“Esta ha sido la más dulce de las derrotas”, fueron
las célebres palabras que dirigió a sus partidarios Felipe González Márquez
cuando en la noche del 3 de marzo de 1996 se enteró que había sido derrotado
por su adversario José María Aznar por apenas poco más de un punto porcentual
después de que todas las encuestas habían pronosticado durante semanas una
derrota apabullante para el hombre que tras catorce años en el poder había
logrado transformar España, pero cuya última legislatura había sido catastrófica.
¿Por qué Aznar no pudo imponerse con mayor margen? ¿Dónde fallaron las
encuestas?
Sin duda uno
de los políticos más interesantes de la segunda mitad del siglo XX lo fue
Felipe González, artífice de la transición española y político de gran carisma
y talento político. Abogado sevillano, trabajó durante sus primeros años como
profesional, durante el tardofranquismo, en un bufete especializado en litigios
laborales. Ingresó en el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), que estaba
prohibido en España desde el final de la Guerra Civil. El ascenso de Felipe en
el partido fue meteórico. En octubre de 1974, el XXVI Congreso, reunido en
Suresnes, le encumbró a la Secretaría General, que se encontraba vacante debido
a las divisiones internas. González tenía solamente 32 años. Logró imponerse al
sector “histórico” del partido en buena parte gracias al patrocinio de las
máximas figuras de la socialdemocracia europea de aquel entonces, como el
italiano Pietro Nenni, el sueco Olof Palme y (sobre todo) el alemán Willy
Brandt.Tras la muerte de Franco en noviembre de 1975, González pasó a liderar una parte de la oposición española al frente de la Plataforma de Convergencia Democrática y en diciembre de 1976 González fue ratificado como secretario general mientras que el veterano Ramón Rubial Cavia (un histórico) obtuvo el puesto honorífico de presidente del partido. El PSOE fue legalizado en febrero de 1977 por el Gobierno de Adolfo Suárez González, y concurrió a las primeras elecciones generales democráticas (elección de una Asamblea Constituyente) el 15 de junio de 1977, donde obtuvo el 29.2% de los votos, colocándose como la segunda fuerza.
En su lustro como líder de la oposición democrática, González esgrimió un discurso que aun hacía a la vieja izquierda múltiples concesiones, tales como la radical oposición a la entrada de España en la OTAN, a la que no dudaba en calificar como "tremendo error histórico". Asimismo, mantuvo una intransigente oposición al Gobierno de Suárez, que no gozaba de la mayoría absoluta y era cada vez más impopular a causa de la crisis económica. El PSOE contribuyó decisivamente a la caída de Suárez en febrero de 1981. Sin embargo, la intentona golpista de ese año marcó el inicio la moderación del PSOE. En el renglón ideológico González insistió en la necesidad de eliminar la invocación del marxismo en la doctrina del PSOE y de convertir a éste en un partido moderno e interclasista, homologable a la socialdemocracia europea (y tal como había hecho, por ejemplo, el SPD germanooccidental en 1959 con su célebre Programa de Bad Godesberg). Sobrevido entonces una crisis que, a la larga, terminaría por consolidar el liderazgo de Felipe. González vio derrotada su ponencia transformadora en el Congreso del PSOE de 1979, viéndose obligado a dimitir y a entregar la dirección a una gestora interina. Pero pocos meses más tarde un Congreso Extraordinario le repuso en la Secretaría General con el 86% de los votos. La victoria de González fue total. El PSOE se transformó de raíz: renunció a la ideología marxista, abrazó la definición socialdemócrata y se configuró como una organización federal, amoldada al incipiente Estado de las autonomías en la articulación territorial de España (con lo que ganó una considerable ventaja frente a la derecha, demasiado adicta al obsoleto centralismo tradicional).
Fue así que afianzado como una genuina alternativa de gobierno, el PSOE inició un constante ascenso al poder. En las legislativas de 1982 obtuvo una victoria arrolladora en las votaciones del 28 de octubre de 1982 con el 48.3% de los sufragios. Este resultado significó un vuelco del panorama político -doblemente histórico: el partido de Suárez se hundió de forma definitiva y surgió como la principal oposición al gobierno socialista la opción conservadora (Alianza Popular) dirigida por Manuel Fraga Iribarne, ex ministro franquista. Nunca antes un partido de izquierda había recibido tantos votos en solitario en España- supuso para el PSOE el regreso al poder ejecutivo que había ocupado por última vez en 1939, cuando la victoria del bando nacional en la Guerra Civil puso final al Gobierno republicano presidido por Juan Negrín López.
La llegada al Gobierno de los socialistas iluminó en amplios sectores de la sociedad española esperanzas de mejoras y transformaciones a todos los niveles en un país que en numerosos aspectos arrastraba un considerable retraso con relación a las democracias más consolidadas de Europa occidental; en este sentido, caló profundamente el lema, Por el Cambio, ondeado por el PSOE durante la campaña en un brillante ejercicio de marketing electoral, prática a la que la vieja izquierda, demasiado supeditada a la ideología pura y dura, se había negado a ejercer desde siempre.
Y avances modernizadores los hubo en los gobiernos de González: se reestructuró la educación a todos los niveles, se desarrollo de un amplio sistema de Seguridad Social integral y sostenido por las cotizaciones de los afiliados, que tomó como referencia el modelo del Estado del bienestar característico de otras naciones europeas, se despenalizó (parcialmente) el aborto, se procedió a iniciar un necesario proceso de reconversión industrial (con la contra de la izquierda más ortodoxa), se racionalizó al sector público de la economía (con algunas privatizaciones), se reorganizaron sectores productivos y se tomaron medidas antiinflacionarias. Todas estas iniciativas tuvieron siempre un tono pragmático más que ideológico y fueron piedra de toque de un crecimiento económico sostenido. González fue decantándose por aunar la liberalización de la economía y una política social activa, lo que le granjeó la confianza del gran capital y de los empresarios.
Trascendental para el desarrollo de España fue su
ingreso a la entonces Comunidad Económica Europea y la ratificación de la
pertenencia española a la OTAN, a pesar de que González había iniciado su
mandato como dirigente socialista con un discurso absolutamente contrario a
integrar a España a la alianza occidental. El giro era copernicano. Haberlo
hecho sin pagar un considerable costo político fue, quizá, la gran hazaña
política de Felipe González, quien se preocupó desde el primer momento en
mitigar las aprensiones de Estados Unidos en materia de defensa y seguridad,
pero sin renunciar formalmente a una serie de principios. Poco más tarde, el
presidente Ronald Reagan (bestia negra de las progresías de todas las
latitudes) se entrevistaría con González, e hizo constar en su diario que vio
en su homólogo español a un "agudo, brillante, con personalidad, joven,
moderado y pragmático socialista".
Fue así que las legislaturas gobernadas por González (electo por primera vez en 1982 y confirmado en el poder en los comicios generales de 1986, 1989 y 1993), fueron ricas en decisiones ejecutivas y en novedades legislativas. En las elecciones generales al 22 de junio de 1986, el PSOE volvió a ganar con el 44.1% de los votos la mayoría absoluta de nuevo. La Alinaza Popular retrocedió con respecto a sus resultados de 1982, revés que obligó a su fundador y presidente, el ex ministro franquista Manuel Fraga Iribarne, a presentar la dimisión.
La segunda legislatura de González se caracterizó por el crecimiento expansivo (con el pico en 1987, cuando el PIB aumentó un 6.1%), inflación a la baja y de una entrada masiva de capitales financieros extranjeros, aunque también por muchos movimientos especulativos de capital a corto plazo e inversiones agresivas a la caza de la máxima rentabilidad. También coadyuvó a este dinamismo económico la llegada de los primeros fondos estructurales europeos.
Por otro lado, una mayor conflictividad social impelió a González a dar un giro acusadamente social a su gestión, incrementando el gasto público. Como consecuencia, se dispararon el déficit, que invirtió la tendencia al recorte desde su pico negativo del 6% del PIB alcanzado en 1985, y la deuda pública, crecida en consonancia a partir de un nivel equivalente al 40% del PIB.
González tampoco agotó la legislatura iniciada en 1986. Iniciados los años noventa España resentía las consecuencias de la recesión internacional. Era la hora de la resaca. Se debían aplicar medidas de control al consumo y recorte de la inflación, lo que sin duda iba a repercutir en el ritmo del crecimiento. El presidente disolvió el Parlamento citó a elecciones para el 29 de octubre de 1989. En ellas, desgastada su imagen con el desgaste de siete años en el poder el PSOE encajó otra considerable merma electoral. Sacó ahora el 39.6%, lo que ya no era mayoría absoluta.
Fue así que las legislaturas gobernadas por González (electo por primera vez en 1982 y confirmado en el poder en los comicios generales de 1986, 1989 y 1993), fueron ricas en decisiones ejecutivas y en novedades legislativas. En las elecciones generales al 22 de junio de 1986, el PSOE volvió a ganar con el 44.1% de los votos la mayoría absoluta de nuevo. La Alinaza Popular retrocedió con respecto a sus resultados de 1982, revés que obligó a su fundador y presidente, el ex ministro franquista Manuel Fraga Iribarne, a presentar la dimisión.
La segunda legislatura de González se caracterizó por el crecimiento expansivo (con el pico en 1987, cuando el PIB aumentó un 6.1%), inflación a la baja y de una entrada masiva de capitales financieros extranjeros, aunque también por muchos movimientos especulativos de capital a corto plazo e inversiones agresivas a la caza de la máxima rentabilidad. También coadyuvó a este dinamismo económico la llegada de los primeros fondos estructurales europeos.
Por otro lado, una mayor conflictividad social impelió a González a dar un giro acusadamente social a su gestión, incrementando el gasto público. Como consecuencia, se dispararon el déficit, que invirtió la tendencia al recorte desde su pico negativo del 6% del PIB alcanzado en 1985, y la deuda pública, crecida en consonancia a partir de un nivel equivalente al 40% del PIB.
González tampoco agotó la legislatura iniciada en 1986. Iniciados los años noventa España resentía las consecuencias de la recesión internacional. Era la hora de la resaca. Se debían aplicar medidas de control al consumo y recorte de la inflación, lo que sin duda iba a repercutir en el ritmo del crecimiento. El presidente disolvió el Parlamento citó a elecciones para el 29 de octubre de 1989. En ellas, desgastada su imagen con el desgaste de siete años en el poder el PSOE encajó otra considerable merma electoral. Sacó ahora el 39.6%, lo que ya no era mayoría absoluta.
Fue esta tercera legislatura con mayoría socialista
el principio del largo, traumático y lento ocaso político de González. Iniciaba
un período caracterizado por el desempleo, las dificultades económicas y, sobre
todo, la corrupción. El desorden en el gasto público ocasionó a España
enfrentamientos con sus socios comunitarios, el desempleo se desbocó hasta
llegar a al 24.5% de la población activa, las relaciones con los sindicatos
quebraron, el crecimiento se estancó y el país estaba lejos de cumplir con los
criterios establecidos en el Tratado de Maastricht rumbo a la Unión Monetaria.
Los escándalos de corrupción se sucedían en cascada de forma ominosa, mientras que dentro del PSOE se había iniciado una sorda lucha entre los partidarios del vicepresidente Alfonso Guerra, más alineados a una socialdemocracia tradicional, y el sector más pragmático.
Los escándalos de corrupción se sucedían en cascada de forma ominosa, mientras que dentro del PSOE se había iniciado una sorda lucha entre los partidarios del vicepresidente Alfonso Guerra, más alineados a una socialdemocracia tradicional, y el sector más pragmático.
La tensa situación que presentaba el país en los terrenos económico y político obligaron a González a adelantar, otra vez, la celebración de elecciones generales. Por primera vez existía el temor real de que la derecha lograra desbancar al PSOE del poder. Alianza Popular había transmutado en una organización política nueva, el Partido Popular, que reunía en su seno restos de lo que había sido el suarismo, más la derecha tradicional y sectores de corte liberal. Su nuevo Líder, José María Aznar, nunca había sido ministro de Franco y entendía la necesidad de articular una derecha más moderna y democrática a la que no se le identificara con el pasado franquista. Pero pese a todo, el PSOE tuvo una mínima pérdida de menos de un punto porcentual con respecto a las generales de 1989. El mérito cabía reconocérselo en exclusiva a González, que, pese al rosario de tropezones en todos los terrenos, había recobrado, la gran capacidad retórica y el brío que le caracterizaron en el principio de su carrera política. Millones de españoles seguían creyendo que el presidente era un dirigente sólido, capaz y honesto, y que los desaciertos y abusos eran culpa de malos colaboradores.
Pero fue esta legislatura catastrófica, con agudizadas dificultades en la gestión económica, abuso del poder y una galopante corrupción. El cochinero de los casos de abuso del poder y de corrupción más conspicuos fueron los del director general de la Guardia Civil, Luis Roldán, al que la justicia imputaba la presunta malversación de cientos de millones de pesetas; el del banco de inversiones Ibercorp, eje de un gran escándalo financiero el de las escuchas ilegales realizadas a personalidades del Estado y la vida pública por el Centro Superior de Información de la Defensa (CESID), la trama en torno a las empresas de asesoramiento Filesa, Malesa y Time Export, denunciadas como unas meras tapaderas del cobro a grandes empresas de fondos ilícitos presentados como facturas por servicios no prestados; y, quizá la más grave, el sumario instalado por el célebre juez Baltazar Garzón sobre diversas revelaciones que apuntaban a altos cargos del PSOE como últimos responsables de los parapoliciales Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL).
Acosado desde múltiples frentes, González fue acusado
de conocer y tolerar todas las irregularidades e ilegalidades cometidas en su
entorno. Las exigencias de dimisión se multiplicaban, empezando la que hacía en
el Parlamento constantemente el jefe de la oposición, Aznar, que hizo célebre
el mantra de “Váyase, Señor González”. También se hizo popular la expresión “y
Felipe, sin dimitir” que decían los españoles cada vez que se suscitaba un
contratiempo por grande o pequeño que fuese, incluido el mal clima. Por su
parte, el presidente del gobierno se mostraba a la defensiva, atrincherado, exhibiendo
una actitud de resistencia a ultranza teñida de nerviosismo, muy lejana de la porfía
del luchados político nato y de la brillantez dialéctica de antaño. El
presidente no entraba en la contrarréplica y ya sólo daba la cara para referirse
a la persecución en toda regla que, estaba convencido, sufrían los socialistas
por parte de una poderosa alianza de “la derecha”.
Dentro del PSOE las pugnas entre los guerristas y los pragmáticos arreciaban. Poco a poco González fue decantándose a favor de los segundos, sobre todo después de que Alfonso Guerra dimitió a la vicepresidencia del gobierno a causa de un escándalo que involucraba a su hermano. La mayoría de los electores veía in dignado la degradación del PSOE y era cada vez más susceptible de reorientar su voto a una derecha que había atenuado su mensaje conservador bajo el liderazgo de Aznar. Por fin el denominado centro sociológico, ese amplio sector de la población poco identificada con posturas ideológicas, más atenta a los dilemas de la vida diaria pero, al mismo tiempo, desconfiada de las posiciones políticas recalcitrantes, estaba viendo al PP como una alternativa real de gobierno.El PSOE perdió con rotundidad frente al PP en las elecciones al Parlamento Europeo de 1994 y las municipales y autonómicas del 28 de mayo de 1995, y todas las encuestas le otorgaban una holgada ventaja frente al socialismo.
Las secuelas del caso CESID y el sumario anti GAL de Garzón, sumados a los escándalos de corrupción y a la constante pérdida de votos del PSOE, llegaron al punto de obligar a Felipe González que no se postularía para una nueva reelección, o por lo menos con esa posibilidad jugó hábilmente González, zorro de la política, durante varios meses sabiendo de las dificultades que se presentarían para consensuar un candidato alternativo. Varios medios de comunicación nacionales señalaron a Fernando Solana, el respetado ministro de Exteriores y uno de los escasos dirigentes socialistas que mantenían su capital político incólume, como un posible candidato a presidente del Gobierno. El ministro desmintió cualquier interés de él en la candidatura, lo que provocó, paradójicamente, que la idea ganara fuerza, sobre todo porque González se aferró a un significativo silencio en lo concerniente al tema. Además, los guerristas amenazaron con presentar un candidato alternativo al "oficialista" si el presidente no pactaba con ellos las condiciones de su sustitución. Mucho se habló de que Josep Borrell era el aspirante secundado por el ala guerrista.
Dentro del PSOE las pugnas entre los guerristas y los pragmáticos arreciaban. Poco a poco González fue decantándose a favor de los segundos, sobre todo después de que Alfonso Guerra dimitió a la vicepresidencia del gobierno a causa de un escándalo que involucraba a su hermano. La mayoría de los electores veía in dignado la degradación del PSOE y era cada vez más susceptible de reorientar su voto a una derecha que había atenuado su mensaje conservador bajo el liderazgo de Aznar. Por fin el denominado centro sociológico, ese amplio sector de la población poco identificada con posturas ideológicas, más atenta a los dilemas de la vida diaria pero, al mismo tiempo, desconfiada de las posiciones políticas recalcitrantes, estaba viendo al PP como una alternativa real de gobierno.El PSOE perdió con rotundidad frente al PP en las elecciones al Parlamento Europeo de 1994 y las municipales y autonómicas del 28 de mayo de 1995, y todas las encuestas le otorgaban una holgada ventaja frente al socialismo.
Las secuelas del caso CESID y el sumario anti GAL de Garzón, sumados a los escándalos de corrupción y a la constante pérdida de votos del PSOE, llegaron al punto de obligar a Felipe González que no se postularía para una nueva reelección, o por lo menos con esa posibilidad jugó hábilmente González, zorro de la política, durante varios meses sabiendo de las dificultades que se presentarían para consensuar un candidato alternativo. Varios medios de comunicación nacionales señalaron a Fernando Solana, el respetado ministro de Exteriores y uno de los escasos dirigentes socialistas que mantenían su capital político incólume, como un posible candidato a presidente del Gobierno. El ministro desmintió cualquier interés de él en la candidatura, lo que provocó, paradójicamente, que la idea ganara fuerza, sobre todo porque González se aferró a un significativo silencio en lo concerniente al tema. Además, los guerristas amenazaron con presentar un candidato alternativo al "oficialista" si el presidente no pactaba con ellos las condiciones de su sustitución. Mucho se habló de que Josep Borrell era el aspirante secundado por el ala guerrista.
La opinión pública interpretó que una maniobra de gran calado se estaba
cocinando en la trastienda socialista. Pero la dimisión el 20 de octubre del
secretario general de la OTAN, Willy Claes, por su implicación en un escándalo
de corrupción en Bélgica vino a trastocar completamente la estrategia en
marcha. Los aliados occidentales manifestaron su preferencia por Solana para
sustituir a Claes y a mediados de noviembre González terció en la cuestión
reconociendo que su titular de Exteriores sería un "magnífico"
secretario general de la OTAN.
Descartado Solana los órganos de dirección del PSOE lo tuvieron claro. El en diciembre de 1995 la Comisión Ejecutiva Federal, por voto unánime, pidió a Felipe González que fuera candidato al Gobierno por séptima vez consecutiva. El tiempo apremiaba. La debilidad gubernamental había obligado al presidente del gobierno a adelantar, otra vez, la celebración de las elecciones. Las perspectivas del PSOE eran negras. Todas las encuestas de opinión otorgaban al PP ventajas con cifras de hasta dos dígitos porcentuales.
Para las elecciones del 3 de marzo de 1996, González y su equipo diseñaron una campaña basada en el discurso del miedo. Pintaron al PP y a Aznar como "la derecha de siempre, pero disfrazada " y advirtieron que los conservadores “tenían un programa oculto" para achicar el Estado del bienestar. El mensaje les sonó convincente a muchos electores que pertenecían al centro sociológico y que habían votado socialista desde el principio de la democracia. Aunado a esta campaña de miedo, las esperanzas del oficialismo cobraron nuevo ánimo al dar la economía signos de revitalización, aunque el sumario del GAL seguía pendiendo sobre González como una espada de Damocles. Por su parte, la medrosa campaña de Aznar, demasiado centrada en un líder poco carismático, dependiente del desgaste del PSOE tras catorce años consecutivos en el poder y con miedo a contraer compromisos mayores, entusiasmó poco al electorado. Baste recordar el inane lema de campaña que presentó la derecha para enfrentar unos comicios que siponía ganados de antemano: "La Nueva Mayoría".
Fue bajos estas circunstancias supusieron que el PSOE perdió finalmente unas elecciones generales a manos del PP, pero los resultados obtenidos, el 37.6% de los sufragios en nada se parecieron a la debacle vaticinada. La ventaja de los populares, confrontados con una mayoría más simple que la sacada por los socialistas en 1993, se reducía a menos de 300.000 votos, en términos porcentuales poco más de un punto. Resultaba llamativo que la pérdida de votos fuera de sólo 1.2 puntos con respecto a los comicios de 1993. Y más todavía que ese 37,6% supusiera una recuperación de 7 puntos en relación con las municipales de 1995, en las que el PSOE había sido vapuleado. Por todo esto, González calificó el resultado en las urnas de 1996 como “dulce derrota".
Suponía entonces el derrotado líder socialista, y así lo dijo en su oportunidad, que el PP sería incapaz de gobernar por mucho tiempo dependiente, como estaría, del apoyo de los partidos nacionalistas en el parlamento. González siempre menospreció la habilidad política de Aznar,y apostaba por un breve período de el PSOE en la oposición que le serviría para reorganizarse y alistarse para una pronta recuperación del poder. Se equivocaba.
Descartado Solana los órganos de dirección del PSOE lo tuvieron claro. El en diciembre de 1995 la Comisión Ejecutiva Federal, por voto unánime, pidió a Felipe González que fuera candidato al Gobierno por séptima vez consecutiva. El tiempo apremiaba. La debilidad gubernamental había obligado al presidente del gobierno a adelantar, otra vez, la celebración de las elecciones. Las perspectivas del PSOE eran negras. Todas las encuestas de opinión otorgaban al PP ventajas con cifras de hasta dos dígitos porcentuales.
Para las elecciones del 3 de marzo de 1996, González y su equipo diseñaron una campaña basada en el discurso del miedo. Pintaron al PP y a Aznar como "la derecha de siempre, pero disfrazada " y advirtieron que los conservadores “tenían un programa oculto" para achicar el Estado del bienestar. El mensaje les sonó convincente a muchos electores que pertenecían al centro sociológico y que habían votado socialista desde el principio de la democracia. Aunado a esta campaña de miedo, las esperanzas del oficialismo cobraron nuevo ánimo al dar la economía signos de revitalización, aunque el sumario del GAL seguía pendiendo sobre González como una espada de Damocles. Por su parte, la medrosa campaña de Aznar, demasiado centrada en un líder poco carismático, dependiente del desgaste del PSOE tras catorce años consecutivos en el poder y con miedo a contraer compromisos mayores, entusiasmó poco al electorado. Baste recordar el inane lema de campaña que presentó la derecha para enfrentar unos comicios que siponía ganados de antemano: "La Nueva Mayoría".
Fue bajos estas circunstancias supusieron que el PSOE perdió finalmente unas elecciones generales a manos del PP, pero los resultados obtenidos, el 37.6% de los sufragios en nada se parecieron a la debacle vaticinada. La ventaja de los populares, confrontados con una mayoría más simple que la sacada por los socialistas en 1993, se reducía a menos de 300.000 votos, en términos porcentuales poco más de un punto. Resultaba llamativo que la pérdida de votos fuera de sólo 1.2 puntos con respecto a los comicios de 1993. Y más todavía que ese 37,6% supusiera una recuperación de 7 puntos en relación con las municipales de 1995, en las que el PSOE había sido vapuleado. Por todo esto, González calificó el resultado en las urnas de 1996 como “dulce derrota".
Suponía entonces el derrotado líder socialista, y así lo dijo en su oportunidad, que el PP sería incapaz de gobernar por mucho tiempo dependiente, como estaría, del apoyo de los partidos nacionalistas en el parlamento. González siempre menospreció la habilidad política de Aznar,y apostaba por un breve período de el PSOE en la oposición que le serviría para reorganizarse y alistarse para una pronta recuperación del poder. Se equivocaba.
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