“El 28 de marzo de 1979, el
Parlamento aprobó una moción de censura que puso fin al gobierno laborista de
James Callaghan. Terminó, así, el que probablemente haya sido el último
gobierno laborista en nuestra historia”. Esto escribió Margaret Thatcher en una
de las primeras páginas de su libro The
Downing Street Years, obra apasionante que, a manera de memorias de
gobierno, la Dama de Hierro publicó, no sin cierto escándalo, años después de
su dimisión. Dieciocho años más tarde, los laboristas, bajo la dirección de un
nuevo líder, decidido y carismático, parecían desmentir categóricamente a
Thatcher con una aplastante victoria electoral sobre los conservadores. Escribo
“parecían”, porque son tantas la diferencias entre el New Labor de Blair y el laborismo tradicional que en al menos en una
cosa no se equivocó Thatcher: el obsoleto laborismo que olía a socialismo
estatizante jamás volverá a gobernar al Reino Unido, y, seguramente, a ninguna
nación de Europa occidental. Entre la looney
left de Foot y Benn, y el renovado laborismo del exquisito Blair
sencillamente mediaba un abismo.
Sin embargo, lo que parecía inasequible a mediados de los noventa fue
posible en las elecciones de 1997, uno de los casos más conspicuos de un
partido que parecía condenado a morir de inanición para ser salvado por una
nueva generación de jóvenes dinámicos, imaginativos y plenamente compenetrados
con el espíritu de los tiempos que les toco vivir. El laborismo británico
volvió al poder gracias a que al frente del partido estaba uno de los políticos
más talentosos e interesantes del fin de siglo XX: Tony Blair. El triunfo
laborista se concretó con una auténtica paliza y dio lugar a un largo
predominio en el gobierno del otrora desahuciado laborismo que se prolongó
hasta 2010.
Es cierto que para 1997 tanto tiempo en el poder había desgastado a los tories, cuyos problemas al frente del
gobierno eran innumerables. El viejo Partido Conservador estaba
irremediablemente dividido sobre el tema europeo; la falta de carisma y la
incapacidad de tomar decisiones trascendentales del a la sazón primer ministro
John Major (que dio lugar a una genuina crisis de liderazgo nacional); reveses
como el de las famosas “vacas locas”, el sensible aumento de la violencia
social, el elevado índice de desempleo, a degradación del nivel de vida en las
grandes ciudades y las consecuencias aun presentes de la crisis monetaria de
1992 que obligó a la libra a retirarse del entonces sistema monetario europeo
(aun no existía el euro).
Es importante subrayar que así como los laboristas lograron renovarse a
fondo en un período sorprendentemente corto de tiempo, los conservadores
empezaban a mostrar signos de clara obsolescencia y de divisiones internas.
Major se había convertido en rehén de los duros de su partido. Ello le impidió
al Partido Conservador ofrecer al electorado ideas más claras e innovadoras,
por lo que fueron los laboristas quienes ganaron el debate político. Un
gobernante equívoco e indeciso siempre es un problema, pero cuando un país
atraviesa por períodos de intensas transformaciones o se ve obligado a
enfrentar situaciones de emergencia, tener a un líder débil e indeciso puede
convertirse en tragedia. Pero, finalmente, el milagro sucedió, y apareció el
salvador. En la primavera de 1994 falleció, súbitamente, John Smith, quien se
había hecho cargo de la dirección del laborismo desde que Kinnock dimitió tras
su derrota de 1992. Desde el principio, Smith se presentó como un líder
reformador comprometido con la línea modernizadora que había intentado imponer
su antecesor. De hecho, la principal aportación de Smith fue limitar
sensiblemente, durante la Conferencia Anual del Partido Laborista de 1993, la
influencia que tenían los sindicatos en la postulación de candidatos laboristas
a puestos de elección popular. No obstante, el nuevo líder laborista era poco
carismático, y se le identificaba aún demasiado con el laborismo tradicional.
Es cierto que, en el momento de su muerte, el laborismo tenía una considerable
ventaja sobre los conservadores en las encuestas como resultado de las secuelas
del “miércoles negro” (18 de septiembre de 1992, día en que debió retirarse la
libra del Sistema Monetario Europeo) y como reflejo de las cada vez más graves
divisiones entre los conservadores sobre el tema de la integración europea. Sin
embargo, parece poco probable que Smith hubiese logrado un triunfo claro, al
ser una personalidad difícil de vender electoralmente.
En un principio, para sustituir a Smith se consideraba como favoritos a
figuras de mayor experiencia dentro del Partido Laborista, como lo eran Gordon
Brown y Robin Cook, Chancellor of the
Exchequer y ministro del Exterior en la sobra, respectivamente. Sin
embargo, por lo que alguien ha llamado “una intuición histórica”, salió electo
el joven y relativamente inexperto Tony Blair, ministro del “Home Office” en la sombra. Carismático,
de radiante y fácil sonrisa y rostro juvenil, Blair era justamente lo que el
laborismo estaba buscando. Un burgués “oxfordiano” con una esposa inteligente y
bonita, devoto cristiano y sin antecedentes políticos que lo vincularan con el
laborismo dinosaúrico de los sindicatos y las nacionalizaciones. Sí,
definitivamente la versión británica de aquel alegre ex gobernador de Arkansas,
sin escándalos, pero con la misma afición por el pragmatismo y a la retórica
fácil, y, sobre todo, con la misma determinación de llevar a su partido lo más
posible al centro ideológico del escenario político.
Durante los años que siguieron al encumbramiento de Blair se confirmó
que los laboristas habían acertado en su elección. Se trataba de un líder
enérgico y decidido que sabía lo que quería y como conseguirlo. Llegó el cenit
de su gestión durante la Conferencia Anual del Partido Laborista de 1994,
cuando consiguió eliminar la famosa Cláusula Cuarta de la declaración de
principios laborista, la cual consagraba la propiedad común de los medios de
producción. Muchos analistas afirman que la elección de 1997 fue ganada por el
laborismo justo cuando desapareció la Cláusula Cuarta, último resquicio
simbólico de socialismo que quedaba en el Partido Laborista. Es decir, el
laborismo dejó de ser laborista durante la Conferencia de 1994, y se convirtió,
en ese momento, en una opción viable de poder.
¿Significaba Blair el fin del laborismo? Evidentemente, quienes lo
saludaron como el heraldo de la nueva izquierda decían que no. Pero nada
verdaderamente sustancial había ni en el ideario del “nuevo laborismo”, ni en
la plataforma electoral del partido que corroborara la aparición de un
pensamiento original y propositivo que relevara al estatismo burocratizante de
la vieja izquierda. En el pensamiento de Blair consistía mayormente de retórica
y ambigüedades, e incluso su “gran carta”, la reforma constitucional, poco debe
a la tradición socialista. Descentralización, reforma electoral, europeísmo y
democratización de la cámara alta eran en 1997 propuestas desde hace mucho
tiempo defendidas por los liberal demócratas, la tercera fuerza centrista del
Reino Unido.
Evidentemente, Blair procuró sustituir con “algo” al pensamiento
estatizante de la vieja izquierda, pero la realidad es que no lo logró. En sus
discursos y artículos abundaban las denuncias en contra de los “excesos del
mercado” y del capitalisme sauvage,
pero nunca se rebasaba a la retórica. Y así sucedió durante todo el tiempo que
gobernó al Reino Unido. La propuesta más “atrevida” consisteía en un
“comunitarismo” donde todos velaríamos los unos por los otros. “La clave sea
reconocer que uno tiene deberes más allá de con uno mismo. Se tienen
responsabilidades que involucran a toda la sociedad, desde la responsabilidad
de pagar impuestos y a la responsabilidad de los padres con sus hijos tras el
divorcio, a la responsabilidad de respetar las vidas y derechos de los vecinos”
¿George Bush? ¿Bill Clinton? ¿Collin Powell?, no Tony Blair en la catedral de
Southwark en enero de 1996.
Suena muy bien, el problema es que ni imponer límites sociales y
humanistas a los excesos del mercado, ni el“comunitarismo”, ni ninguna de las
ideas que supuestamente sustentan el pensamiento de la “nueva izquierda” son
verdaderamente novedosas. La democracia cristiana ha defendido la idea de una
“economía social de mercado” en países como Italia, Holanda y Alemania desde,
por lo menos, finales de los años cuarenta. Baste revisar, por ejemplo, la obra
de gobierno de la CDU en Alemania para comprobarlo. Incluso en la propia Gran
Bretaña los conservadores pre thatcherianos mucho hicieron para ampliar y
consolidar las instituciones del Estado bienestar, y lo mismo hicieron los
gobiernos de Moro y Andreotti en Italia, y los democristianos suizos y
austríacos. Recuérdese, también, el impulso reformador que conocieron los
primeros años de la presidencia de Giscrad d’Estaing.
Por otra parte, el comunitarismo, bautizado como tal, era una propuesta
de académicos norteamericanos, como Michael Waltzer, Michael Sandel y Charles
Taylor, englobados en la revista The
Responsive Community, en la que se oponen por igual al socialismo que al
“individualismo” excesivo y apelan a los sentimientos de solidaridad colectiva
que debe haber en toda comunidad. Es obvia la deuda que los “comunitarios”
tienen con el pensamiento social cristiano.
Ahora bien, vale decir que Blair siempre fue muy poco específico al
tratar de explicar a que se refiere con su “comunitarismo”, y de hecho la
retórica sobre el tema quedó muy pronto desterrada del discurso de campaña,
para evitar comprometerse demasiado. Blair sólo ha aventurado un par de
generalidades al definir al comunitarismo. “Arranco de la simple creencia de
que las personas no son únicamente agentes económicos compitiendo entre sí en
el mercado de la vida, sino que son parte de una comunidad. Todos somos seres
humanos criados en familias y comunidades, y somos humanos sólo por que
desarrollamos la capacidad moral de responsabilizarnos de nosotros mismos y de
nuestros semejantes”. ¿Eran estos los conceptos la clave de la nueva izquierda?
Aquí vale la pena recordar las palabras que Giscard d’Estaing dirigió a
Francois Mitterrand durante un debate televisado durante la campaña
presidencial de 1974: “ustedes los socialistas no tienen el monopolio del buen
corazón”, afirmo el dirigente de la derecha liberal francesa al, ahora, santón
de la izquierda, tras describir sus ambiciosos planes de reforma social.
Lo único cierto es que Blair, durante el largo período que fue primer
ministro (se reeligió dos veces), mantuvo las reformas al Estado bienestar de
su antecesora para que pudiese el Reino Unido mantenerse a su país “a tono” con
el desarrollo del resto de Europa y de sus competidores norteamericanos y
asiáticos. Y de la política Exterior, ni hablemos ¿Quién podía prever en 1997
que el candidato del Nuevo Laborismo iba a ser el más fiel aliado de la
vesánica invasión a Irak por parte de Bush Jr. y su gobierno neocon?
Blair es un político de retórica profusa, pero de escasas ideas
verdaderamente originales. La ambigüedad es su signo. Como Clinton, es experto
en decir a la gente justo lo que quiere oír, sin preocuparse en reanimar el
discurso de la izquierda, e incluso aunque de un auditorio a otro llegue al
extremo de sostener posturas absolutamente contrarias. Se trata de un seductor,
de un magnífico histrión, cuya labor fundamental será gobernar con políticas de
derecha haciéndonos creer que lo hace en aras de la izquierda del siglo XXI. Su
meta consiste en obtener el poder y mantenerse en el mayor tiempo posible. En
resumen, nada nuevo bajo el sol. Hoy queda claro que Blair no inventó nada y
menos resucitó al pensamiento de izquierda.
Gracias a la inmensa e inusitada mayoría parlamentaria que consiguió en
las urnas, en 1997 Blair tuvo la oportunidad histórica de terminar de reformar
al Reino Unido. Lo logro en parte con la reforma que devolvió autonomía a
Gales, Escocia y las grandes ciudades y con el acuerdo de paz para el Ulster,
pero no pudo ni quiso adecuar a los nuevos tiempos las obsoletas instituciones
políticas británicas.
En efecto, el sistema constitucional consuetudinario británico, que ha
estado vigente durante siglos, era (y sigue siendo) objeto de interrogantes y
críticas. Frente al caudal de transformaciones que el mundo experimentaba a
punto de iniciar el siglo XXI, el Reino Unido retomaba el debate sobre la
conveniencia de efectuar profundas reformas a su sistema de gobierno, e incluso
se especulaba sobre la posibilidad de adoptar una Constitución escrita con el
propósito de modernizar algunas instituciones clave que han demostrado
ineficiencias o anacronismos. Durante la campaña electoral de 1997 fue en este
rubro donde los laboristas, más proclives a la modernización institucional,
derrotaron claramente a los conservadores en el debate. Es importante tomar
nota de como un partido logró encontrar un nicho donde sus posturas eran
claramente incontestables por su partido adversario por estar este claramente
comprometido con un entramado institucional obviamente obsoleto.
Prácticamente todas las principales ramas de la estructura gubernamental
británica fueron puestas en tela de juicio. Uno de los aspectos más
cuestionados por los laboristas (y que poco hicieron para corregir ya estando
en el poder) era que el primer ministro posee de un poder excesivo. Inicialmente
concebido para ser un primus inter pares
en el gabinete real, el primer ministro a cobrado una importancia capital en el
transcurso del tiempo. Inclusive, por las características del sistema político,
llega a tener más poder efectivo del que disfrutan muchos jefes de Estado en
regímenes presidenciales democráticos. Las elecciones generales británicas
giran en torno a quien será el próximo jefe de gobierno, líder político
indiscutible del país mientras dure su mandato. El premier puede disolver a la Cámara
de los Comunes en el momento en que le plazca, adelantando las elecciones
generales para que éstas se celebren en la ocasión más propicia para su
partido, lo que representa una ventaja injusta. Asimismo, ninguno de los
restantes ministros del gabinete tiene la más remota posibilidad de rivalizar
con el primer ministro, gracias, sobre todo, a la ausencia de coaliciones
multipartidistas en el gobierno.
El parlamento necesita reestructurarse y redefinir sus funciones; la
Cámara de los Comunes ha cumplido insuficientemente su papel como crítico y
supervisor del gobierno; la Cámara de los Lores, auténtica reminiscencia de la
Edad Media, debe democratizarse o desaparecer. Teóricamente, el poder del
parlamento es ilimitado: según la tradición, puede hacer o deshacer las leyes
de la nación. En la práctica. El gobierno presenta en promedio más del 80% de
las iniciativas. La mayor parte de ellas son aprobadas, gracias a la disciplina
en el voto que los partidos británicos imponen a sus parlamentarios, rara vez quebrantada.
El primer ministro y su gabinete deben a esta disciplina espartana el enorme
poder que ejerce el gobierno, capaz de actuar prácticamente a su antojo en
virtud a la mayoría parlamentaria absoluta del partido en el poder. Este
aspecto es aleccionador para México. El Reino Unido es una nación con
reelección legislativa y sin proporcionalismo puro y, sin embargo, ello no ha
contribuido a una "profesionalización" de la inmensa mayoría de los
legisladores, ni a una mayor independencia de éstos frente al gobierno o los
partidos que los postulan. ¡Y en México algunos charlatanes nos presentan la
reelección de legisladores y la desaparición del proporcionalismo como
auténticas panaceas!
Una reforma electoral se antojaba inaplazable, para modificar al rígido
e injusto sistema de mayoría distrital relativa que anula a importantes
partidos políticos dueños de una presencia significativa en el electorado, pero
con derecho a sólo un puñado de escaños en el Parlamento. El sistema de
pluralidad de votos en circunscripciones uninominales, que define la forma de
elección en el Reino Unido, fue instituido por la Reform Actde 1885. Desde entonces no han cesado las presiones en
favor de adoptar métodos proporcionales, sobre todo cuando han aparecido
opciones ajenas a la lógica bipartidista, cómo fue el caso del surgimiento del
Partido Laborista a principios de siglo, y como sucede actualmente en función
al fortalecimiento de varios partidos regionales y a la constitución del
Partido Liberal Democrático. Empero, ninguna iniciativa para reformar al
sistema electoral vigente había prosperado hasta 1997. El año 2011 fracasó una
iniciativa para reformar al sistema electoral, en buena medida a causa de la
impopularidad que afecta al Partido Liberal, pero en 1997 la idea era mucho más
popular.
Los laboristas también abogaban en su plataforma de 1997 en favor de
instaurar la práctica del referéndum, sobre todo a raíz de las agrias polémicas
que habían surgido en el Reino Unido tras la firma del Tratado de Maastricht.
Sólo en una oportunidad durante la posguerra se había verificó en el Reino
Unido la realización de un referéndum nacional. El 5 de junio de 1975 el
electorado aprobó el ingreso del país a la Comunidad Económica Europea. No hubo
otro referéndum en todo el Reino sino hasta 2011, sobre la fracasada propuesta
de reforma electoral que comentamos líneas arriba.
Las demandas por conseguir mayor autonomía crecían en Escocia y se hacen
presentes en Gales, además de que muchos abogaban por descentralizar la
administración de las regiones de Inglaterra y en las grandes ciudades. El
problema de la regionalización crecía en importancia tanto en el Reino Unido
como en otras naciones industrializadas, e incluso en países en vías de
desarrollo, lo que nos habla de la creciente obsolescencia del modelo de Estado
centralizado. Fue justo en este renglón donde los posteriores gobiernos de Tony
Blair lograron resultados más concretos con la creación de gobiernos locales
para Escocia y Gales y en el rescate de mayor autogobierno para las grandes zonas
metroólitanas.
El sistema de partidos del Reino Unido también estaba en el banquillo de
los acusados. El excesivo centralismo y la verticalidad del proceso de toma de
decisiones desvirtúa la función de los partidos como interlocutores de la
sociedad y coadyuva al atrofiamiento de la labor parlamentaria. Una eventual
reforma política, que incluso diera lugar a la redacción de una ley de partidos
políticos, no sólo beneficiaría a las organizaciones nuevas o más pequeñas,
sino que contribuiría a la modernización de los partidos conservador y
laborista, democratizándolos y evitando su anquilosamiento.
Hasta la viabilidad de la corona estaba en duda. Los innumerables
escándalos que se habían suscitado en los noventa (y siguen) alrededor de la
familia real dio lugar a la aparición de una corriente republicana que demanda,
hasta la fecha, la instauración de una república. Hoy es sumamente
significativo el sector de la opinión pública británica califica como “inútil” a
la corona, a pesar de ser ésta una institución milenaria.
En todos estos temas los laboristas se mostraron más imaginativos e
innovadores que sus adversarios tories en la campaña de 1997. Tras trece años
de gobiernos laboritas, la verdad es que los resultados al respecto quedaron
francamente cortos, pero eso ya es otra historia. Lo cierto es que el 2 de mayo
de 1997, a las puertas de la residencia ubicada en el número 10 de Downing
Street, el nuevo primer ministro británico, Tony Blair, se comprometía ante la
nación tras haber arrasado en las urnas : “hemos sido electos como nuevos
laboristas, y gobernaremos como nuevos laboristas”. Pero la victoria de Blair,
que no del viejo laborismo, lejos de ser un retorno al pasado, fue una
confirmación: la época del Estado obeso e ineficiente, de los dogmas
ideológicos y del burocratismo había terminado. El legado de Lady Thatcher
parece estar a salvo.
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