Al principio, todo indicaba que sería una tediosa
confrontación entre dos políticos aburridos y anticarismáticos, ambos dueños de
la solitaria virtud de ser los herederos de dos de las familias políticas más
poderosas y distinguidas de Estados Unidos: los Bush y los Gore. Al comenzar el
año 2000, la mayor parte de los analistas apuntaban que la única gran
interrogante a despejar en los comicios de este año consistía en saber si se
repetiría la historia de 1988, cuando el entonces vicepresidente George Bush
padre logró beneficiarse del período de expansión económica de la era Reagan; o
la de 1960, cuando Richard Nixon fue derrotado por el demócrata, John Kennedy,
a pesar de haber protagonizado como vicepresidente los buenos años de la
administración Eisenhower. En momentos de bonanza económica, sin retos
internacionales verdaderamente trascendentales a la vista y con los grandes
partidos norteamericanos pareciéndose cada vez más entre sí en lo que concierne
a sus plataformas políticas, la elección presidencial del 2000 pintaba para ser
la contienda más intrascendente e insustancial de la historia, con dos
políticos de “peso ligero” como competidores, que hacían extrañar el carisma y
la facilidad para la comunicación política de hombres como Ronald Reagan o Bill
Clinton.
Pero este fue uno de los procesos más interesantes,
reñidos y desconcertantes de la historia electoral estadounidense, y su inusual
resultado podría deslegitimizar al gobierno de quien será el 43° presidente del
país, George W. Bush. Algo sumamente grave si se considera que se trata de
quien presuntamente es el líder del llamado “mundo libre”. Ahora, ¿con qué
autoridad política y moral Estados Unidos se presentará ante el mando como el
campeón de la democracia y la libertad, cuando su presidente no fue capaz de
obtener la mayor parte de los votos populares en las elecciones, y cuando las
confusiones poselectorales en Florida fueron dignas de repúblicas “bananeras”?
Los absurdos de esta elección deberán obligar a la clase política norteamericana
a revisar su obsoleto sistema indirecto, que consiste en elegir al presidente
mediante un Colegio Electoral, verdadera reminiscencia del siglo XVIII, e
incluso deberá considerarse seriamente “federalizar” los comicios para
presidente, senadores y miembros de la Cámara de Representantes con la creación
de un organismo central que sea el responsable de la organización de las
elecciones federales, tal y como sucede en todas las federaciones del mundo. Ha
llegado la hora de que Estados Unidos renuncie a su tradicional arrogancia y
acepte que su sistema electoral es deficiente y anacrónico.
Sorpresas y lecciones nos dio la elección
presidencial del año 2000 desde un principio. Primero fueron las primarias,
algo más reñidas que lo esperado gracias a los innovadores mensajes enviados
por los dos retadores del establishment:el republicano John Mc Cain y el
demócrata Bill Bradley, quienes atrajeron a una buena cantidad de electores
independientes atacando problemas por lo general relegados de las preocupaciones
de los grandes grupos de poder, como lo son la necesidad de regular el
financiamiento de las campañas políticas por parte de los particulares y la
excesiva influencia que ejercen las transnacionales en el proceso de
globalización.
Más tarde, ya en plena campaña, el candidato
republicano daría una nueva sorpresa al evitar centrar su campaña en ataques
personales a la “credibilidad” y
“carácter” de su contendiente y enfocarse al planteamiento de su propuesta
política. George W. Bush fue capaz no solo de abandonar una innoble estrategia
que, dicho de paso, fue la principal causante de los fracasos de Bush padre en
1992 y de Bob Dole en 1996, sino que también demostró ser un político
competente e incluso inteligente, enterrando la imagen que muchos tenían de él
como el torpe hijo de un ex presidente, gracias a lo cual pudo conseguir una
considerable ventaja tempranera en las encuestas. El vicepresidente Gore
reaccionó con espíritu vehemente y de la única manera digna como lo podía
hacer: convirtiendo la explicación exhaustiva de su programa de gobierno en el
eje de sus actuaciones. Gore también consiguió dejar atrás, en buena medida, su
imagen de “vicepresidente cara de palo”, para dar lugar a la de un defensor de
las clases trabajadores. De esta forma, el vicepresidente alcanzó e incluso
rebasó en las encuestas a su rival hacia principios de septiembre. Durante el
otoño los candidatos se enfrascaron en una lucha encarnizada, en la cual los
tres debates televisados únicamente sirvieron para confirmar lo dividido que se
encontraba opinión pública.
La elección presidencial en el país más poderoso del
mundo dejó de ser un mero trámite para convertirse en la contienda más reñida e
interesante de la historia reciente. Esto, gracias a que por primera vez en mucho
tiempo los personalismos, superficialidades e incluso los temas coyunturales
pasaron a un segundo plano. A pesar de lo mucho que se ha hablado sobre la
equiparación creciente entre las opciones políticas de centro izquierda y
centro derecha en todo el mundo, lo más importante en la actual contienda
electoral norteamericana es que quedan claras las diferencias de dos formas de
concebir la función del gobierno: una, la demócrata, que cree en el poder
protector y benéfico del Estado; la otra, republicana, que cree sobre todo en
el individuo y en la fuerza liberadora del mercado
Una “guerra de príncipes” se convirtió en un debate
de ideas que puede ser trascendental a nivel mundial. Se trató del duelo entre
dos candidatos competentes que al inicio del siglo XXI apuntaron una sana y necesaria revigorización del
debate político entre izquierda y derecha; entre conservadores y progresistas;
entre los defensores de un Estado atento a sus obligaciones sociales y quienes creen
en el individualismo productivo donde sólo “la nobleza obliga”.
Tradicionalmente, cada vez que hay un presidente
saliente que ha concluido dos mandatos - y que, por lo tanto, tiene un
impedimento constitucional para aspirar a una tercera reelección la lucha por las candidaturas presidenciales
dentro de los dos grandes partidos norteamericanos, Demócrata y Republicano, se
presenta muy cerrada, con la participación de, por lo menos cuatro, cinco o
incluso más aspirantes con verdaderas posibilidades de triunfo. Sin embargo,
para los comicios del año 2000 en ambas formaciones las cosas aparecían más
simplificadas, con dos grandes favoritos en cada partido: el vicepresidente Al
Gore por los demócratas y el gobernador de Texas George W. Bush por los
republicanos, y dos aspirantes a “caballos negros” con, eso sí, remotas
posibilidades de obtener la nominación; el demócrata ex basquetbolista de los
Knicks de Nueva York y ex senador por Nueva Jersey Bill Bradley,
y el republicano, ex combatiente en Vietnam y senador por Arizona John
Mc Cain.
Tras el fracaso del juicio de impeachment contra el
presidente Clinton y de su mala actuación en las elecciones de término medio de
1998, cuando por primera vez desde 1932 un partido en la oposición no pudo
aumentar el número de sus escaños en la Cámara de Representantes, muchos
pronosticaban una inminente derrota del Partido Republicano rumbo a las
elecciones presidenciales del año 2000, a causa de su actitud puritana y de sus magros
resultados legislativos. Además, a finales de 1998 los republicanos no contaban
con un líder claro ni con una plataforma programática confiable que pudiera
sacudirse la influencia de la derecha cristiana fundamentalista y competir
eficazmente contra el mejor argumento que presentan los demócratas: la buena
situación económica que goza Estados Unidos.
Empero, pronto cobraría una insólita fuerza el
gobernador de Texas, George W. Bush, el mayor de los vástagos del ex presidente
George Bush, y que fue catapultado por su inmensa popularidad como gobernante
del segundo estado más rico de la Unión Americana (después de California) y del
inmenso poder e influencia de su clan. Durante 1999, Bush Jr. fue capaz de
cobrar una inalcanzable ventaja sobre todos sus potenciales adversarios dentro
del Partido Republicano, e incluso empezó pronto a ubicase en las encuestas muy
por encima del aburrido vicepresidente Gore. De repente los republicanos
renacían de sus cenizas y gracias al empuje del gobernador de Texas empezaron a
ser considerados favoritos. Desde luego, cabe decir que la ventaja del Bush “el
joven” radica no sólo en popularidad y en la enorme cantidad de recursos que su
maquinaria de campaña fue capaz de recaudar (todo un récord, por cierto). El
gobernador de Texas fue el creador de un nuevo discurso político que con el
título de “conservadurismo compasivo” pretende hacerle la competencia a la ya
célebre “tercera vía” en la que se inscriben tanto el presidente Clinton como
estadistas socialdemócratas europeos como Tony Blair y Gerhard Schröder.
John McCain poseía como sus principales cartas
frente a Bush una buena imagen como hombre franco e inteligente y el haber sido
uno de los impulsores de un tema político toral en Estados Unidos: el control
financiero a las campañas políticas. Las enormes omisiones y fallas que padece
la legislación federal en materia del control a los recursos que obtienen los
candidatos es el verdadero talón de Aquiles de la democracia norteamericana.
Por parte de los demócratas, era de esperarse que Al Gore lograra subsanar el
tamiz de las primarias, sobre todo gracias a que contaba con el abrumador apoyo
el establishment demócrata vía los ya citados “superdelegados”. Pero el
vicepresidente debía soportar rumbo a los comicios de noviembre, además del
estigma de su pétrea personalidad, con el hartazgo de una buena parte de los
electores manifiesta tener con el presidente Clinton y sus escándalos. Gore es
uno de los políticos más brillantes de Washington. Testimonio de ello lo dan su
destacada labor como legislador en los años en que se desempeñó como senador
por Tennessee, el haber sido, con mucho, el vicepresidente más activo en la
historia de Estados Unidos, y el ser adalid de temas contemporáneos como la
protección del medio ambiente y el desarrollo tecnológico. Por su parte su contrincante en las primarias, Bill
Bradley, buscaría dar el campanazo utilizando la fórmula que antes ya han
utilizado muchos outsiders: un discurso populista reivindicador de los viejos
valores del Partido Demócrata.
A pesar de que todos los indicios apuntaban a
fáciles victorias de los dos favoritos, las primarias fueron más difíciles de
lo esperado, sobre todo en el campo republicano. El favorito del aparato del
Partido Republicano y príncipe de la dinastía política fundada por el
presidente que dirigió la guerra del Golfo empezó a revelarse como incapaz de
deshacerse del desafío planteado por McCain. Esta incapacidad llegó a sembrar
dudas sobre lo que parecía claro: que Bush es un caballo ganador.
McCain consiguió una gran victoria al derrotar a
Bush en Nueva Hampshire. Más tarde, venció a Bush en su estado natal, Arizona
y, sobre todo, ganó en Michigan. Bush solamente había sido capaz de ganar en
Carolina del Sur. Las luces rojas se encendieron en la dirigencia republicana.
McCain representaba la bandera de una rebelión contra el aparato del Partido
Republicano. Prueba de ello es que en Michigan miles de electores demócratas e
independientes, también autorizados a pronunciarse en las primarias
republicanas si ese era su deseo, habían preferido asistir a las urnas para
apoyar el mensaje fresco y combativo del senador de Arizona.
Según sondeos de opinión, Bush obtuvo en Michigan
dos de cada tres votos de electores republicanos, pero McCain llevó a las urnas
a cientos de miles de demócratas e independientes entusiasmados por su
condición de viejo guerrero y héroe de Vietnam, su denuncia de las corruptelas
de Washington y su programa reformista, que contenía una mezcla de elementos
conservadores y progresistas. Se calcula que el 52% de los votantes en la
primaria republicana de Michigan no eran republicanos.
Pronto los medios y los analistas consideraron a Mc
Cain como el posible constructor de una interesante coalición de republicanos,
independientes y demócratas conservadores. Bush, que, con su lema
"conservadurismo con compasión", deseaba hacer una campaña centrista,
se está viendo obligado a escorarse a la derecha para garantizarse la
movilización a su favor del voto más conservador. La rebelión de Mc Cain obligó
al establisment republicano a cerrar filas, gracias a lo cual Bush pudo
derrotar de manera contundente en las elecciones primarias del supermartes, que
incluyeron a los grandes estados de Nueva York y California, donde solamente
podían votar republicanos. Su contundente derrota del supermartes obligó a Mc
Cain a abandonar la contienda, pero lo cierto es que el veterano de Vietnam
forzó a los republicanos a marginar a un segundo término sus gastado y moralino
discurso de los "valores familiares", arcana expresión que oculta el
extremismo de derechas del sector más recalcitrante y fundamentalista del
partido, para pasar a ocuparse de problemas reales.
Por su parte, a finales de 1999 las encuestas
indicaban que Bradley tenía la posibilidad de arrebatar a Gore la nominación
Demócrata. Para muchos políticos dentro del Partido Demócrata, el
vicepresidente no tenía con que derrotar a los Republicanos a causa de su
pétrea personalidad y su excesiva cercanía política con Bill Clinton y, por lo
tanto, si el partido quería evitar un cataclismo electoral debía apostar por la
novedad de un Bradley asociado con la honestidad, el progresismo y las “mejores
causas de los demócratas”.
Este reto planteado por el ex senador por Nueva
Jersey fue, a final de cuentas, beneficioso para Gore, quien se vio obligado a
salir de su despacho de Washington y pelear sobre el terreno. De esta forma,
supo recuperarse y vencer en las primarias clara y contundente. A base de una
gran disciplina, Gore dejó de ser un tecnócrata desangelado para pasar a ser un
“fogoso campeón de las clases trabajadoras”. Por otra parte, Gore logró
convencer al establishment demócrata que, pese a todo, seguía siendo la mejor
opción del partido, a causa de su experiencia, sus conocimientos, sus
excelentes conexiones con Wall Street, Hollywood y Silicon Valley, y de la
popularidad que gozaba entre las minorías y las mujeres. El vicepresidente ganó
de manera convincente en Nueva Hampshire, y a partir de entonces el viento
sopló en su favor, obligando a Bradley a retirarse tras el supermartes.
En lo que concierne a la batalla por la Casa Blanca,
era claro que ésta no se libraría únicamente en este terreno dscursivo.
Contaría, y mucho, la imagen personal de los candidatos y su capacidad para
garantizar a sus compatriotas la continuidad de la paz y prosperidad de que
disfrutaron en los años de Clinton. En teoría, Gore tendría todas las de ganar,
como heredero político de un presidente popular y con una economía en plena
expansión. Pero los republicanos le oponen una alternativa mucho más seductora
que la que encarnó en 1996 Bob Dole frente a Clinton. Bush es un hombre
personalmente cordial que es apoyado por un selecto y eficaz equipo de
asesores.
Por otro lado los republicanos vuelven al modelo de
Ronald Reagan, que tan bien les funcionó en los ochenta. Un hombre quizá
simple, pero sonriente, tranquilizador, de sólidos principios y rodeado de
profesionales. Asimismo, los republicanos abandonaron las campañas de
descrédito personal para tratar de hundir a sus adversarios. En su discurso de
aceptación de la candidatura presidencial republicana, Bush no hizo la menor
alusión directa al caso Lewinsky, o la la “dudosa integridad personal” del
presidente o de su adversario. En cambio, denunció que el Gobierno de Clinton y
Gore ha desaprovechado las ocasiones de este gran momento estadounidense para
resolver problemas estructurales, como la mala calidad de la educación pública
y la inseguridad sobre el futuro del Estado de bienestar y para consolidar el
liderazgo internacional del país.
En su
discurso, el primero de su carrera televisado en directo a todo el país,
Bush Jr. prometió gobernar "con espíritu bipartidista" y "para
todos los norteamericanos", citó abundantes ejemplos de su preocupación
por los problemas de los grupos más desfavorecidos, dijo que Estados Unidos
debe "derribar el muro existente entre, de un lado, la riqueza y la
tecnología, la educación y la ambición y, de otro, la pobreza y la prisión, la
drogadicción y la desesperanza" e invitó a as empresas deben a
"tratar con justicia a sus trabajadores y mantener limpios el aire y las
aguas". El candidato republicano prometió trabajar por una "solución
bipartidista" al problema de la financiación de las pensiones de
jubilación (Social Security) y abordó otros dos temas de la agenda demócrata:
la mejora de la educación primaria y la salvación del sistema de asistencia
médica y sanitaria a los ancianos (Medicare). Al sector “duro” de los
republicanos prometió la abolición del impuesto de sucesiones y una sustantiva
rebaja de la presión fiscal, posible dado el superávit presupuestario
estadounidense.
Nunca en la historia reciente de Estados Unidos las
condiciones habían sido tan favorables para que un vicepresidente en ejercicio
suceda en la Casa Blanca a su jefe. No existían amenazas internacionales
graves, el estado de la economía era excelente, el desempleo y la inflación
están a niveles mínimos, la revolución tecnológica iba a tambor batiente y no
se registraban graves conflictos sociales o raciales. Con esos ingredientes,
Gore debería tener casi garantizada a estas alturas la victoria en las
elecciones presidenciales de noviembre. Pero no era así. Lo cierto es que los
estadounidenses daban por descontada la continuidad de la paz y prosperidad y
se inclinan por escoger al futuro inquilino de la Casa Blanca en función de su
personalidad. Era justo frente a la simpleza y simpatía de Bush donde Gore
tenia problemas. El vicepresidente era un hombre demasiado perfecto, dueño de
una personalidad “robótica” a la que le costaba trabajo conectar con la gente
Pero su currículum lejos de ayudar, parecía
estorbarle en la carrera presidencial del 2000. Pronto resultó claro que a Gore
no le bastaría con ser un eficaz perfeccionista sabelotodo para ganar los
comicios. Es por ello que decidió hacer algo radical. A pesar de sus
antecedentes como moderado, el vicepresidente adoptó un discurso enérgico
cercano a las raíces populistas de los demócratas. Gore ofrece a los
trabajadores un programa frente a la plutocracia republicana. En su discurso de
aceptación dijo: “Conozco mis imperfecciones, sé que algunas veces la gente
dice que soy demasiado serio y hablo demasiado de temas profundos".
"La presidenciaes más que un concurso de popularidad, es una lucha diaria
por el pueblo". Se presentó como un campeón de "las familias
trabajadoras" frente a unos republicanos que identificó con "los
poderosos". Detalló un programa más profundo y ambicioso que el de Bush
Jr. Y, consciente de que su principal problema es de imagen, quiso convertir en
fuerza su debilidad. "Si me honran con la presidencia, ya sé que no seré
el político más excitante, pero les prometo que trabajaré por ustedes cada
día".
Gore también utilizó la comparecencia más importante
de su vida política para tratar de desmarcarse de la figura de Clinton. El
presidente sólo fue citado una vez, al principio. "Durante casi ocho
años", dijo el delfín demócrata, "he sido socio del líder que nos ha sacado
del valle de la recesión hacia el más largo periodo de prosperidad en la
historia de Estados Unidos” Afirmó que millones de norteamericanos vivirán
mejor durante mucho tiempo gracias al trabajo realizado por el presidente Bill
Clinton". Pero de inmediato, Gore escapó al peligro de convertir su
discurso en una larga apología de los años de Clinton. "Ahora", dijo,
"pasamos la página y escribimos un nuevo capítulo, y de eso es de lo que
quiero hablar hoy". "No estoy satisfecho", proclamó de entrada
Gore, sabiendo que la mera continuidad del periodo de Clinton no es una
propuesta que pueda ganarle las elecciones.
Una vez celebradas las Convenciones Nacionales, los
candidatos estaban listos para iniciar sus campañas electorales. Los comicios
del 2000 debían dejar claro que los demócratas y republicanos no eran “dos
caras de una misma moneda”, y que de verdad representaban opciones de gobierno
sustancialmente distintas. Ralf Nader afirmaba que demócratas y republicanos
llevaban años siendo la misma cosa, e ironizaba al proponer que los dos grandes
partidos estadounidenses se rebautizaran como los Republicrats. Para Nader, y
para millones de norteamericanos escépticos, Bush y Gore eran Tweedledum y
Tweedledee, dos personajes gemelos de un popular cuento infantil norteamericano
que hacen, dicen y piensan lo mismo, pero con nombre distinto.
Sin embargo, la lección olvidada de esta elección es
que incluso en Estados Unidos aún tiene sentido la división entre los partidos.
Desde luego, esta consideración fue eclipsada por el escándalo poselectoral. En
efecto, aunque visto desde la óptica más ideologizada latinoamericana y
europea, las divergencias entre republicanos y demócratas llegan a ser casi
imperceptibles, lo cierto es que las diferencias llegan a ser abismales. El
programa republicano está basado en la libertad de elección del individuo y en
mantener al Estado lo más pequeño y poco influyente que sea posible, mientras
defiende una plataforma muy conservadora en temas de “conciencia”; el demócrata
aboga por una intervención del poder federal para conseguir una mayor justicia
social y una mejor distribución de la riqueza. Por otra parte, también es
verdad que ambos se han plagiado mutuamente ideas que, tradicionalmente,
formaban parte del bagaje del adversario. Los demócratas defienden ahora de
manera entusiasta a la reducción del déficit presupuestario y al pago de la
deuda nacional, dogmas republicanos del pasado, mientras que los republicanos
defienden hoy la reforma educativa, la de la sanidad y la del sistema de
pensiones, causas tradicionalmente demócratas.
La expectación en torno a los tres debates
televisados, programados para celebrarse a lo largo de octubre, era
extraordinaria, debido a lo reñido de la contienda. De hecho, se consideraban
los más cruciales desde los sostenidos en 1960 por John Kennedy y Richard
Nixon. Al celebrase el primer debate en
Boston. Massachusetts, Gore disfrutaba de una ventaja de dos o tres puntos en
las encuestas, y por lo tanto era el que más tenía que perder. Asimismo,
hábilmente los republicanos recordaron que Gore es "un especialista en
debates" y, en consecuencia, el favorito. Y era cierto. Gore se ha pasado
toda su vida debatiendo, mientras que Bush Jr. dirigía primero, una empresa
privada y más tarde a los Rangers. Obviamente esta situación permitía a Bush
Jr. la ventaja de salir ganador sólo con no decir tontería, confundirse con el
vocabulario (preocupante tendencia que presentaba desde hacía tiempo) y lograr
transmitir sus cualidades de hombre agradable y común al resto de la gente.
En los debates Bush Jr. cumplió su objetivo de verse
competente. El demócrata mostró su mayor talla con un discurso que, pese a
sonar mecánico en ocasiones, estuvo más cargado de contenido que el de su
rival. Pero Bush aguantó el tipo y jugó bien el papel del honesto gobernador
provinciano enfrentado a un astuto miembro privilegiado de la curia de
Washington. El menospreciado gobernador de Texas exhibió conocimientos, ideas
claras y espíritu de estadista en un debate dedicado, en su mayor parte, a los
temas de política exterior, supuestamente el punto más flaco del gobernador. Pasados
los tres debates, las encuestas daban una de tres puntos al candidato
republicano. Los tan esperados debates acababan sin aclarar nada en la carrera
a la Casa Blanca. Si hubo un perdedor, ese fue Al Gore, que no sacó provecho a
su mayor preparación y más convincente discurso.
En general, las estrategias generales seguidas por
los dos candidatos siguieron los cánones impuestos en pasadas elecciones:
gastos exhorbitantes en los medios, concentración de esfuerzos en los estados
clave (swing states) y cortejo de las minorías. Para septiembre, era claro que
la mayor parte del noreste del país (Nueva Inglaterra y Nueva York) serían para
Gore, y el Sur y los Estados de las Rocallosas votarían, en su mayor parte, por
Bush. Los estados de la costa Oeste, tradicionalmente liberales (California
Washington y Oregon) presentaban una tendencia a favor de los demócratas, pero
la presencia de Nader animó a los republicanos a no darse del todo por
vencidos. Sin embargo, el gran campo de batalla lo conformaron los estados
industriales del Medio Oeste (sobre todo Ohio, Michigan, Pennsylvania, Missouri
e Illinois) y Florida, el estado del Sur que ha registrado mayor crecimiento
demográfico en los últimos años.
Buena parte de los esfuerzos de los partidos se
dedicaron a tratar de convencer a los abstencionistas de ir a votar a las
urnas. El fenómeno abstencionista es una gran preocupación nacional en Estados
Unidos. En 1996 votó apenas 49% de los
casi 200 millones de ciudadanos norteamericanos. En los cuarteles generales de
los partidos, miles de voluntarios efectúan el mismo día de las elecciones
(nada prohibe en Estados Unidos la propaganda hasta el último segundo) un
aluvión de llamadas telefónicas instando a la gente a votar. Muchos explican la
baja participación electoral por el hecho de que el gobierno central desempeña
un papel mucho menor en la vida de los norteamericanos que en los países
europeos, donde la participación es mayor. Se dice que la elección del
presidente no tiene un aire dramático, que la gente es más pragmática que ideológica,
que muchos creen que el hecho de que demócratas o republicanos ocupen la Casa
Blanca tendrá una influencia insignificante en sus vidas, y que sentimiento que
es aún más fuerte entre los jóvenes. Sin embargo, en esta ocasión se tenía la
esperanza que ante una confrontación sumamente cerrada hubiese más electores
activos.
Un sector que aparecía clave para determinar quien
sería el vencedor en el 2000 lo representaban las mujeres. Su importancia
residía en el hecho de que aunque los candidatos sigan siendo varones, el sexo
femenino es el que más se interesa por los comicios. En las elecciones de 1996
participaron el 55,5% de las mujeres en edad de votar, más de 6 puntos por
encima de la media nacional, y son ellas las que estudian más a fondo los programas
de los partidos
Estas elecciones confirmaron la existencia de fosos
raciales. La participación entre los blancos en 1996 fue del 56%, frente al 50%
de los negros y el 26% de los hispanos. También es más intensa en la ribera
meridional del Atlántico que en el sur y en el oeste. Unidos estos elementos,
el votante medio estadounidense es una mujer blanca que tiene un trabajo, cuida
de sus hijos, vive en una vivienda unifamiliar de los suburbios y se interesa
por la educación, la sanidad y la violencia.
Otro sector fundamental era el de los
hispanoparlantes, que acaban de convertirse en la primera minoría de California
y dentro de cuatro años lo serán en el conjunto de Estados Unidos, por delante
de los afroamericanos. Todos los cálculos demográficos indican que para el año
2020 habrá en California más hispanos que anglos. Los hispanoparlantes son el
grupo étnico que con más vigor crece en Estados Unidos: ya suma 32,4 millones
de personas, y su capacidad económica ronda los 450.000 millones de dólares. Lo
que aún está por ver es si ese crecimiento cuantitativo se traduce en fuerza
política efectiva. En el 2000 se inscribieron para votar casi ocho millones de
hispanoparlantes a escala nacional. En 1996 hubo 6,6 millones, de los que sólo
4,9 millones se acercaron a las urnas. Un éxito por la tendencia al alza en la
participación política de un grupo tradicionalmente alienado, pero que puesto
en contexto descubre el largo camino que queda por recorrer.
Tras las convenciones Gore había recuperado la
delantera en las encuestas, pero Bush Jr. desató una eficaz contraofensiva.
Para cuando se celebraron los debates, la ventaja de Gore era mínima, y tras
los debates la ventaja volvió a ser del gobernador. A decir verdad, Bush Jr.
creció mucho durante la campaña. Gore, Clinton, la prensa liberal, los
programas humorísticos de la televisión y los chistes de Internet golpearon al
hijo del ex presidente de manera atroz una y otra vez por su simpleza, su falta
de experiencia de gobierno, su evasión de la guerra de Vietnam al alistarse en
la Guardia Nacional texana, su desconocimiento de los nombres de los líderes
internacionales o sus confusiones con los nombres de los países, sus constantes
tropiezos con la lengua inglesa, su metedura de pata al insultar a un
periodista de The New York Times, el error de sus publicistas al deslizar la
palabra "ratas" en un anuncio contra los demócratas y su poca afición
a la lectura frente a su pasión por el béisbol. Sin embargo, Bush Jr. demostró
tener “hígado de acero” y buen humor para aguantar el bombardeo. A final de
cuentas, Bush salió relativamente mejor librado de la campaña gracias a que
reafirmó su imagen de “hombre común” frente al sabiondo Gore, y a que apareció
como alguien más modesto, más sincero y más encantador incluso en sus
deficiencias.
En términos generales, y en agudo contraste con las
tres experiencias previas, la campaña electoral fue menos sucia. Los intentos
por desacreditar la imagen pública del adversario fueron mucho menos que
antaño. Sin embargo, hacia el final de la campaña estas deleznables técnicas
hicieron su aparición. Los republicanos cayeron en la tentación de recordar al
electorado los manejos en la recaudación de fondos de Gore en la campaña de
1996, que incluyó la famosa visita del vicepresidente a un emplo budista, e
incluso se verificóuna subrepticia y sospechosa campaña a favor de Nader en los
estados de la costa Oeste. Por su parte, los demócratas cometieron algunas
bajezas, como la de producir y pagar una llamada telefónica dirigida a los
votantes en la que se oía a una mujer de Texas, llamada Ann Friday, denunciar:
"Mi marido murió hace casi cuatro años de un mal que los enfermeros a
domicilio no pudieron detectar. Podría vivir todavía si el gobernador Bush no
hubiera firmado una ley para debilitar la asistencia sanitaria a
domicilio". Asimismo, el gobernador sufrió una campaña en medios que ponía
en duda su sinceridad y capacidad de liderazgo. Días antes de las elecciones,
Bush Jr. tuvo que encajar con uno de esos golpes bajos típicos de la política
estadounidense, cuando se dio a conocer que había sido detenido por conducir
ebrio en 1976.
Pero a pesar de las turbiedades de último minuto, la
campaña ha sido una de las más constructivas y propositivas de la historia. Fue
una desgracia que la batahola a la que dio lugar la confusión pos electoral sea
lo que vaya a marcar por siempre a esta elección.
Los resultados de la elección presidencial fueron
los más increíbles en la historia reciente del país. La del 7 de noviembre de
2000 ha sido bautizada como “la noche electoral más larga de todos los
tiempos”. Apenas el 13 de diciembre, tras 36 intensos días de litigio
poselectoral, Al Gore concedió el triunfo a su rival, luego de que la Suprema
Corte de Justicia de Estados Unidos sentenció que no había tiempo para que en
Florida se estableciera un único criterio constitucional para realizar un
escrutinio manual de los votos rechazados por las máquinas contabilizadoras.
Con ello, al hacerse válida la certificación de los disputados resultados oficiales
en el estado de Florida, George W. Bush
pudo ganar 271 votos en el Colegio Electoral (son necesarios por lo
menos 270 para ganar una elección presidencial) y ser proclamado presidente
electo.
La elección del año 2000 pasará a la historia por
que ella se resolvió tras verificarse enconadas y complejas batallas
poselectorales, completamente inusitadas para una democracia tan
pretendidamente paradigmática como lo es la estadounidense. Al Gore consiguió
337,576 votos populares más que George W. Bush, pero fue éste quien ganó la
presidencia al resolverse finalmente a su favor el enredo de la votación de
Florida, y al no prosperar los recursos jurídicos presentados por los
demócratas y que, como hemos visto, involucraron incluso a la Suprema Corte de
Justicia, máximo órgano intérprete de la Constitución.
La participación electoral fue de 51%, que
representó un ligero incremento a 1996, cuando por primera vez desde 1924 quedó
por debajo de la barrera del 50%, pero no fue suficiente para marcar un cambio
de tendencia en el desinterés por las urnas que ha manifestado tradicionalmente
los ciudadanos estadounidenses, y que muchos han apodado como la “cultura de la
satisfacción”. Los resultados reflejaron diferencias sustanciales entre las
preferencias electorales de hombres y mujeres, minoría y anglosajones, Norte y
Sur, Este y Oeste, zonas rurales y grandes ciudades. El vencedor legal
presidirá una sociedad crecientemente compleja, que las urnas han dividido en
dos mitades iguales.
De no ser por el 3% de votos acumulados por Ralph
Nader, tercer candidato en discordia, la victoria de Gore hubiera sido clara.
Esta vez, el tercero en discordia trabajó en contra de los demócratas, que en
las dos elecciones anteriores contaron a su favor con la candidatura de Ross
Perot. Gore pagó haber realizado una mala campaña electoral. Se mantuvo firme
en la idea de marcar distancia respecto a Bill Clinton, pero no supo sacar
provecho político de la bonanza económica sin precedentes que ha vivido Estados
Unidos en los últimos ocho años. Por su parte, Bush hizo virtudes de sus
imperfecciones, al proyectar una imagen más fresca y humana frente al granítico
Gore.
En varios estados la elección fue tan reñida que no
se conoció al ganador sino varios días después, tras haber contado la totalidad
de los votos depositados en el correo, y no sin que pendieran amenazas por
parte de los respectivos partidos perdedores de solicitar sendos recuentos. Sin
embargo, y como es bien sabido, la gran manzana de la discordia fue Florida, un
estado clave no sólo porque dispone de 25 votos en el Colegio Electoral, sino
también porque desde el principio se perfiló como uno de los más disputados y
porque lo gobierna Jeb Bush, hermano de George W. Bush. Florida cuenta con
sólida tradición republicana, pero este estado ha experimentado cambios
demográficos importantes en los últimos años. El gran argumento de Gore en
Florida, donde viven millones de retirados, había sido que la propuesta de
privatización parcial de Bush pone en peligro las pensiones de jubilación.
Además, jugó a favor del vicepresidente la gran cantidad de judíos que viven en
el estado, particularmente en el polémico condado de Palm Beach, los cuales
estaban encantados con la inclusión en la fórmula demócrata de Joe Lieberman.
Se celebraron dos recuentos mecánicos en Florida
para tratar de determinar al ganador. El segundo recuento procedió en
aplicación de una ley estatal que prescribe un doble escrutinio cuando la
diferencia entre los candidatos es inferior al 0.5% de los votos. En el primer
escrutinio había ganado Bush Jr. por 1,784 votos, ventaja que se redujo a sólo
327 con la revisión. Resultado, sin embargo, que no era definitivo, pues
quedaba pendiente el recuento del voto por correo y la resolución de las
denuncias por irregularidades electorales presentadas por los demócratas desde
la noche del día de la elección. En efecto, los responsables de la campaña de
Al Gore denunciaron la existencia de "serias y sustanciales
irregularidades" en cuatro condados de Florida y exigieron un tercer
recuento de votos (esta vez manual, y no mecánico) en esas circunscripciones.
Asimismo, cientos de electores de Palm Beach manifestaron su inconformidad por
confuso diseño de las papeletas, que, según ellos, provocaba el error de votar
por el ultraderechista Pat Buchanan cuando en realidad se quería votar por
Gore. El día de la elección fueron anulados en Palm Beach la extraordinaria
cantidad de 19,200 sufragios porque tenían agujereadas dos opciones
electorales. Entre los válidos, Buchanan recibió 3,407, una cantidad insólita
para un candidato que demostró un escaso arrastre electoral. En el condado que
le siguió a Palm Springs en lo concerniente a votos a favor del candidato
ultraderechista, éste recibió poco más de mil votos, es decir una cantidad más
de tres veces menor. El propio Buchanan, en declaraciones a NBC, reconoció que "muchos
de esos votos probablemente no eran para mí y podrían ser suficientes para
darle a Gore un margen de victoria en Florida".
Pero el quid de la disputa poselectoral no residía
en los presuntos “votos extras” obtenidos por Buchanan, sino en la posibilidad
de que a causa del mal diseño de las boletas en muchos condados se hubiesen
registrado votos a favor de Gore que no fueron registrados por las máquinas
contabilizadoras a causa de haberse efectuado una perforación defectuosa o
insuficiente. Es por ello que los demócratas clamaban por un recuento manual y
general de votos en todo el estado de Florida, para salir de la duda y obtener
así un resultado electoral incuestionable.
De inmediato los demócratas enviaron un ejército de
abogados, encabezado por el jefe de campaña, William Daley, y el ex secretario
de Estado Warren Christopher. Bush Jr. hizo lo propio y nombró como jefe de su
numeroso equipo legal al brillante ex secretario de Estado James Baker que
advirtió que una prolongación del contencioso podía dañar "la seguridad
nacional y las relaciones exteriores" de Estados Unidos. El gobernador del
estado, hermano del aspirante Bush Jr., hizo pública su decisión de retirarse
del comité que certifica el resultado. De esta forma, el país más poderoso de
la tierra se encaminaba hacia una crisis institucional sin precedentes.
Karl Rove, el jefe de campaña de Bush, acusó a los
demócratas de construir una crisis sobre una falsa polémica, aduciendo que
papeletas similares de Florida habían sido utilizadas en otras zonas del país.
Baker señaló que Bush no tiene nada que ver con el lío de Palm Beach. "Las
confusas papeletas", recordó, "fueron aprobadas por los
representantes locales de los partidos demócrata y republicano, publicadas
previamente en los periódicos locales y, mire por dónde, no hubo quejas hasta
después de las elecciones".
Súbitamente el proceso destinado a elegir la
presidencia de Estados Unidos quedó semanas congelado por un recuento de votos,
y en Florida, un estado con amplios y documentados antecedentes de fraude. Se
procedió a iniciar recuentos en cuatro distritos con mayoría demócrata (Palm
Beach, Miami-Dade, Volussia y Broward.). La secretaria de Estado de Florida,
Katherine Harris -una reconocida militante republicana-, anunció que no
incluiría los resultados de estos recuentos manuales y anunció que daría lugar
a la certificación de la votación en el estado una vez terminado el recuento de
los votos emitidos por correo. Los demócratas apelaron a la Suprema Corte
estatal, la cual ordenó que los recuentos manuales fueran considerados válidos,
mientras que los republicanos presentaron un recurso ante la Suprema Corte de
Justicia de los Estados Unidos. La batalla judicial se recrudeció en los días
siguientes. El 8 de diciembre El Supremo de Florida resucitó las esperanzas del
vicepresidente al ordenar la inmediata realización en todo el estado de
recuentos manuales, pero al día siguiente este dictamen fue revertido por el
Tribunal Supremo de Estados Unidos, que ordenó suspender todos los recuentos manuales
para dar lugar a deliberaciones que permitieran zanjar la cuestión de manera
definitiva. El 12 de diciembre, en decisión final avalada por 5 votos contra 4,
el Tribunal Supremo dio la victoria a Bush.
En efecto, mediante una sentencia larga, farragosa y
repleta de reticencias particulares expresadas por los jueces más liberales, el
máximo organismo judicial del país estranguló las aspiraciones de Gore. En un
primer dictamen, siete de los nueve integrantes del Tribunal Supremo expresaron
su inquietud por la dudosa constitucionalidad de los recuentos manuales
autorizados en Florida, a petición de Gore, por el Supremo de ese estado. La
discrepancia de criterios en esos recuentos a la hora de discernir una papeleta
válida y el hecho de que se efectuaran en condados de mayoría demócrata
violaban el principio de igualdad de los votos, según esa clara mayoría de
magistrados. Sin embargo, el Supremo abría la puerta a que todas las dudas
manifestadas en este primer dictamen pudieran ser sufragadas por la Corte de
Florida mediante una nueva deliberación judicial.
Pero el segundo dictamen era definitivo. Aprobado 5
votos contra 4 (voto a favor de los cinco jueces más conservadores: Rehnquist,
O'Connor, Scalia, Kennedy y Thomas) el Supremo sentenció que no había tiempo
para que Florida estableciera un único criterio constitucional de escrutinio
manual de los votos rechazados por las máquinas, puesto que el plazo para
elegir su 25 compromisarios en el Colegio Electoral vencía justamente ese mismo
día: martes 12 de diciembre. Para Gore no quedaba entonces otra salida que una
aceptación serena y digna de la derrota. George W. Bush sería el 43º presidente
de Estados Unidos.
El Tribunal Supremo había rechazado finalmente el
recuento en Florida de casi 43,000 dudosas en el decisivo Estado de Florida. De
esta manera, después de más de 100 años, volvería a instalarse en la Casa
Blanca un presidente sin una mayoría de votos populares. Para disipar toda duda
y evitar hipotecar la legitimidad del cargo con mayor poder en el mundo actual,
seguramente se tenía que haber procedido a un recuento general en Florida.
Había habido tiempo para hacerlo. Pero los republicanos y la mayoría de jueces
conservadores en el Tribunal Supremo impidieron esta salida, provocando que
George W. Bush ganara únicamente porque tenía el reloj a su favor. Y si bien es
cierto que, tras semanas de incertidumbre, un sentimiento de alivio acogió la
noticia del final de la batalla por la Casa Blanca, también lo es que el país
quedó desconcertado y dividido, con enormes dudas sobre la legitimidad de su
nuevo presidente, la fiabilidad de su sistema electoral, la exactitud de las
cadenas de televisión de información permanente y la independencia de los
jueces. Porque, como lo señaló el juez Charles Wells, presidente del Supremo de
Florida, “el margen de error del mecanismo electoral es superior al margen de
victoria de un candidato en casos de virtual empate, y por ello debe proceder
la realización de un recuento manual”.
Todo, desde las confusas papeletas mariposa de Palm
Beach a las máquinas que no cuentan bien los sufragios mal perforados, pasando
por la increíble variedad de criterios de las juntas electorales y los jueces,
la batalla de Florida ha evidenciado la chapucería del sistema electoral norteamericano,
y que Gore, ganador en voto popular, pierda frente a Bush, ganador en el
Colegio Electoral, ha abierto la polémica sobre la validez de este arcaico
mecanismo de elección del presidente. La politización de los jueces, nombrados
por los políticos o elegidos popularmente, es otra de las amargas lecciones de
esta crisis. Los republicanos siempre pensarán que el Supremo de Florida le
daba la razón a Gore porque sus miembros habían sido designados por demócratas;
los demócratas denostarán por mucho tiempo a la mayoría conservadora del
Supremo de Estados Unidos dio jaque mate a su candidato. Como lo señaló el juez
de la Suprema Corte, John Paul Stevens, (uno de los más liberales)el gran
perdedor de esta batalla es "la confianza de la nación en que el juez es
un guardián imparcial del imperio de la ley".
Es cierto que, como muchos analistas afirman, a
pesar de todo el conflicto poselectoral demostró a un Estados Unidos con una
poderosa vida institucional. La transparencia informativa fue total; los candidatos
tuvieron a su disposición multitud de recursos judiciales; Wall Street no se ha
desplomado; la gente no se ha enfrentado a golpes o a balazos en las calles; y
tanto ganador como perdedor aceptaron la validez de los comicios en sendos
discursos llenos de elogios al rival y llamamientos a la reconciliación. Pero
la realidad es que, a fin de cuentas, fueron
los cinco jueces conservadores de la Corte Suprema quienes .le entregaron a
Bush Jr. la presidencia.