De Winston Churchill a Donal Trump: auge y decadencia de las elecciones. Una breve historia electoral de Pedro Arturo Aguirre. Las más notables campañas electorales desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta el momento y la profunda crisis de representatividad en la que están inmersos los partidos políticos en pleno siglo XXI.
martes, 22 de marzo de 2016
De Winston Churchill a Donald Trump, auge y decadencia de las elecciones
Índice del libro
Índice:
Prólogo
Auge y Decadencia de las Elecciones en el
Mundo
El León Humillado (Reino Unido, 1945)
Give ‘em Hell, Harry! (Estados Unidos,
1948)
El Príncipe y el "Méndigo"
(Estados Unidos, 1960)
El Águila y el Zorro (Francia, 1965)
La Mayoría Silenciosa (Estados Unidos,
1968)
Brandt y el Auge de la Socialdemocracia
(Alemania, 1969)
Thatcher: La Hora de una Opción Radical (Reino
Unido, 1979)
Let´s Make America Great Again! (Estados Unidos, 1980)
La Fuerza Tranquila (Francia, 1981)
El Partido Verde Alemán (Alemania,1983)
La Reconstrucción de François Mitterrand
(Francia, 1988)
México y su Eterna Transición a la
Democracia (México 1988, 2000 y 2006)
Elecciones al Principio y Fin de las
Democracias (Filipinas 1986, Polonia 1989, Perú 1990)
Nada Nuevo Bajo el Sol (Brasil, 1989)
El Fraude de la Anti Política en Italia
(Italia, 1992 y 1994)
Dormir sobre Laureles (Estados Unidos,
1992)
Las Dos Décadas Pérdidas de Japón (Japón,
1993)
“La Más Dulce de las Derrotas” (España,
1996)
Boris Yeltsin, o como resucitar a un
candidato moribundo (Rusia, 1996)
Tony Blair, o como reinventar a un partido
moribundo (Reino Unido, 1997)
Schroeder, a Pesar de su Partido (Alemania,
1998)
Bush Jr. Vs. Gore, o el Fin del Paradigma
(Estados Unidos, 2000)
La Decadencia de la V República Francesa
(Francia, 2002 y 2012)
Obama y la Era de la Cyberpolítica (Estados
Unidos, 2008)
Soberbia, Mentiras y un Naufragio Electoral
de Última Hora (España, 2012)
Las Orejas del Lobo (Parlamento Europeo,
2014)
Podemos y Los Reaccionarios del 15-M
(España, 2015)
A Contracorriente (Canadá, 2015)
A Contracorriente (Canadá, 2015)
¿Donald Trump en la Bandera de Estados
Unidos? (Estados Unidos, 2016)
Elecciones en el Siglo XXI
Candidaturas Independientes y
Personalización de la Política
Los Dos Filos de la Democracia Digital
¿Cuándo es Letal un Gaffe de Campaña?
¿Todavía es Viable la Democracia
Representativa?
Recuperar la Lógica de los Contrapesos
Democracias Deficientes vs Regímenes Semiautoritarios
Combatir el Clientelismo
Gobernabilidad Democrática
Fórmulas Electorales y Calidad de
Representación
Poder Ciudadano y Reforma Política
Crisis de los Partidos y Financiamiento de
la Política
Grillo y Berlusconi: Dos Caras Distintas,
una Misma Demagogia
Auge y Caída del Neo Populismo en América
Latina
¿De Verdad ya no hay Líderes?
Campañas Electorales: Esa Apoteosis de
Estupidez Humana.
Prólogo del libro, por Luis Carlos Ugalde
Prólogo del libro
Prólogo
El Libro De
Winston Churchill a Donald Trump: Auge y Decadencia de las Elecciones en el Mundo, de Pedro Arturo Aguirre,
es mucho más una historia electoral. Se trata de una reflexión sobre la fortuna
y la tragedia -más allá de las urnas- de decenas de políticos en los últimos 70
años. Todos son políticos, aunque algunos hayan navegado como anti-políticos o
ciudadanos buenos e impolutos. Algunos de los personajes que recorren las
páginas de este libro fueron estadistas, otros meros oportunistas; algunos
talentosos y elocuentes, otros grises y aburridos, pero casi todos con
capacidad de adaptación y aprendizaje. No han faltado incluso “payasos”, según
el autor.
El libro describe cómo el candidato, así como
su contexto económico y político influyen los resultados de una elección, pero
también el azar y otros accidentes coyunturales. También cómo los políticos se
engrandecen o encojen en las campañas, cómo capturan el sentimiento de la gente
y lo traducen en triunfos arrolladores o en fracasos rotundos cuando son
incapaces de actuar y leer el humor público con sentido común.
El libro de Pedro Arturo también es un
recuento pormenorizado de lo que ocurría en el mundo al momento de las
elecciones que se narran. En el capítulo sobre la elección de 1945 en la Gran
Bretaña, por ejemplo, cuando pierde Winston Churchill pocas semanas después de
haber ganado la Segunda Guerra Mundial, nos enteramos de las alianzas europeas
y atlánticas y el inicio de la Guerra Fría. Con la narración de la elección de
1960 en Estados Unidos, comprendemos el auge económico de los años cincuenta,
pero también el segregacionismo que imperaba en aquel país y del inicio del
movimiento de derechos civiles cuyas secuelas aun vivimos y que tuvieron su
cenit en otra elección, la de Barack Obama, en 2008.
Con la narración de elecciones en Alemania y
Francia en los años sesenta y setenta, entendemos la lógica del Estado del
bienestar y la importancia de la social democracia en aquel continente. Años
después vemos el cambio de paradigma con el ascenso de Margaret Thatcher en la
Gran Bretaña.
Un tema que brota una y otra vez es la
personalización de la política en las campañas. Reproduce el autor una nota del
diario El País respecto a una campaña
presidencial: “Un aire de galán de telenovela (…) un buen manejo de la
televisión; un discurso simple, banal y sin contenido, (…) el apoyo de una todopoderosa
cadena de televisión (…) y evitar a toda costa el debate con los otros
candidatos y las entrevistas a cuerpo descubierto con la Prensa, le han bastado
al candidato (…) para encaramarse en la cabeza de las encuestas”. No se trataba
de México en 2012, sino de Brasil en 1990, hace 26 años, cuando Fernando Collor
de Mello fue electo presidente, pero a la postre vituperado por escándalos de
corrupción que lo forzaron a dimitir apenas dos años después de iniciar su
mandato. Quien perdió en aquella contienda fue un joven y desconocido líder
sindical que sería presidente con el nuevo milenio: Luis Ignacio “Lula” da
Silva, y quien hoy se ve vería envuelto en escándalos de corrupción.
Pero 30 años antes de esa elección de Collor
de Mello también la imagen y la TV habían jugado un papel relevante en el
triunfo de John F. Kennedy en los Estados Unidos en 1960 y en la reelección de
Charles de Gaulle en Francia en 1965, fomentada en buen grado por los medios
masivos de comunicación. Nos dice Aguirre que “la importancia de los partidos y
los programas de gobierno quedaba relegada frente a las figuras personales de
los candidatos”.
Que la imagen pese tanto en la política
electoral no significa que las ideas hayan desaparecido en la contienda por los
votos. Notoria fue la elección en Gran Bretaña en 1979, cuando no solo se
definió el cambio de mando de los laboristas a los conservadores, sino marcó un
giro ideológico y económico mundial conocido como la revolución neoliberal y
que marcaría el destino de decenas de naciones en las siguientes décadas.
El triunfo de Margaret Thatcher, la “Dama de
Hierro”, fue una muestra —según el autor— de que no siempre es cierto aquello
de que "gana las elecciones quien conquista el centro", sino que en
situaciones de crisis profunda las opciones más radicales tienen una fuerte
oportunidad de salir victoriosas. Y yo añadiría, ideas radicales con sustento
ideológico y con contenido programático.
Sumamente interesante resulta vislumbrar que
“no hay nada nuevo bajo el sol” en usar a la “anti-política” como táctica
discursiva de campaña. Nos dice Pedro Arturo que muchos de esos experimentos
acabaron en corrupción, compadrazgo, crisis y decepción ciudadana: “Los
caudillos civiles resultaron muchas veces peores que los políticos
tradicionales y los países que se embarcaron en la aventura de tratar de
reconstruir sus sistemas de partidos seducidos con el discurso de la anti
política enarbolado por estos ciudadanos supuestamente "impolutos"
cayeron en graves crisis de diversa índole, cuando no en las garras de
regímenes abiertamente autoritarios”.
Especial atención merece el caso italiano, no
solo porque ahí se encumbró un supuesto antipolítico que prometió salvar a
Italia de la corrupción de los políticos tradicionales, sino que ese salvador
resultó un mesías y bufón que avergonzó a su país delante del mundo. Se trata,
obviamente, de Silvio Berlusconi, un bufón usó el nombre de la porra de un
equipo de futbol y llamó Forza Italia al partido que lo llevó al poder.
Pero acaso el fenómeno más relevante es el de
la partitocrazia italiana, ejemplo de
la auto complacencia de una clase política decrépita que se alejaba cada vez
más de la sociedad a fines del siglo XX. El autor narra con detalle los
intentos para reformar el sistema electoral italiano a lo largo de la década de
1990 y cómo todos ellos fracasaron. Intentos para lograr mediante la
reingeniería constitucional un cambio en los hábitos de los políticos. Pero lo
más sorprendente (u obvio) es que las reglas no cambian tradiciones
centenarias. Fue una ingenuidad pensar que cambiando el sistema de
representación proporcional por uno de elección uninominal de los
parlamentarios significaría una mayor responsabilidad de los políticos frente a
la sociedad.
Respecto al caso italiano, Pedro Arturo
Aguirre cita a Michelangelo Bovero, quien dice que “el más execrable régimen
posible, la Kakistocracia, es
resultado de la nefasta combinación de las peores formas de gobierno: tiranía,
oligarquía y oclocracia, en una crítica apenas velada contra tres de los
principales dirigentes de la Italia actual: Fini, Berluscuni y Bossi”.
Que no haya nada nuevo bajo el sol significa
también corta memoria de los electores y ello facilita una dosis de demagogia e
incluso impunidad de los candidatos: repetir promesas, usar jiribillas
populares como si fueran nuevas, cambiar de postura como si fueran zapatos y no
pagar costos por ello. Los orígenes nacionalistas de la campaña presidencial de
Donald Trump de 2015-16, por ejemplo, pueden trazarse a 1992: la demagogia y
discurso estridente, nacionalista, aunque menos violento, de un independiente
que se lanzó en busca de la Casa Blanca: Ross Perot. En 2016 como en 1992, los
disparates y las aseveraciones sin sustento, por ejemplo, en temas de comercio
internacional, fluían como agua sin que los candidatos antes y ahora tuviesen
que contrastar sus dichos con los hechos.
La retórica anti Washington y anti
establishment que ha dominado la política americana y de otros países ha sido
usada por todos: demócratas, republicanos, activistas del Tea Party,
independientes e incluso “socialistas” como el senador Bernie Sanders, quien en
2016 lanzó una muy atractiva campaña en pos de la nominación del Partido
Demócrata.
Finalmente, un tema que brota una y otra vez
en la obra de Aguirre es el desgaste natural del ejercicio del poder que lleva
al abuso del poder, a la corrupción, al nepotismo y al desenamoramiento de los
electores. Si en los sistemas presidenciales hay mandatos fijos de tiempo y
restricciones absolutas o relativas para la reelección, en los sistemas
parlamentarios el límite lo da la popularidad, la gobernabilidad al interior de
los partidos y el entorno económico que debido a los ciclos coloca con
frecuencia a los líderes políticos en una situación de declive.
Si Margaret Thatcher había inaugurado una
revolución conservadora en 1979, no solo al interior de su partido sino en el
mundo occidental, el ejercicio del poder desgastó su posición y eventualmente
llevó a los tories a perder el poder en 1997. Si Tony Blair había sido un icono
de renovación del Partido Laborista a mediados de los años noventa y llevado
nuevamente a la izquierda nuevamente a Downing Street, fue el ejercicio del
poder y su osadía de apoyar la guerra de Iraq en 2003, lo que lo llevó a su
desgaste y nuevamente al regreso de otros al poder en la Gran Bretaña.
Lo mismo ocurrió en España como lo narra el
capítulo dedicado a Felipe González, donde describe su ascenso en 1982 y su
gradual, pero imparable, declive que culminó con el triunfo del Partido Popular
en 1999. Por más carisma y talento que tuviese González en España o Blair en
Gran Bretaña, el ejercicio del poder desgasta: siembra enemigos, cosecha
acusaciones, detona la corrupción y eventualmente el enamoramiento termina en
divorcio, tan solo para que inicie un nuevo ciclo que termina lustros después.
El futuro de las elecciones
Al concluir la lectura de este magnífico
libro, la sensación que queda es que habrá pocas sorpresas en el horizonte; que
las elecciones seguirán celebrándose con personajes de diferente calibre:
visionarios, talentosos, incansables, oportunistas, ignorantes con sentido
común, mitómanos y megalómanos.
Ya está cambiando el medio para difundir el
mensaje, pero como en las novelas de amor, los temas serán los mismos: acabar
con los privilegios, ampliar las oportunidades, procurar justicia, mejorar la
seguridad de las personas. Las redes sociales, como los medios electrónicos
antes, jugarán un papel creciente en la competencia electoral y cambiarán la
envoltura de los mensajes, pero éstos seguirán siendo los mismos, en buena
parte, como resultado de que la política ha sido, todavía, insuficiente para
cumplir las promesas que los políticos hacen en campaña.
Y en ese entorno, la anti-política y el
populismo seguirán siendo un buen negocio de los oportunistas, de los ingenuos
o de los salvadores para ofrecer el cielo en la tierra sin cambiar demasiado
las cosas
Luis
Carlos Ugalde
Ciudad
de México, marzo de 2016
Auge y Decadencia de las Elecciones en el Mundo: introducción del libro
Introducción
Auge y Decadencia de las Elecciones en el Mundo
“La democracia: ¡Esa manía de contar cabezas!"
F.
Nietzsche
La historia de las naciones democráticas es
la historia de sus elecciones. En cada proceso electoral se determina el rumbo
que un país seguirá en los años siguientes en los terrenos económicos,
políticos, sociales e internacionales. Las elecciones son las coyunturas
neurálgicas de nuestro tiempo. Tras la derrota del nazi- fascismo en la Segunda
Guerra Mundial, la democracia se prestigió como el sistema político más
plausible, lo que pareció corroborarse décadas más tarde con la caída del muro
de Berlín y la consiguiente vorágine democrática que invadió Europa del Este.
En un período de tiempo asombrosamente corto arribó la democracia a tambor
batiente a todas las naciones que alguna vez conformaron al bloque soviético,
desde las remotas regiones siberianas hasta los montañosos pueblos en Albania.
En América Latina, también en un lapso vertiginoso, incluso los más
recalcitrantes militarismos latinoamericanos cedieron el poder a gobiernos
democráticamente electos, mientras en Asia desde los llamados "tigres"
del Pacífico hasta la atribulada Indochina emprendían el camino de la apertura.
Fue en 1989 que Francis Fukuyama escribió, célebremente: “Quizá seamos testigos
del punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la implantación de
la democracia liberal occidental como forma definitiva del gobierno humano.” Ya
iniciada nuestra centuria, también en las naciones del África Subsahariana,
dentro de las cuales se encuentran las sociedades más precarias del planeta,
comenzaba a vislumbrarse un cambio democrático, y las inusitadas rebeliones de
la llamada "Primavera Árabe” esbozaron, en su momento, cierto espejismo
democrático.
Sin embargo, a estas ráfagas de cambios ha
seguido una etapa de crecientes y severos cuestionamientos a la funcionalidad de la democracia.
Actualmente los partidos políticos y, en general, las instituciones de
representación política padecen de una severa crisis de legitimidad. En los
cinco continentes han surgido opciones que con la bandera de la “antipolítica”
y la pretensión de constituir opciones “puramente ciudadanas” han cobrado
excepcional popularidad y representan serios retos para los partidos
tradicionales. Asimismo, el abstencionismo electoral crece en numerosas
democracias y aparecen con cada vez mayor frecuencia campañas más o menos
espontaneas que invitan a los ciudadanos a anular su voto como forma de
protesta contra la clase política. Es previsible que todos estos fenómenos
crezcan en los próximos años. Larry Diamond ya advertía
en 2005 de un moderado, pero constante, declive democrático y no sólo en los
países en desarrollo o de democratización reciente, sino también en Occidente y
Estados Unidos. Por el contrario, mientras el prestigio de la democracia se
quebrantaba, crecía la presencia e influencia de regímenes autoritarios como
los de China, Rusia, Irán y populismos latinoamericanos.
Los movimientos emergentes acusan a los
partidos tradicionales de abandonar su obligación de establecer relaciones
abiertas con la sociedad para centrar su lucha en la obtención y el mantenimiento
del poder, de desgastarse en estériles pugnas antes que encarnar los valores y
aspiraciones de los electores y de ser incapaces de ponerse a tono con las
exigencias del mundo contemporáneo. Los constantes y cada vez más ignominiosos
escándalos de corrupción, la profundización de la pobreza, las crisis
económicas recurrentes, la creciente separación entre las élites políticas y
los gobernados, la tendencia mundial de mayor concentración de la riqueza en
pocas manos y el permanente incumplimiento de las promesas de campaña, son los
factores clave en la pérdida de confianza de la ciudadanía. También muchos
perciben un notable decaimiento en el nivel de los liderazgos políticos. El
filósofo Tony Judt escribió en un brillante ensayo, poco antes de morir:
“Durante el largo siglo del liberalismo constitucional, de Gladstone a Lyndon
B. Johnson, las democracias occidentales estuvieron dirigidas por hombres de
talla superior. Con independencia de sus afinidades políticas, Léon Blum y
Winston Churchill, Luigi Einaudi y Willy Brandt, David Lloyd George y Franklin
Roosevelt representaban una clase política profundamente sensible a sus
responsabilidades morales y sociales. Es discutible si fueron las
circunstancias las que produjeron a los políticos o si la cultura de la época
condujo a hombres de este calibre a dedicarse a la política. Políticamente, la
nuestra es una época de pigmeos”.
Es así que se percibe a democracia como
incapaz de funcionar como un mecanismo de transformación social o de
redistribución de oportunidades para funcionar como meramente cancha exclusiva
del juego de sectores poderosos e influyentes. Se habla hoy como nunca antes de
democracias degradadas, corruptas, carentes de reglas justas, en fin, de una
democracia de muy baja calidad, sin proyecto y sin audacia, restringida
únicamente a la tarea de renovar élites y elencos, que ha propiciado una
pérdida de credibilidad en las instituciones y una devaluación generalizada de
la política.
Tradicionalmente, las elecciones
funcionaban por intermedio de organizaciones que proponían candidatos
representativos de determinados bloques de opciones políticas expresados en una
plataforma electoral. Sin embargo, por diversos motivos, esta vieja práctica se
ha vuelto obsoleta. Los armazones ideológicos han perdido fuerza. Los votantes
no aceptan ya plantillas programáticas, por eso los partidos se han
transformado en máquinas constituidas por cuadros de profesionales muy
organizados como estructura, pero cada vez menos identificados con un puntal
filosófico. Paradójicamente se han vuelto más tribales al perder sus
peculiaridades ideológicas. En los partidos actuales, pertenecer importa más
que creer. Esta trivialización los aleja del ámbito ciudadano. La inmensa
mayoría de los electores no desea pertenecer a partido alguno, por tanto, el
juego electoral se convierte en un deporte de minorías. El resultado es una
desconexión evidente entre los actores políticos y el electorado. Como los partidos
son los principales responsables de la representación parlamentaria, esta
desconexión afecta a una de las instituciones democráticas cruciales. La gente
ya no se considera representada por los parlamentos, por consiguiente, éstos
pierden legitimidad en la misión de tomar decisiones en su nombre.
Ante este panorama no es de extrañar que
proliferen movimientos y candidaturas independientes o “antipolíticas” que
dicen ser ajenos a los intereses y prácticas de los partidos tradicionales. Sin
embargo, no debe perderse de vista que esta revolución de la antipolítica
muchas veces ha desembocado en desilusiones aún mayores. En naciones como Italia, Japón, Venezuela y
Perú emergieron en el pasado reciente grupos encabezados por caudillos
pretendidamente “civiles” que decían encabezar una revuelta de las “auténticos”
ciudadanos en contra de los “perversos políticos de siempre”. En su momento se
tenía la esperanza de que el surgimiento de candidatos supuestamente ajenos a
los grupos de poder y dueños de una fachada “ciudadana” fuera capaz de
revigorizar los gobiernos de países que habían padecido clases políticas
excesivamente corruptas e ineficientes. Los resultados, a la vuelta de los
años, fueron enormemente decepcionantes. Los caudillos “civiles” resultaron muchas
veces peores que los políticos tradicionales y algunos países que se embarcaron
en la aventura de tratar de reconstruir sus sistemas de partidos seducidos con
el discurso de la antipolítica enarbolado por estos ciudadanos supuestamente
“impolutos” cayeron en graves crisis de diversa índole, cuando no en las garras
de regímenes abiertamente despóticos. Y con el autoritarismo nunca llegan esas
soluciones fáciles a problemas complejos que siempre ofrecen los líderes
mesiánicos, sino todo contrario, sobreviene la violación sistemática de los
derechos humanos, más corrupción, peor subdesarrollo, y –a la larga- mayor
concentración de la riqueza en las manos de oligarcas con el consiguiente
empeoramiento de la pobreza.
Asimismo, el debilitamiento de los partidos
puede dar lugar a una excesiva personalización de la política y a incrementar
la influencia de poderes fácticos, de los intereses económicos, de los grupos
de presión y medios de comunicación.
Ante la ineptitud de la política, la plutocracia y la “mediocracia”
pueden ganarle la batalla a la democracia. Sí, debe dársele la bienvenida a la
aparición de nuevos movimientos y candidaturas independientes. Pero es
importante no caer en la tentación de idealizar estas opciones. Si bien los
partidos han entrado en crisis y debe demandárseles encontrar fórmulas para
reconectar con la ciudadanía, también es cierto que una sociedad políticamente
madura entiende que la democracia es un sistema de gobierno, en buena medida,
desilusionante, y que los atajos a los desafíos sociales son quimeras que
venden los demagogos.
También hay quienes postulan que los males
de la democracia solo se solucionan con más democracia y exploran alternativas
para ampliar la pluralidad de la participación ciudadana, pero cada una de las
alternativas plantea sus propios problemas. La acción directa mediante
manifestaciones callejeras se ha vuelto un hecho común y -a menudo- eficaz,
pero es muchas veces violenta y suele servir solo para enquistar posturas.
Además, tenemos a las organizaciones no gubernamentales, en principio más
estrechamente vinculadas con la ciudadanía, aunque sus estructuras suelen ser
muy poco democráticas. Sobra quien propone apelar al máximo a la democracia
directa, sobre todo ahora en la era del internet, pero no es posible establecer
conexiones duraderas entre gobernantes y gobernados reduciendo el debate
público al simple referéndum cotidiano. Lo dijo De Gaulle poco tiempo antes de
renunciar a la presidencia: “Los referéndums son peligrosos porque suele
ocurrir que la gente no responde a la pregunta que se le fórmula”.
Desafío hercúleo será revertir la
desilusión con la democracia y las elecciones en este siglo en que impera la
cultura de la inmediatez y de la satisfacción instantánea. La democracia es, a final de cuentas, un
sistema ingrato, aburrido, siempre nugatorio. Es la tierra de las
negociaciones, de los “toma y daca”, de las limitaciones que impone lo que
Bismarck llamó “mundo de lo posible”. La demanda de inmediatez produce que el
exceso de pragmatismo, la frivolidad, lo efímero, la simplicidad conceptual y
la retórica meramente persuasiva. El espectáculo vende más que las ideas y los
razonamientos. Lo superficial prima sobre lo esencial. Se va perdiendo la
dimensión de las cosas en el afán de hacerse del poder por el poder mismo.
Dicho en los términos expresados por Ralf Dahrendorf: “A esta altura, entra en
juego otro hecho totalmente disociado de aquél. El pueblo está más impaciente
que nunca. En tanto consumidor, se ha habituado a la gratificación instantánea.
Pero como votante debe esperar a que se manifiesten los frutos de su elección
en las urnas, si los hubiere. A veces, nunca ven los resultados deseados. La
democracia necesita tiempo, no sólo para votar, sino también para deliberar,
revisar y compulsar. El consumidor-votante es reacio a aceptar esto y, por
ende, se aparta”.
El fenómeno electoral y todo lo que le concierne
merece conocimiento y reflexión. Este libro es un sucinto recorrido por
treinta y cuatro de los procesos electorales más emblemáticos y trascendentales
celebrados en el mundo a partir de 1945. Pone el énfasis en la descripción de
los candidatos que las protagonizaron y de los avatares políticos y muchas
veces personales que enfrentaron en su afán de conquistar el poder. También
describe brevemente los contextos nacionales en los que estas elecciones se
llevaron a cabo y analiza lo que algunos llaman, no sin algo de pedantería,
“estrategias de comunicación política”. No se pretende hacer un examen “a
fondo” sociológico o politológico del fenómeno electoral, ni se examinan los
“pros y contras” de los sistemas de votación, y mucho menos es una historia
conceptual de ideologías políticas, Simplemente se trata de un ejercicio para
repensar la evolución (¿involución?) de las elecciones en el mundo. Por aquí
desfilan los grandes y pequeños candidatos, los estadistas y los payasos, los
visionarios, demagogos, tecnócratas, oportunistas, semianalfabetos y mesiánicos
que han protagonizado el drama electoral desde las cimas de su auge hasta las
simas de su triste decadencia.
lunes, 6 de octubre de 2014
En 2016 se Publicará el Libro "Historia de las Elecciones: de Winston Churchill a Donald Trump"
En algún momento de 2016 se publicará el libro "Historia de las Elecciones: de Winston Churchill a Donald Trump". Abordará las más notables campañas electorales desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta el momento y analizará, entre otras cosas, la profunda crisis de representatividad en la que están inmersos los partidos políticos en pleno siglo XXI. Para tal efecto estoy revisando exhaustivamente las entradas de este blog y publicándolas en El Blog de Pedro Arturo Aguirre. Estarán ahí hasta que el libro esté publicado y, entonces, necesariamente las entradas desaparecerán de uno y otro lado. Estén pendientes.
sábado, 12 de enero de 2013
Las Elecciones de la “Mayoría Silenciosa”
El gran tropiezo
de la administración Johnson fue, sin lugar a dudas, su política en Vietnam.
Desde agosto de 1964, con el pretexto de que unos buques de guerra
norteamericanos habían sido atacados por lanchas torpederas norvietnaminatas en
el golfo de Tonkin, la Casa Blanca recibió del Congreso la autorización para
adoptar "todas las medidas necesarias para repeler la agresión y prevenir
nuevos ataques". Un poco más tarde -a principios de 1965- el presidente y
sus asesores llegaron a la conclusión de que el Vietcong no podría ser derrotado sin una mayor
intervención norteamericana. Se dio entonces la orden de iniciar bombardeos
indiscriminados sobre Vietnam del Norte. También a partir de ese momento,
Washington se dedicó a enviar cada vez más refuerzos militares, hasta llegar en
1968 a la cantidad de 500,000 efectivos. El número de bajas aumentaba en la
misma proporción. En octubre de 1967, el Pentágono anunció que los estadounidenses
muertos o heridos en combate sumaban la cantidad de 101,031. Para 1968, el tonelaje total de bombas
arrojado sobre Vietnam del Norte ya superaba al lanzado por las fuerzas aéreas
aliadas durante toda II Guerra Mundial. Pero a pesar de esta escalada en la
ofensiva y a la utilización de defoliantes, napalm y otros productos químicos
en el frente, los vietnamitas no se daban por vencidos.
Mientras en
Indochina se agravaba el conflicto, al
interior del la Unión Americana el panorama empezaba a oscurecer. Una grave
crisis social y política estallaría como consecuencia de la guerra y como
resultado del fracaso parcial de los proyectos sociales del gobierno. Además,
las tensiones raciales volverían a estallar, ahora con un nivel de violencia
desconocido hasta ese momento.
Durante los dos
primeros años posteriores a su elección como presidente, Johnson siguió
preocupándose por llevar adelante su programa de la Gran Sociedad. Aprovechando
la enorme mayoría demócrata en el Congreso (resultado del aplastante triunfo de
este partido en 1964 que le permitía al gobierno superar a la coalición
republicanos-demócratas del sur), el presidente hizo aprobar importantes
legislaciones en los temas de renovación urbana, salud, educación , desarrollo
regional y apoyo a minorías; entre otras. La reforma social demandaba fuertes
erogaciones por parte del gobierno. Durante los cinco años de la presidencia de
Johnson, sólo en lo que se refiere la educación los gastos estatales se
quintuplicaron, mientras los dedicados al sector sanitario se triplicaron.
Paralelamente al
crecimiento sin medida del Estado bienestar empezaron a aparecer deficiencias.
En muchos casos, los recursos destinados a los programas sociales del gobierno
nunca llegaban a beneficiar a sus destinatarios, ya que o se perdían en la
compleja maraña burocrática o se aplicaban en satisfacer otro tipo de
necesidades. Además, las cuantiosas erogaciones estatales sólo podían ser
subsanadas mediante un monstruoso déficit gubernamental, que para principios de
1967 sumaba la astronómica cantidad de 9,700 millones de dólares. Por si fuera
poco, la guerra de Vietnam estaba obligando a la administración a desviar
recursos destinados a los programas de
la Gran Sociedad para cubrir las crecientes prioridades militares.
El gobierno no
sólo tenía dificultades económicas a causa del déficit en sus presupuestos. La
balanza comercial también presentaba preocupantes números rojos. Por su parte,
la inflación aumentaba, revirtiendo en gran medida con sus efectos todos los
esfuerzos efectuados durante la "guerra contra la pobreza". Sin
embargo, la expansión continuaba. El producto nacional bruto alcanzó, en 1967,
la cifra récord de 785,000 millones de dólares y (un año más tarde) este número
se incrementó a 860,000 millones de dólares. En buena medida este crecimiento
debió mucho al impulso que la industria militar recibió por la Guerra de
Vietnam.
La inflación, el
enorme déficit presupuestal y (sobre todo) Vietnam perjudicaron notoriamente la
popularidad del gobierno. En las elecciones intermedias de 1966 para renovar al
Poder Legislativo, los demócratas perdieron 47 escaños en la Cámara de
Representantes. Los republicanos y los demócratas del sur volverían a tener la
suficiente fuerza para obstaculizar la labor de Johnson. La aprobación de
nuevas leyes para ampliar los derechos civiles, para fortalecer las medidas
anticrimen, para promover programas de ayuda al exterior, para apoyar la
campaña contra la pobreza y para procurar la renovación urbana fueron puestas
en suspenso. El Congreso también se negó a aprobar un incremento de 10% a los impuestos, que se hacía urgente como
una medida para combatir al déficit.
Cabe decir que
rumbo al final del mandato de Johnson, las relaciones entre los Poderes
Legislativo y Ejecutivo mejoraron.
Finalmente pasaron las iniciativas del gobierno sobre derechos civiles,
lucha contra el crimen y aumentos en los impuestos. Pero los recortes a los
presupuestos continuaron, así como los esfuerzos para combatir la inflación.
En el frente
racial se verificaron una vez más intensas luchas, que adquirieron en estos
años una virulencia sin precedentes. El escenario en esta ocasión no sería,
como antaño, al racista y conservador sur, sino las grandes ciudades del este,
del medio oeste y de California. Los
negros, desesperados por la falta de eficacia mostrada por las medidas
adoptadas por las administraciones demócratas en favor de los derechos civiles,
estaban mudando de estrategias. La "resistencia pacífica" practicada
por Luther King y otros dirigentes empezó a ser remplazada por los métodos
violentos de nuevos movimientos de tendencia revolucionaria. El clímax de los
enfrentamientos raciales se produjo en abril de 1968, cuando más de 50 ciudades
norteamericanas fueron azotadas por los motines protagonizados por los negros
tras el asesinato de Martin Luther King en la ciudad de Memphis a manos de un
fanático blanco.
A todas las
dificultades de la administración había que sumar todavía la conflictividad en
las relaciones industriales. Huelgas en varios sectores productivos estallaron
en demanda de mejoras salariales. Johnson se vio obligado a recurrir a la ley
Taft-Hartley, tan repudiada por el Partido Demócrata, para poder hacer frente a
la situación.
Por todas partes
existía la sensación de que la sociedad norteamericana estaba en un proceso de
franca descomposición. Las escenas de las atrocidades cometidas por el ejército
norteamericano, el más poderoso del mundo, en contra de la población indefensa
de un país subdesarrollado habían sacudido a la opinión pública. La Guerra de
Vietnam dio lugar a numerosos cuestionamientos entre los norteamericanos,
quienes se preguntaban sobre el papel que su país debería jugar en el
mundo.
Los bombardeos
masivos sobre Vietnam del Norte, el reclutamiento de jóvenes para ser enviados al Sudeste
asiático y la mala conducción militar, fueron motivos más que suficientes para
originar un vasto movimiento nacional en contra de la guerra. Manifestaciones
de protesta se celebraron a lo largo de todo el país, contando con la presencia
de millares de jóvenes, estudiantes, intelectuales, negros, chicanos y miembros
de grupos pacifistas. Y a medida de que en Estados Unidos crecía la oposición a
la guerra, en el frente de batalla cundía la desmoralización de los soldados,
forzados a pelear por una causa en la que no creían. Vietnam se convertía en
una trágica aventura de la que Washington no sabía como salir.
Todo este
conflictivo escenario fue el telón de fondo de la elección presidencial de
1968. La Guerra de Vietnam estaba dividiendo gravemente a los demócratas.
Distinguidas personalidades al interior de este partido, incluido el senador
Robert F. Kennedy, eran acérrimos críticos de la política vietnamita del
presidente. Sin embargo, para la primaria de Nueva Hampshire el único demócrata
que se presentó para retar a Johnson fue Eugene McCarthy (senador por
Minnesota) quien defendía una plataforma completamente pacifista. Aunque
Johnson salió triunfador en Nueva Hampshire, lo hizo con una diferencia mínima (menos de ocho puntos porcentuales),
demasiado escasa para un presidente en funciones. Al igual que Truman en 1952,
Johnson renunció a buscar la reelección tras su fracaso en Nueva Hampshire.
Con el retiro del
presidente se inició una encarnizada lucha al interior del Partido Demócrata en
busca de la nominación presidencial; con Kennedy, Humphrey, y McCarthy como
principales protagonistas. Pero cuando
el senador Kennedy parecía perfilarse como el seguro ganador, apareció nuevamente
la oscura arma del asesino. Un emigrado jordano de origen palestino, Sirhan B.
Shirhan, disparo las balas de su pistola sobre Kennedy cuando éste festejaba su
triunfo en la primaria de California.
La Convención
Nacional Demócrata se celebró en Chicago a finales de agosto en medio de un
ambiente de violencia. Miles de personas, que se manifestaban en contra de la
guerra a las afueras de la sede de la convención, fueron brutalmente reprimidas
por las fuerzas del orden. Mientras esto sucedía en las calles, los delegados
se daban a la tarea de designar candidato presidencial. Tras el asesinato de
Robert Kennedy sólo quedaban McCarthy y Humphrey como aspirantes con
posibilidades serias. El primero había obtenido un número considerablemente
mayor de votos durante las primarias, pero sus posiciones liberales y su
vocación pacifista eran mal vistas por el establishment demócrata. El
vicepresidente, quien era partidario de mantener sin mayores variaciones la
actitud asumida por Johnson en Vietnam, era el preferido de la dirigencia. En
el momento de la votación, Humphrey se impuso fácilmente, apoyado por toda la
maquinaria del partido. Como su compañero de fórmula, Humphrey designo a Edmund
Muskie (senador por Maine) uno de los legisladores demócratas con mayor prestigio.
La plataforma
electoral fue resultado de una difícil negociación entre las alas liberal y
moderada. Había recogido casi una a una las demandas de los liberales en lo
concerniente a la política interior, pero sobre Vietnam mantenía los puntos de
vista de la administración Johnson. El documento era favorable a poner fin a
los bombardeos sobre Vietnam del Norte, pero sólo cuando esta acción "no
pusiera en peligro la seguridad de las tropas estadounidenses". Reiteraba
la decisión estadounidense de retirar sus tropas "sólo cuando el Vietcong
cesara sus actividades en el sur y se replegara al norte". Una vez
concertado el alto al fuego, se deberían celebrar elecciones libres en Vietnam
del Sur y de ser así, Estados Unidos colaboraría gustosamente a la
reconstrucción de ambos sectores del devastado país. Asimismo, una nueva
administración demócrata sentaría las bases para que en el futuro la armada
sudvietnamita pudiera hacer frente a eventuales amenazas militares.
Sobre otros temas
de política exterior, los demócratas confirmaron su apoyo a Israel (que acababa
de vencer a sus vecinos árabes en la guerra de los seis días) y manifestaron su
disposición a reconocer a la China comunista cuando esta nación "decidiera
convertirse en un miembro responsable de la comunidad internacional" En los asuntos internos, el dueto
Humphrey-Muskie subrayaba la necesidad de combatir a fondo al crimen y a la
violencia en las grandes ciudades, mientras que en el terreno económico
proponían la elevación de los impuestos a las personas con altos niveles de
ingresos.
Por su parte, los
republicanos tendrían unas elecciones primarias y una Convención marcadamente
más tranquilas que las de sus adversarios. El ex vicepresidente Richard Nixon
volvió a presentarse como aspirante, al igual que Nelson Rockefeller. Ronald
Reagan (gobernador de California) y George W. Romney (gobernador de Michigan)
también saltaron a la palestra. Nixon era un ejemplo viviente de constancia.
Apenas dos años después de su derrota en las elecciones de 1960, había
fracasado en su intento por convertirse en gobernador de California. Cuando
todos daban la carrera de Nixon por terminada,
éste se mudó a Nueva York y mantuvo actividad política intensa, fortaleciendo
sus alianzas con los sectores conservadores del Partido Republicano. Por su
parte, Rockefeller se presentaba a las primarias nuevamente como cabeza del
sector moderado, con la esperanza de que el escándalo sobre su divorcio hubiese
quedado en el olvido.
Nixon logró un
buen porcentaje de los votos republicanos y fue nominado candidato presidencial
en Miami a principios de agosto por la Convención Nacional de su partido. Las
enormes diferencias entre el archiconservador Reagan y el liberal Rockefeller
hicieron imposible la conclusión de un acuerdo para la designación de otra
persona. El discurso de aceptación de Richard Nixon fue una poderos pieza a
oratoria que pasó a la historia por que en ella el candidato utilizó el fmoso
concepto de “la mayoría silenciosa”. Para la vicepresidencia, Nixon escogió al
gobernador de Maryland, Spiro T. Agnew, quien originalmente había aparecido
como partidario de Rockefeller, pero que supo cambiar de tren en el momento
adecuado. La plataforma republicana era marcadamente menos conservadora que la
presentada por el partido en 1964. Se trataba de un documento que pretendía
"mediar" entre las posiciones de los moderados y los conservadores
sobre los temas de política exterior e interior para no provocar una división
que comprometiera el triunfo en los comicios generales.
Sobre Vietnam,
los republicanos acusaban a la administración demócrata de haber fracasado
"militar, política y diplomáticamente". Opinaban que la guerra
debería "desamericanizarse", procurando el fortalecimiento de las
fuerzas armadas del sur hasta que estas pudieran defenderse solas. Una vez
cumplido este objetivo, las fuerzas norteamericanas volverían a casa. La
plataforma evitaba toda referencia a los bombardeos. Sobre la defensa y
seguridad nacionales, se censuraba al gobierno de Johnson por no haber
desarrollado armas nucleares y convencionales que garantizaran la superioridad
bélica de los Estados Unidos sobre la Unión Soviética. Los republicanos también
manifestaban su pleno apoyo a Israel, establecían que el reconocimiento de China
Popular no era viable "en las actuales circunstancias", declaraban su
preocupación por el incremento del crimen y de los desordenes raciales al
interior de los Estados Unidos y, en el terreno económico, condenaban la
"desadministración" demócrata, prometiendo una reorganización de los
presupuestos gubernamentales e incluso un recorte en los impuestos "una
vez terminada la sangría de recursos que supone el conflicto en Vietnam".
Un tercer
candidato se presentó para participar en la competencia presidencial. Se
trataba de George Wallace (gobernador de Alabama) que promovió la creación del
Partido Independiente Americano (American Independient Party). Wallace era un
radical de derecha que como gobernador se había opuesto terminantemente a la
implantación de los derechos civiles en su estado. La plataforma del Partido
Independiente Americano mantenía la necesidad de buscar una paz negociada en
Vietnam, pero sí el diálogo fracasaba, habría entonces que imponer una solución
militar. Wallace pretendía reforzar al máximo el poder de las autoridades
locales y estatales frente la federación, declaraba su oposición a la Ley de Derechos Civiles de
1968 y ofrecía extender los beneficios de la seguridad social e incrementar los
subsidios agrícolas. También proponía que
los jueces de la Suprema Corte de Justicia se sometieran su confirmación
periódica por el Senado en intervalos razonables.
George Wallace no
aspiraba a obtener el triunfo nacional, pero sí tenía la esperanza de ganar en
el sur los suficientes votos para llegar al Colegio Electoral con una fuerza
relativa y fungir como "fiel de la balanza" en caso de que un
resultado demasiado reñido impidiera que alguno de los aspirantes de los dos
grandes partidos obtuviera la mayoría absoluta. De esa forma, los radicales
impondrían al presunto ganador una serie de condiciones en el momento de la
negociación.
La campaña
electoral fue bastante anodina. Las diferencias entre ambos candidatos no eran
significativas. Los republicanos se presentaban como favoritos, dado la
división interna de los demócratas y la candidatura independiente de Wallace.
El 31 de octubre, unos días antes de la celebración de los comicios, Johnson
anunció la suspensión de los bombardeos a Vietnam del Norte, como parte de una
maniobra destinada a beneficiar a los demócratas.
Las elecciones de
1968 tuvieron como desenlace una apretada victoria a Richard Nixon, que
consiguió el 43.4% de los votos populares, apenas siete décimas arriba de lo
obtenido por Humphrey. Pero pese a lo reñido del resultado, en el Colegio
Electoral Nixon alcanzó el 55.9% de los votos, echando por tierra las
esperanzas de Wallace. Los republicanos ganaron en el oeste, en partes del
medio oeste y en algunos estados del sur; mientas que los demócratas triunfaron
en la mayor parte de los estados del
este, en algunos de la región de los Grandes Lagos y sólo en uno del antiguo
"sólido sur": Texas. Wallace ganó en 5 estados sureños (Arkansas,
Louisiana, Alabama, Mississippi y Georgia).
El Congreso
siguió dominado por los demócratas, pese a una ganancia de los republicanos de
5 escaños en cada una de las cámaras.
martes, 6 de noviembre de 2012
Thatcher, la hora de una opción radical.
El estrecho margen por el que el Partido Laborista consiguió
derrotar a los conservadores en octubre de 1974 de ninguna manera dejaba
tranquilo a Harold Wilson. Sobre el gobierno pendería una "espada de
Damócles", ya que con unas cuantas derrotas en By elections o con
eventuales defecciones de parlamentarios (tan comunes en el Partido Laborista)
la administración Wilson volvería a estar en una posición minoritaria en el
parlamento. La escasa mayoría gubernamental en poco colaboraría en el combate
contra la crisis económica, que cada vez se hacía más difícil. La inflación
llegaba a niveles históricos. En el período 1972-73 registró un aumento de
9.2%, en 1973-74 subió a 16% y en 1974-75 alcanzó el 24.1%. Para enero de 1975,
la cifra de desempleados rebasaba los 700,000 y la balanza de pagos conocía
déficits sin precedentes. Empero, la mala situación de la economía no impidió
al gobierno anunciar nuevas legislaciones de reforma, sobre todo en el campó de
la educación.
Pero el panorama económico, lejos de mostrar signos de
recuperación, se complicaba. Para mediados de 1975 era evidente que la política
de Social Contract había fracasado, por lo que el gobierno se vio nuevamente
obligado a aumentar impuestos, recortar presupuestos y disminuir subsidios. Se
hicieron nuevos esfuerzos, todos infructuosos, por acordar con los sindicatos
fórmulas para imponer restricciones a los aumentos salariales. La espiral
inflacionaria siguió creciendo, alentada ahora por la situación de recesión
internacional que el mundo padeció a mediados de los setentas. Las presiones
contra la libra volvieron con fuerza, llevando a la divisa británica a
cotizarse de 2.024 dólares por libra en enero de 1976 a 1.637 en septiembre del
mismo año.
El 5 de julio de 1975 se efectuó el referéndum nacional para
decidir la permanencia o el retiro del Reino Unido de la Comunidad Económica
Europea, prometido por los laboristas en su manifiesto electoral. El gobierno
de Harold Wilson recomendó a los electores votar por el Si, contraviniendo la
posición anti-CEE del ala izquierda del laborismo. De hecho, varios ministros
laboristas (Michael Foot, Tony Benn y Barbara Castle entre ellos) manifestaron
públicamente su opinión contraria a la membresía británica a la Comunidad. El plebiscito arrojó un resultado ampliamente
favorable a la permanencia en la CEE en los tres países del reino. En
Inglaterra se decidieron por el Si el 68.7% de los electores, mientras que en
Escocia lo hizo el 58.4%; en Gales el 64.8% y en Irlanda del Norte el 52.1%. En
total, el 64.5% de los votantes del Reino Unido que participaron en el
referéndum dieron una respuesta afirmativa.
Tras el contundente triunfo del Si, la cuestión del ingreso a
la CEE quedó definitivamente cerrada al interior del Partido Laborista, que
accedió a enviar una representación al Parlamento Europeo, e inclusive los
sindicatos solicitaron su entrada a los cuerpos especializados de la CEE que
requerían de su participación. El tema comunitario, una amenaza constante de
división en las filas laboristas, era ahora definitivamente desterrada gracias
a la destreza de Wilson.
Fue precisamente el referéndum sobre la cuestión europea el
último triunfo en la carrera política de Wilson. El 16 de marzo de 1976, de
manera completamente inesperada, el primer ministro anunció su dimisión,
aduciendo cuestiones de edad. Había sido miembro del parlamento por más de
treinta años, ministro en el gabinete durante once y primer ministro por ocho.
Ahora tocaría a otras personalidades el reto de sacar adelante al país. Y,
ciertamente, se trataba éste de un desafío colosal.
En el momento del retiro de Wilson, el antaño poderoso Reino
Unido atravesaba por una de las situaciones más difíciles de su historia. La
crisis arreciaba en medio de enfrentamientos laborales, descomposición social y
con la presencia internacional del país a la baja. Aunado a todos los problemas
nacionales, el sucesor de Wilson tendría que encarar al creciente divisionismo
interno del laborismo y la posibilidad de verse obligado a llamar a comicios
anticipados en razón de la insignificante
mayoría con la que contaba el gobierno. Para reemplazar al primer
ministro, los laboristas eligieron a James Callaghan, ministro del Exterior, no
sin antes efectuar un reñido proceso electoral interno que evidenció aún mas el
alcance de las discordias en el laborismo.
Callaghan heredaba una delicada situación en el parlamento,
agravada por derrotas del Partido Laborista en las By-elections celebradas en
1976. Para lograr un espacio de maniobra, el flamante premier concertó un pacto
informal con los liberales, en virtud del cual el gobierno contaría con su
apoyo en caso de que los conservadores intentaran pasar en el parlamento un
voto de censura. El Partido Liberal esperaba obtener a cambio la posibilidad de
discutir la tan ansiada reforma electoral. El pacto liberal-laborista otorgó un
respiro duradero al gobierno y no aportó, en cambio, grandes beneficios a los
liberales.
Al principiar 1979, el panorama para James Callaghan era
negro. El invierno había sido una verdadera pesadilla. De hecho, pasó a la historia como The Winter of Discontent, haciendo reminiscencias de Macbeth. Desde noviembre de 1978
una ola de graves huelgas azotaba al país, destacando las de las industrias
automotriz y del transporte de energéticos. Por doquier los sindicatos imponían
su ley, ante la mirada impotente del gobierno. El pacto liberal-laborista se
había roto desde mediados de 1978 y durante meses el Partido Laborista lograba
mantenerse en el poder gracias al apoyo de los nacionalistas escoceses, galeses
e irlandeses. Pero tras el fiasco del referéndum sobre la devolution nadie
podía garantizar la futura actitud de estos partidos. El gobierno estaba en el
fondo de un abismo en términos de popularidad, y en las By-elections celebradas
en esta etapa los tories obtenían ventajas por encima de los diez puntos
porcentuales.
Finalmente, la suerte del gobierno fue dictada el 28 de marzo
de 1979, cuando el Parlamento aprobó por margen de sólo un voto (311 a favor y
310 en contra) una moción de no confianza contra la administración. Era la
primera vez desde 1924 que un gobierno era obligado a renunciar por el
parlamento.
Para cuando se aprobó el voto de no confianza en el
parlamento, los tories aventajaban en las encuestas de Gallup por 14 puntos
porcentuales a los laboristas. Thatcher emprendió una enérgica campaña
electoral en la que prometió "devolver al Reino Unido su pasada
grandeza" y anunció la implantación de estrategias neoliberales para
rescatar a la economía revitalizando la producción y combatiendo la inflación.
Los pilares de la recuperación económica serían el apoyo irrestricto a la
empresa privada, los recortes a los impuestos, la privatización de empresas
públicas, la drástica reducción de los presupuestos gubernamentales y, sobre
todo, el combate a fondo contra el poder de los sindicatos.
Para los liberales la elección de 1979 prometía poco. Después
de conocer un sorprendente ascenso en la primera mitad de la década de los
setentas, la fortuna liberal había declinado bajo el gobierno de Callaghan,
primero como efecto del pacto liberal-laborista y más tarde por la
radicalización de las posiciones de los dos grandes partidos. La necesidad de
cambios extremos en el Reino Unido dejaba poco espacio para las opciones de
centro. Por otra parte, se confirmaba un fenómeno ya antes visto en lo
concerniente a los altibajos de la popularidad del Partido Liberal: sí los
laboristas se encontraban en el poder, disminuía la presencia liberal; y sí,
por el contrario, eran los conservadores los gobernantes, el Partido Liberal
veía sus bonos elevarse. Este hecho
comprobaba que los liberales eran vistos como una alternativa por un sector importante de los electores moderados
que optaba por este partido cuando se encontraba a disgusto con los tories.
Los liberales también
habían cambiado de líder. En 1976, luego de varios desilusionantes resultados
en By-elections y en medio de escándalos sobre su vida personal, Jeremy Thorpe
dimitió para ser sustituido por David Steel.
James Callaghan tenía contados sus días como primer ministro.
Sin embargo, se preparó para dar la última batalla. Tuvo éxito en conseguir que
el manifiesto electoral laborista mantuviera un tono moderado; pero su pobre
desempeño en el manejo de la economía y el papel jugado por los sindicatos en
los últimos años ocupaban el centro del debate rumbo a los comicios. Los tories vencieron contundentemente en las elecciones del 3 de mayo de 1979, consiguiendo 71 escaños más que los laboristas. El Partido Liberal sufrió un retroceso respecto a octubre de 1974. Los nacionalistas escoceses sufrieron pérdidas tan espectaculares como sus ganancias de 1974, al disminuir su presencia parlamentaria a sólo 2 MP's y conseguir el 17.3% del voto en Escocia. Plaid Cymru ganó dos escaños, mientras que de los 12 MP's norirlandeses, 10 fueron para los unionistas y 2 para los republicanos.
Margaret Thatcher se convirtió, así, en la primera mujer en la
historia británica en ocupar la jefatura del gobierno. La primera ministra
aplicaría en su administración un programa de reformas radicales, una verdadera
"revolución conservadora", que abriría una nueva etapa en el Reino
Unido e influenciaría enormemente al desarrollo de la política y la economía
internacionales durante toda la década de los ochenta. Su triunfo fue una muestra más de que no siempre es cierto aquello de que "gana las eleeciones quien conquista el centro", sino que en situaciones de crisis profunda las opciones más radicales tienen una fuerte oportunidad de salir victoriosas.
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