la relevan en el poder son aún más
corruptos e ineficaces; es falsa la simple dicotomía de “políticos siempre
malos, ciudadanos siempre buenos”; y la corrupción e ineficacia son mucho
peores si encima sumamos demagogia, populismo y mesianismo.
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