lunes, 19 de marzo de 2012

Tony Blair o como reinventar a un partido moribundo


“El 28 de marzo de 1979, el Parlamento aprobó una moción de censura que puso fin al gobierno laborista de James Callaghan. Terminó, así, el que probablemente haya sido el último gobierno laborista en nuestra historia”. Esto escribió Margaret Thatcher en una de las primeras páginas de su libro The Downing Street Years, obra apasionante que, a manera de memorias de gobierno, la Dama de Hierro publicó, no sin cierto escándalo, años después de su dimisión. Dieciocho años más tarde, los laboristas, bajo la dirección de un nuevo líder, decidido y carismático, parecían desmentir categóricamente a Thatcher con una aplastante victoria electoral sobre los conservadores. Escribo “parecían”, porque son tantas la diferencias entre el New Labor de Blair y el laborismo tradicional que en al menos en una cosa no se equivocó Thatcher: el obsoleto laborismo que olía a socialismo estatizante jamás volverá a gobernar al Reino Unido, y, seguramente, a ninguna nación de Europa occidental. Entre la looney left de Foot y Benn, y el renovado laborismo del exquisito Blair sencillamente mediaba un abismo.

 En efecto, hacia los comicios generales de 1997 habían transcurrido casi dieciocho años desde que el Partido Laborista de la Gran Bretaña se vio obligado a abandonar el poder. Tras la victoria, hasta cierto punto inesperada, de Major en 1992, parecía que la profecía thatcheriana se haría realidad irremediablemente. Ese año, tras su cuarta derrota en forma consecutiva, los laboristas temían seriamente sobre el futuro de su partido. ¿Alguien sería capaz de renovar lo suficientemente a fondo la imagen del laborismo como para hacerlo otra vez aceptable como opción de gobierno? A pesar de los nobles esfuerzos de Kinnock, la respuesta parecía, entonces, ser no. No faltaron en aquel entonces analistas que comparaban al sistema de partidos británico con el japonés, donde la mayor parte de la posguerra una sola organización política, el Partido Liberal Democrático, había dominado en solitario al gobierno durante décadas de manera casi ininterrumpida, y la revista The Economist pedía una “restauración de los whigs” mediante la fusión entre social liberales y laboristas para evitar que el predominio tory se volviera sempiterno.


Al elegir a Thatcher en 1979, una mujer que no tardaría en ser conocida en todo el mundo, y con todo derecho, como “la Dama de Hierro”, los electores británicos castigaron a un partido que, a finales de los setenta, parecía francamente obsoleto ante las nuevas necesidades del país. Ya no eran populares el estatismo, los sindicatos, el burocratismo y las nacionalizaciones. Se imponían nuevos criterios que le otorgaran a la quebrada economía del Reino Unido la posibilidad de resurgir y de ser más competitiva y eficiente. El laborismo fue vapuleado por Thatcher en las elecciones de 1983 y 1987, y en 1992 volvieron a salir derrotados, ahora frente al gris, pero simpático, John Major.



Sin embargo, lo que parecía inasequible a mediados de los noventa fue posible en las elecciones de 1997, uno de los casos más conspicuos de un partido que parecía condenado a morir de inanición para ser salvado por una nueva generación de jóvenes dinámicos, imaginativos y plenamente compenetrados con el espíritu de los tiempos que les toco vivir. El laborismo británico volvió al poder gracias a que al frente del partido estaba uno de los políticos más talentosos e interesantes del fin de siglo XX: Tony Blair. El triunfo laborista se concretó con una auténtica paliza y dio lugar a un largo predominio en el gobierno del otrora desahuciado laborismo que se prolongó hasta 2010.

Es cierto que para 1997 tanto tiempo en el poder había desgastado a los tories, cuyos problemas al frente del gobierno eran innumerables. El viejo Partido Conservador estaba irremediablemente dividido sobre el tema europeo; la falta de carisma y la incapacidad de tomar decisiones trascendentales del a la sazón primer ministro John Major (que dio lugar a una genuina crisis de liderazgo nacional); reveses como el de las famosas “vacas locas”, el sensible aumento de la violencia social, el elevado índice de desempleo, a degradación del nivel de vida en las grandes ciudades y las consecuencias aun presentes de la crisis monetaria de 1992 que obligó a la libra a retirarse del entonces sistema monetario europeo (aun no existía el euro).

Es importante subrayar que así como los laboristas lograron renovarse a fondo en un período sorprendentemente corto de tiempo, los conservadores empezaban a mostrar signos de clara obsolescencia y de divisiones internas. Major se había convertido en rehén de los duros de su partido. Ello le impidió al Partido Conservador ofrecer al electorado ideas más claras e innovadoras, por lo que fueron los laboristas quienes ganaron el debate político. Un gobernante equívoco e indeciso siempre es un problema, pero cuando un país atraviesa por períodos de intensas transformaciones o se ve obligado a enfrentar situaciones de emergencia, tener a un líder débil e indeciso puede convertirse en tragedia. Pero, finalmente, el milagro sucedió, y apareció el salvador. En la primavera de 1994 falleció, súbitamente, John Smith, quien se había hecho cargo de la dirección del laborismo desde que Kinnock dimitió tras su derrota de 1992. Desde el principio, Smith se presentó como un líder reformador comprometido con la línea modernizadora que había intentado imponer su antecesor. De hecho, la principal aportación de Smith fue limitar sensiblemente, durante la Conferencia Anual del Partido Laborista de 1993, la influencia que tenían los sindicatos en la postulación de candidatos laboristas a puestos de elección popular. No obstante, el nuevo líder laborista era poco carismático, y se le identificaba aún demasiado con el laborismo tradicional. Es cierto que, en el momento de su muerte, el laborismo tenía una considerable ventaja sobre los conservadores en las encuestas como resultado de las secuelas del “miércoles negro” (18 de septiembre de 1992, día en que debió retirarse la libra del Sistema Monetario Europeo) y como reflejo de las cada vez más graves divisiones entre los conservadores sobre el tema de la integración europea. Sin embargo, parece poco probable que Smith hubiese logrado un triunfo claro, al ser una personalidad difícil de vender electoralmente.

En un principio, para sustituir a Smith se consideraba como favoritos a figuras de mayor experiencia dentro del Partido Laborista, como lo eran Gordon Brown y Robin Cook, Chancellor of the Exchequer y ministro del Exterior en la sobra, respectivamente. Sin embargo, por lo que alguien ha llamado “una intuición histórica”, salió electo el joven y relativamente inexperto Tony Blair, ministro del “Home Office” en la sombra. Carismático, de radiante y fácil sonrisa y rostro juvenil, Blair era justamente lo que el laborismo estaba buscando. Un burgués “oxfordiano” con una esposa inteligente y bonita, devoto cristiano y sin antecedentes políticos que lo vincularan con el laborismo dinosaúrico de los sindicatos y las nacionalizaciones. Sí, definitivamente la versión británica de aquel alegre ex gobernador de Arkansas, sin escándalos, pero con la misma afición por el pragmatismo y a la retórica fácil, y, sobre todo, con la misma determinación de llevar a su partido lo más posible al centro ideológico del escenario político.

Durante los años que siguieron al encumbramiento de Blair se confirmó que los laboristas habían acertado en su elección. Se trataba de un líder enérgico y decidido que sabía lo que quería y como conseguirlo. Llegó el cenit de su gestión durante la Conferencia Anual del Partido Laborista de 1994, cuando consiguió eliminar la famosa Cláusula Cuarta de la declaración de principios laborista, la cual consagraba la propiedad común de los medios de producción. Muchos analistas afirman que la elección de 1997 fue ganada por el laborismo justo cuando desapareció la Cláusula Cuarta, último resquicio simbólico de socialismo que quedaba en el Partido Laborista. Es decir, el laborismo dejó de ser laborista durante la Conferencia de 1994, y se convirtió, en ese momento, en una opción viable de poder.

¿Significaba Blair el fin del laborismo? Evidentemente, quienes lo saludaron como el heraldo de la nueva izquierda decían que no. Pero nada verdaderamente sustancial había ni en el ideario del “nuevo laborismo”, ni en la plataforma electoral del partido que corroborara la aparición de un pensamiento original y propositivo que relevara al estatismo burocratizante de la vieja izquierda. En el pensamiento de Blair consistía mayormente de retórica y ambigüedades, e incluso su “gran carta”, la reforma constitucional, poco debe a la tradición socialista. Descentralización, reforma electoral, europeísmo y democratización de la cámara alta eran en 1997 propuestas desde hace mucho tiempo defendidas por los liberal demócratas, la tercera fuerza centrista del Reino Unido.

Pero lo cierto es que Blair logró que un partido genuinamente socialista de con origen sindical, adscrito al estatismo, las nacionalizaciones, los impuestos elevados y los presupuestos exorbitantes (es decir, a todo lo que verdaderamente ha distinguido desde siempre a la izquierda) fuera en 1997 y más allá una opción responsable en lo fiscal, comprometida con los presupuestos bajos, aficionada a la estabilidad monetaria y lista para seguir la ruta marcada por la Unión Europea.

Evidentemente, Blair procuró sustituir con “algo” al pensamiento estatizante de la vieja izquierda, pero la realidad es que no lo logró. En sus discursos y artículos abundaban las denuncias en contra de los “excesos del mercado” y del capitalisme sauvage, pero nunca se rebasaba a la retórica. Y así sucedió durante todo el tiempo que gobernó al Reino Unido. La propuesta más “atrevida” consisteía en un “comunitarismo” donde todos velaríamos los unos por los otros. “La clave sea reconocer que uno tiene deberes más allá de con uno mismo. Se tienen responsabilidades que involucran a toda la sociedad, desde la responsabilidad de pagar impuestos y a la responsabilidad de los padres con sus hijos tras el divorcio, a la responsabilidad de respetar las vidas y derechos de los vecinos” ¿George Bush? ¿Bill Clinton? ¿Collin Powell?, no Tony Blair en la catedral de Southwark en enero de 1996.

Suena muy bien, el problema es que ni imponer límites sociales y humanistas a los excesos del mercado, ni el“comunitarismo”, ni ninguna de las ideas que supuestamente sustentan el pensamiento de la “nueva izquierda” son verdaderamente novedosas. La democracia cristiana ha defendido la idea de una “economía social de mercado” en países como Italia, Holanda y Alemania desde, por lo menos, finales de los años cuarenta. Baste revisar, por ejemplo, la obra de gobierno de la CDU en Alemania para comprobarlo. Incluso en la propia Gran Bretaña los conservadores pre thatcherianos mucho hicieron para ampliar y consolidar las instituciones del Estado bienestar, y lo mismo hicieron los gobiernos de Moro y Andreotti en Italia, y los democristianos suizos y austríacos. Recuérdese, también, el impulso reformador que conocieron los primeros años de la presidencia de Giscrad d’Estaing.

Por otra parte, el comunitarismo, bautizado como tal, era una propuesta de académicos norteamericanos, como Michael Waltzer, Michael Sandel y Charles Taylor, englobados en la revista The Responsive Community, en la que se oponen por igual al socialismo que al “individualismo” excesivo y apelan a los sentimientos de solidaridad colectiva que debe haber en toda comunidad. Es obvia la deuda que los “comunitarios” tienen con el pensamiento social cristiano.

Ahora bien, vale decir que Blair siempre fue muy poco específico al tratar de explicar a que se refiere con su “comunitarismo”, y de hecho la retórica sobre el tema quedó muy pronto desterrada del discurso de campaña, para evitar comprometerse demasiado. Blair sólo ha aventurado un par de generalidades al definir al comunitarismo. “Arranco de la simple creencia de que las personas no son únicamente agentes económicos compitiendo entre sí en el mercado de la vida, sino que son parte de una comunidad. Todos somos seres humanos criados en familias y comunidades, y somos humanos sólo por que desarrollamos la capacidad moral de responsabilizarnos de nosotros mismos y de nuestros semejantes”. ¿Eran estos los conceptos la clave de la nueva izquierda?

Aquí vale la pena recordar las palabras que Giscard d’Estaing dirigió a Francois Mitterrand durante un debate televisado durante la campaña presidencial de 1974: “ustedes los socialistas no tienen el monopolio del buen corazón”, afirmo el dirigente de la derecha liberal francesa al, ahora, santón de la izquierda, tras describir sus ambiciosos planes de reforma social.

Lo único cierto es que Blair, durante el largo período que fue primer ministro (se reeligió dos veces), mantuvo las reformas al Estado bienestar de su antecesora para que pudiese el Reino Unido mantenerse a su país “a tono” con el desarrollo del resto de Europa y de sus competidores norteamericanos y asiáticos. Y de la política Exterior, ni hablemos ¿Quién podía prever en 1997 que el candidato del Nuevo Laborismo iba a ser el más fiel aliado de la vesánica invasión a Irak por parte de Bush Jr. y su gobierno neocon?

Blair es un político de retórica profusa, pero de escasas ideas verdaderamente originales. La ambigüedad es su signo. Como Clinton, es experto en decir a la gente justo lo que quiere oír, sin preocuparse en reanimar el discurso de la izquierda, e incluso aunque de un auditorio a otro llegue al extremo de sostener posturas absolutamente contrarias. Se trata de un seductor, de un magnífico histrión, cuya labor fundamental será gobernar con políticas de derecha haciéndonos creer que lo hace en aras de la izquierda del siglo XXI. Su meta consiste en obtener el poder y mantenerse en el mayor tiempo posible. En resumen, nada nuevo bajo el sol. Hoy queda claro que Blair no inventó nada y menos resucitó al pensamiento de izquierda.

Gracias a la inmensa e inusitada mayoría parlamentaria que consiguió en las urnas, en 1997 Blair tuvo la oportunidad histórica de terminar de reformar al Reino Unido. Lo logro en parte con la reforma que devolvió autonomía a Gales, Escocia y las grandes ciudades y con el acuerdo de paz para el Ulster, pero no pudo ni quiso adecuar a los nuevos tiempos las obsoletas instituciones políticas británicas.

En efecto, el sistema constitucional consuetudinario británico, que ha estado vigente durante siglos, era (y sigue siendo) objeto de interrogantes y críticas. Frente al caudal de transformaciones que el mundo experimentaba a punto de iniciar el siglo XXI, el Reino Unido retomaba el debate sobre la conveniencia de efectuar profundas reformas a su sistema de gobierno, e incluso se especulaba sobre la posibilidad de adoptar una Constitución escrita con el propósito de modernizar algunas instituciones clave que han demostrado ineficiencias o anacronismos. Durante la campaña electoral de 1997 fue en este rubro donde los laboristas, más proclives a la modernización institucional, derrotaron claramente a los conservadores en el debate. Es importante tomar nota de como un partido logró encontrar un nicho donde sus posturas eran claramente incontestables por su partido adversario por estar este claramente comprometido con un entramado institucional obviamente obsoleto.

Prácticamente todas las principales ramas de la estructura gubernamental británica fueron puestas en tela de juicio. Uno de los aspectos más cuestionados por los laboristas (y que poco hicieron para corregir ya estando en el poder) era que el primer ministro posee de un poder excesivo. Inicialmente concebido para ser un primus inter pares en el gabinete real, el primer ministro a cobrado una importancia capital en el transcurso del tiempo. Inclusive, por las características del sistema político, llega a tener más poder efectivo del que disfrutan muchos jefes de Estado en regímenes presidenciales democráticos. Las elecciones generales británicas giran en torno a quien será el próximo jefe de gobierno, líder político indiscutible del país mientras dure su mandato. El premier puede disolver a la Cámara de los Comunes en el momento en que le plazca, adelantando las elecciones generales para que éstas se celebren en la ocasión más propicia para su partido, lo que representa una ventaja injusta. Asimismo, ninguno de los restantes ministros del gabinete tiene la más remota posibilidad de rivalizar con el primer ministro, gracias, sobre todo, a la ausencia de coaliciones multipartidistas en el gobierno.

El parlamento necesita reestructurarse y redefinir sus funciones; la Cámara de los Comunes ha cumplido insuficientemente su papel como crítico y supervisor del gobierno; la Cámara de los Lores, auténtica reminiscencia de la Edad Media, debe democratizarse o desaparecer. Teóricamente, el poder del parlamento es ilimitado: según la tradición, puede hacer o deshacer las leyes de la nación. En la práctica. El gobierno presenta en promedio más del 80% de las iniciativas. La mayor parte de ellas son aprobadas, gracias a la disciplina en el voto que los partidos británicos imponen a sus parlamentarios, rara vez quebrantada. El primer ministro y su gabinete deben a esta disciplina espartana el enorme poder que ejerce el gobierno, capaz de actuar prácticamente a su antojo en virtud a la mayoría parlamentaria absoluta del partido en el poder. Este aspecto es aleccionador para México. El Reino Unido es una nación con reelección legislativa y sin proporcionalismo puro y, sin embargo, ello no ha contribuido a una "profesionalización" de la inmensa mayoría de los legisladores, ni a una mayor independencia de éstos frente al gobierno o los partidos que los postulan. ¡Y en México algunos charlatanes nos presentan la reelección de legisladores y la desaparición del proporcionalismo como auténticas panaceas!

Una reforma electoral se antojaba inaplazable, para modificar al rígido e injusto sistema de mayoría distrital relativa que anula a importantes partidos políticos dueños de una presencia significativa en el electorado, pero con derecho a sólo un puñado de escaños en el Parlamento. El sistema de pluralidad de votos en circunscripciones uninominales, que define la forma de elección en el Reino Unido, fue instituido por la Reform Actde 1885. Desde entonces no han cesado las presiones en favor de adoptar métodos proporcionales, sobre todo cuando han aparecido opciones ajenas a la lógica bipartidista, cómo fue el caso del surgimiento del Partido Laborista a principios de siglo, y como sucede actualmente en función al fortalecimiento de varios partidos regionales y a la constitución del Partido Liberal Democrático. Empero, ninguna iniciativa para reformar al sistema electoral vigente había prosperado hasta 1997. El año 2011 fracasó una iniciativa para reformar al sistema electoral, en buena medida a causa de la impopularidad que afecta al Partido Liberal, pero en 1997 la idea era mucho más popular.
Los laboristas también abogaban en su plataforma de 1997 en favor de instaurar la práctica del referéndum, sobre todo a raíz de las agrias polémicas que habían surgido en el Reino Unido tras la firma del Tratado de Maastricht. Sólo en una oportunidad durante la posguerra se había verificó en el Reino Unido la realización de un referéndum nacional. El 5 de junio de 1975 el electorado aprobó el ingreso del país a la Comunidad Económica Europea. No hubo otro referéndum en todo el Reino sino hasta 2011, sobre la fracasada propuesta de reforma electoral que comentamos líneas arriba.

Las demandas por conseguir mayor autonomía crecían en Escocia y se hacen presentes en Gales, además de que muchos abogaban por descentralizar la administración de las regiones de Inglaterra y en las grandes ciudades. El problema de la regionalización crecía en importancia tanto en el Reino Unido como en otras naciones industrializadas, e incluso en países en vías de desarrollo, lo que nos habla de la creciente obsolescencia del modelo de Estado centralizado. Fue justo en este renglón donde los posteriores gobiernos de Tony Blair lograron resultados más concretos con la creación de gobiernos locales para Escocia y Gales y en el rescate de mayor autogobierno para las grandes zonas metroólitanas.

El sistema de partidos del Reino Unido también estaba en el banquillo de los acusados. El excesivo centralismo y la verticalidad del proceso de toma de decisiones desvirtúa la función de los partidos como interlocutores de la sociedad y coadyuva al atrofiamiento de la labor parlamentaria. Una eventual reforma política, que incluso diera lugar a la redacción de una ley de partidos políticos, no sólo beneficiaría a las organizaciones nuevas o más pequeñas, sino que contribuiría a la modernización de los partidos conservador y laborista, democratizándolos y evitando su anquilosamiento.

Hasta la viabilidad de la corona estaba en duda. Los innumerables escándalos que se habían suscitado en los noventa (y siguen) alrededor de la familia real dio lugar a la aparición de una corriente republicana que demanda, hasta la fecha, la instauración de una república. Hoy es sumamente significativo el sector de la opinión pública británica califica como “inútil” a la corona, a pesar de ser ésta una institución milenaria.

En todos estos temas los laboristas se mostraron más imaginativos e innovadores que sus adversarios tories en la campaña de 1997. Tras trece años de gobiernos laboritas, la verdad es que los resultados al respecto quedaron francamente cortos, pero eso ya es otra historia. Lo cierto es que el 2 de mayo de 1997, a las puertas de la residencia ubicada en el número 10 de Downing Street, el nuevo primer ministro británico, Tony Blair, se comprometía ante la nación tras haber arrasado en las urnas : “hemos sido electos como nuevos laboristas, y gobernaremos como nuevos laboristas”. Pero la victoria de Blair, que no del viejo laborismo, lejos de ser un retorno al pasado, fue una confirmación: la época del Estado obeso e ineficiente, de los dogmas ideológicos y del burocratismo había terminado. El legado de Lady Thatcher parece estar a salvo.


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