Introducción
Auge y Decadencia de las Elecciones en el Mundo
“La democracia: ¡Esa manía de contar cabezas!"
F.
Nietzsche
La historia de las naciones democráticas es
la historia de sus elecciones. En cada proceso electoral se determina el rumbo
que un país seguirá en los años siguientes en los terrenos económicos,
políticos, sociales e internacionales. Las elecciones son las coyunturas
neurálgicas de nuestro tiempo. Tras la derrota del nazi- fascismo en la Segunda
Guerra Mundial, la democracia se prestigió como el sistema político más
plausible, lo que pareció corroborarse décadas más tarde con la caída del muro
de Berlín y la consiguiente vorágine democrática que invadió Europa del Este.
En un período de tiempo asombrosamente corto arribó la democracia a tambor
batiente a todas las naciones que alguna vez conformaron al bloque soviético,
desde las remotas regiones siberianas hasta los montañosos pueblos en Albania.
En América Latina, también en un lapso vertiginoso, incluso los más
recalcitrantes militarismos latinoamericanos cedieron el poder a gobiernos
democráticamente electos, mientras en Asia desde los llamados "tigres"
del Pacífico hasta la atribulada Indochina emprendían el camino de la apertura.
Fue en 1989 que Francis Fukuyama escribió, célebremente: “Quizá seamos testigos
del punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la implantación de
la democracia liberal occidental como forma definitiva del gobierno humano.” Ya
iniciada nuestra centuria, también en las naciones del África Subsahariana,
dentro de las cuales se encuentran las sociedades más precarias del planeta,
comenzaba a vislumbrarse un cambio democrático, y las inusitadas rebeliones de
la llamada "Primavera Árabe” esbozaron, en su momento, cierto espejismo
democrático.
Sin embargo, a estas ráfagas de cambios ha
seguido una etapa de crecientes y severos cuestionamientos a la funcionalidad de la democracia.
Actualmente los partidos políticos y, en general, las instituciones de
representación política padecen de una severa crisis de legitimidad. En los
cinco continentes han surgido opciones que con la bandera de la “antipolítica”
y la pretensión de constituir opciones “puramente ciudadanas” han cobrado
excepcional popularidad y representan serios retos para los partidos
tradicionales. Asimismo, el abstencionismo electoral crece en numerosas
democracias y aparecen con cada vez mayor frecuencia campañas más o menos
espontaneas que invitan a los ciudadanos a anular su voto como forma de
protesta contra la clase política. Es previsible que todos estos fenómenos
crezcan en los próximos años. Larry Diamond ya advertía
en 2005 de un moderado, pero constante, declive democrático y no sólo en los
países en desarrollo o de democratización reciente, sino también en Occidente y
Estados Unidos. Por el contrario, mientras el prestigio de la democracia se
quebrantaba, crecía la presencia e influencia de regímenes autoritarios como
los de China, Rusia, Irán y populismos latinoamericanos.
Los movimientos emergentes acusan a los
partidos tradicionales de abandonar su obligación de establecer relaciones
abiertas con la sociedad para centrar su lucha en la obtención y el mantenimiento
del poder, de desgastarse en estériles pugnas antes que encarnar los valores y
aspiraciones de los electores y de ser incapaces de ponerse a tono con las
exigencias del mundo contemporáneo. Los constantes y cada vez más ignominiosos
escándalos de corrupción, la profundización de la pobreza, las crisis
económicas recurrentes, la creciente separación entre las élites políticas y
los gobernados, la tendencia mundial de mayor concentración de la riqueza en
pocas manos y el permanente incumplimiento de las promesas de campaña, son los
factores clave en la pérdida de confianza de la ciudadanía. También muchos
perciben un notable decaimiento en el nivel de los liderazgos políticos. El
filósofo Tony Judt escribió en un brillante ensayo, poco antes de morir:
“Durante el largo siglo del liberalismo constitucional, de Gladstone a Lyndon
B. Johnson, las democracias occidentales estuvieron dirigidas por hombres de
talla superior. Con independencia de sus afinidades políticas, Léon Blum y
Winston Churchill, Luigi Einaudi y Willy Brandt, David Lloyd George y Franklin
Roosevelt representaban una clase política profundamente sensible a sus
responsabilidades morales y sociales. Es discutible si fueron las
circunstancias las que produjeron a los políticos o si la cultura de la época
condujo a hombres de este calibre a dedicarse a la política. Políticamente, la
nuestra es una época de pigmeos”.
Es así que se percibe a democracia como
incapaz de funcionar como un mecanismo de transformación social o de
redistribución de oportunidades para funcionar como meramente cancha exclusiva
del juego de sectores poderosos e influyentes. Se habla hoy como nunca antes de
democracias degradadas, corruptas, carentes de reglas justas, en fin, de una
democracia de muy baja calidad, sin proyecto y sin audacia, restringida
únicamente a la tarea de renovar élites y elencos, que ha propiciado una
pérdida de credibilidad en las instituciones y una devaluación generalizada de
la política.
Tradicionalmente, las elecciones
funcionaban por intermedio de organizaciones que proponían candidatos
representativos de determinados bloques de opciones políticas expresados en una
plataforma electoral. Sin embargo, por diversos motivos, esta vieja práctica se
ha vuelto obsoleta. Los armazones ideológicos han perdido fuerza. Los votantes
no aceptan ya plantillas programáticas, por eso los partidos se han
transformado en máquinas constituidas por cuadros de profesionales muy
organizados como estructura, pero cada vez menos identificados con un puntal
filosófico. Paradójicamente se han vuelto más tribales al perder sus
peculiaridades ideológicas. En los partidos actuales, pertenecer importa más
que creer. Esta trivialización los aleja del ámbito ciudadano. La inmensa
mayoría de los electores no desea pertenecer a partido alguno, por tanto, el
juego electoral se convierte en un deporte de minorías. El resultado es una
desconexión evidente entre los actores políticos y el electorado. Como los partidos
son los principales responsables de la representación parlamentaria, esta
desconexión afecta a una de las instituciones democráticas cruciales. La gente
ya no se considera representada por los parlamentos, por consiguiente, éstos
pierden legitimidad en la misión de tomar decisiones en su nombre.
Ante este panorama no es de extrañar que
proliferen movimientos y candidaturas independientes o “antipolíticas” que
dicen ser ajenos a los intereses y prácticas de los partidos tradicionales. Sin
embargo, no debe perderse de vista que esta revolución de la antipolítica
muchas veces ha desembocado en desilusiones aún mayores. En naciones como Italia, Japón, Venezuela y
Perú emergieron en el pasado reciente grupos encabezados por caudillos
pretendidamente “civiles” que decían encabezar una revuelta de las “auténticos”
ciudadanos en contra de los “perversos políticos de siempre”. En su momento se
tenía la esperanza de que el surgimiento de candidatos supuestamente ajenos a
los grupos de poder y dueños de una fachada “ciudadana” fuera capaz de
revigorizar los gobiernos de países que habían padecido clases políticas
excesivamente corruptas e ineficientes. Los resultados, a la vuelta de los
años, fueron enormemente decepcionantes. Los caudillos “civiles” resultaron muchas
veces peores que los políticos tradicionales y algunos países que se embarcaron
en la aventura de tratar de reconstruir sus sistemas de partidos seducidos con
el discurso de la antipolítica enarbolado por estos ciudadanos supuestamente
“impolutos” cayeron en graves crisis de diversa índole, cuando no en las garras
de regímenes abiertamente despóticos. Y con el autoritarismo nunca llegan esas
soluciones fáciles a problemas complejos que siempre ofrecen los líderes
mesiánicos, sino todo contrario, sobreviene la violación sistemática de los
derechos humanos, más corrupción, peor subdesarrollo, y –a la larga- mayor
concentración de la riqueza en las manos de oligarcas con el consiguiente
empeoramiento de la pobreza.
Asimismo, el debilitamiento de los partidos
puede dar lugar a una excesiva personalización de la política y a incrementar
la influencia de poderes fácticos, de los intereses económicos, de los grupos
de presión y medios de comunicación.
Ante la ineptitud de la política, la plutocracia y la “mediocracia”
pueden ganarle la batalla a la democracia. Sí, debe dársele la bienvenida a la
aparición de nuevos movimientos y candidaturas independientes. Pero es
importante no caer en la tentación de idealizar estas opciones. Si bien los
partidos han entrado en crisis y debe demandárseles encontrar fórmulas para
reconectar con la ciudadanía, también es cierto que una sociedad políticamente
madura entiende que la democracia es un sistema de gobierno, en buena medida,
desilusionante, y que los atajos a los desafíos sociales son quimeras que
venden los demagogos.
También hay quienes postulan que los males
de la democracia solo se solucionan con más democracia y exploran alternativas
para ampliar la pluralidad de la participación ciudadana, pero cada una de las
alternativas plantea sus propios problemas. La acción directa mediante
manifestaciones callejeras se ha vuelto un hecho común y -a menudo- eficaz,
pero es muchas veces violenta y suele servir solo para enquistar posturas.
Además, tenemos a las organizaciones no gubernamentales, en principio más
estrechamente vinculadas con la ciudadanía, aunque sus estructuras suelen ser
muy poco democráticas. Sobra quien propone apelar al máximo a la democracia
directa, sobre todo ahora en la era del internet, pero no es posible establecer
conexiones duraderas entre gobernantes y gobernados reduciendo el debate
público al simple referéndum cotidiano. Lo dijo De Gaulle poco tiempo antes de
renunciar a la presidencia: “Los referéndums son peligrosos porque suele
ocurrir que la gente no responde a la pregunta que se le fórmula”.
Desafío hercúleo será revertir la
desilusión con la democracia y las elecciones en este siglo en que impera la
cultura de la inmediatez y de la satisfacción instantánea. La democracia es, a final de cuentas, un
sistema ingrato, aburrido, siempre nugatorio. Es la tierra de las
negociaciones, de los “toma y daca”, de las limitaciones que impone lo que
Bismarck llamó “mundo de lo posible”. La demanda de inmediatez produce que el
exceso de pragmatismo, la frivolidad, lo efímero, la simplicidad conceptual y
la retórica meramente persuasiva. El espectáculo vende más que las ideas y los
razonamientos. Lo superficial prima sobre lo esencial. Se va perdiendo la
dimensión de las cosas en el afán de hacerse del poder por el poder mismo.
Dicho en los términos expresados por Ralf Dahrendorf: “A esta altura, entra en
juego otro hecho totalmente disociado de aquél. El pueblo está más impaciente
que nunca. En tanto consumidor, se ha habituado a la gratificación instantánea.
Pero como votante debe esperar a que se manifiesten los frutos de su elección
en las urnas, si los hubiere. A veces, nunca ven los resultados deseados. La
democracia necesita tiempo, no sólo para votar, sino también para deliberar,
revisar y compulsar. El consumidor-votante es reacio a aceptar esto y, por
ende, se aparta”.
El fenómeno electoral y todo lo que le concierne
merece conocimiento y reflexión. Este libro es un sucinto recorrido por
treinta y cuatro de los procesos electorales más emblemáticos y trascendentales
celebrados en el mundo a partir de 1945. Pone el énfasis en la descripción de
los candidatos que las protagonizaron y de los avatares políticos y muchas
veces personales que enfrentaron en su afán de conquistar el poder. También
describe brevemente los contextos nacionales en los que estas elecciones se
llevaron a cabo y analiza lo que algunos llaman, no sin algo de pedantería,
“estrategias de comunicación política”. No se pretende hacer un examen “a
fondo” sociológico o politológico del fenómeno electoral, ni se examinan los
“pros y contras” de los sistemas de votación, y mucho menos es una historia
conceptual de ideologías políticas, Simplemente se trata de un ejercicio para
repensar la evolución (¿involución?) de las elecciones en el mundo. Por aquí
desfilan los grandes y pequeños candidatos, los estadistas y los payasos, los
visionarios, demagogos, tecnócratas, oportunistas, semianalfabetos y mesiánicos
que han protagonizado el drama electoral desde las cimas de su auge hasta las
simas de su triste decadencia.
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