martes, 24 de abril de 2012

George Bush Sr y El Peligro de Dormir sobre Laureles


La elección presidencial de 1992 pasará a la historia de los Estados Unidos como una de las más extraordinarias. En ella salió derrotado un presidente que sólo 18 meses antes había registrado los niveles más altos de popularidad para un mandatario durante este siglo (alrededor de 90% de aprobación para su gestión después de haber obtenido una apabullante victoria militar en la Guerra del Golfo Pérsico), frente al desconocido gobernador del oscuro estado de Arkansas, quien a punto de empezar las primarias de su partido estuvo cerca de ver terminada su carrera política por culpa de escándalos. También contribuyó a hacer aún más excepcionales estos comicios la participación del carismático millonario Ross Perot, quien se presentó a la contienda como candidato independiente.

     La administración de George Bush destacó sobre todo por su manejo de la política exterior. La avalancha de cambios que se registraron durante estos cuatro años en el panorama internacional difícilmente encuentra un parangón en la historia contemporánea. Entre enero de 1989 y enero de 1993 la Guerra Fría llegó a su final definitivo, las naciones de Europa del Este abandonaron el totalitarismo para adoptar regímenes democráticos, las Alemanias se reunificaron, la Unión Soviética desapareció del mapa, empezaron a configurarse enormes bloques comerciales y los militares abandonaron el poder en casi la totalidad de las naciones de América Latina.

     La participación de la diplomacia norteamericana para impulsar esta vorágine de cambios no fue, de ninguna manera, menor o intrascendente. Los síntomas de que los Estados Unidos pretendían establecer un firme liderazgo mundial en el mundo de la pos Guerra Fría pronto salieron a la luz. En diciembre de 1989, Bush ordenó a las fuerzas armadas norteamericanas que intervinieran en Panamá para detener al general Manuel Noriega, jefe de las fuerzas armadas de este país, quien era acusado de estar ligado al narcotráfico internacional. Esta operación fue realizada con éxito y Noriega fue conducido a Miami para que respondiera ante un tribunal norteamericano sobre las imputaciones que se le hacían. Pero en el resto de América Latina la intervención en Panamá produjo una mala impresión. Muchos estadistas de la región temían que Washington trataría de volver a la diplomacia del Big Stick.

     La administración Bush estaba decidida a llevar adelante una política exterior activa. El secretario de Estado, James Baker III, desplegó una intensa actividad en Europa, buscando garantizar que las transformaciones en el este del continente (consecuencia de la Perestroika de Mijail Gorbachov) se lograran de forma pacífica y ordenada.

     Pero la gran oportunidad para que los Estados Unidos exhibieran su nuevo liderazgo llegó cuando en agosto de 1990 las tropas de Irak invadieron el territorio de Kuwait. El dictador iraquí, Saddam Hussein, había logrado formar uno de los ejércitos más poderosos del mundo. Irak poseía un considerable arsenal químico-bacteriológico e incluso estaba cerca lograr la construcción de armas nucleares. Lo irónico del caso es que habían sido precisamente Estados Unidos y otras potencias occidentales las responsables de la creación de este "monstruo", ya que habían prestado una sustancial asistencia militar y tecnológica a Irak durante los años que duró su conflicto contra Irán. Ahora Hussein se levantaba contra sus creadores, amenazando con apoderarse la toda la región del Golfo Pérsico, de donde procede gran parte de los suministros de energéticos del mundo industrializado.

     Washington reaccionó rápido frente a la agresión iraquí. De inmediato se coordinó con las Naciones Unidas para  formar una coalición internacional que contaría con la participación de los tradicionales aliados occidentales y de varias naciones árabes, entre ellas Siria, añejo adversario  de los Estados Unidos en la región. La heterogeneidad de la coalición multinacional habló de por sí del éxito diplomático norteamericano. La ONU ordenó un embargo comercial contra Hussein y el Consejo de Seguridad, con el voto favorable de la URSS, aprobó una resolución de "uso de la fuerza" contra Irak si Hussein no decretaba la evacuación de Kuwait para antes del 15 de enero de 1991.     Hussein, en una de las grandes fallas de cálculo de la historia militar,  decidió desafiar a las tropas de la coalición y se rehusó a abandonar Kuwait, alegando estar listo para emprender contra Estados Unidos y sus aliados "la madre de todas las batallas". El vesánico dictador se llevó una paliza. Tras u8na intensa campaña aérea los aliados iniciaron la ofensiva terrestre (24 de febrero-28 de febrero) con las fuerzas armadas de Irak totalmente desorganizadas y desmoralizadas. El territorio kuwuaití fue liberado en pocas horas.

     Surgió entonces una polémica sobre qué hacer con Saddam Hussein. El comandante en jefe de las fuerzas multinacionales, general Norman Schwartzkopf, sugería continuar las operaciones militares hasta ocupar Bagdad y derrocar a Hussein. Pero Bush, temeroso de que el llevar la guerra a la capital de Irak podría multiplicar innecesariamente el número de las bajas norteamericanas y confiado en que el régimen de Hussein no sobreviviría por demasiado tiempo a su derrota, ordenó detener la ofensiva el 28 de febrero.

     La formación de una gran coalición internacional encabezada por los Estados Unidos despertó la esperanza de que los incontables problemas del Medio Oriente encontraran por fin una solución pacífica. Estados Unidos quería aprovechar la estupenda relación que mantenía con Siria, Egipto y otras naciones de la región para concretar un acuerdo pacífico entre árabes y judíos. Baker había logrado convencer a Israel de no responder militarmente a las provocaciones de Hussein, quien durante la Guerra del Golfo Pérsico había lanzado misiles SCUD sobre Tel Aviv y Haifa para tratar de involucrar al Estado judío en la conflagración y sumar a su lado a las naciones árabes. Ahora, el Departamento de Estado pretendía convencer a los dirigentes judíos de intercambiar "territorios por paz". Esto es, devolver a los árabes en parte o en su totalidad los territorios ocupados durante la Guerra de los Siete Días de 1967 y aceptar alguna forma de autogobierno para los palestinos en dichas regiones.

     Sus éxitos internacionales habían hecho de Bush uno de los presidentes más populares de la posguerra. Durante la primavera de 1991, nadie en Estados Unidos dudaba (ni siquiera el más furibundo de los demócratas) que el presidente ganaría fácilmente la reelección en los comicios de 1992. Estados Unidos aparecía entonces como el líder indiscutible del mundo, que sabría conducir  para bien las riendas del "nuevo orden internacional", contribuiría a llevar pronto las ventajas de la democracia y del libre mercado a las naciones antes sojuzgadas por el comunismo e inclusive colaboraría con el desarrollo de América Latina con ideas como el Tratado de Libre Comercio y la Iniciativa de las Américas (que, entre otras cosas,  buscaba promover el libre comercio en Iberoamérica). 

     Sin embargo,  pronto volverían a hacer su aparición las veleidades de la historia, que si bien es cierto dictaron hechos como la desaparición de la Unión Soviética y la reunificación de las Alemanias en un inusitado y brevísimo período de tiempo, también estaban listas para trastocar, una vez más, los derroteros del mundo, ahora en contra de quienes supuestamente estaban saliendo beneficiados por los cambios. Sorpresas había reservadas para el triunfador de la Guerra del Golfo Pérsico.

     Porque así como George Bush conoció en el exterior los laureles del triunfo, así se topó con el fracaso en el tratamiento de la economía y de la política doméstica en Estados Unidos. El frente interno se constituiría en el terreno donde la administración republicana conocería la derrota que no pudieron propinarle Hussein y los ejércitos de Irak en el frente de batalla. Doce años de "neoliberalismo" y de "revolución conservadora" habían sido suficientes. Las Reaganomics dieron lugar a una etapa de bonanza económica en los Estados Unidos durante la década de los años ochenta; pero ahora, al principiar los noventa, llegaba el momento de conocer el reverso de la moneda.

     La economía entró en recesión, no en una tan profunda como la experimentada durante los años setenta, pero si lo suficientemente grave como para establecer entre los electores un ambiente de profundo pesimismo sobre el futuro del país. El producto interno bruto declinó durante el  último cuarto de 1990 y continuó su caída a principios de 1991, y aunque se levantó durante todo el resto del año, dicha recuperación no se presentó con  la fuerza esperada. En 1992 los vaivenes de la economía continuaron preocupando a los norteamericanos. El desempleo llegó a niveles no conocidos desde 1981, mientras la confianza de los consumidores iba decreciendo escandalosamente. La productividad industrial estaba estancada. Industrias como la automotriz y la aeronáutica atravesaban una severa crisis. Pero sobre todo, pesaba sobre la economía el enorme déficit gubernamental acumulado durante las administraciones de Reagan y de Bush.

     "Read my lips: no more taxes", así rezaba la célebre promesa de campaña pronunciada por Bush durante la Convención Republicana de 1988. Poco más de dos años más tarde, Bush se vería en la obligación de elevar los impuestos como una medida inaplazable para combatir al déficit.  El ofrecimiento incumplido de no subir los impuestos costaría caro al mandatario, que a finales de 1990 estaba presenciando como su popularidad empezaba a descender vertiginosamente.                                                                                                                                                   

     Además de los contratiempos de la economía, otras dificultades al interior del país pesaban sobre la administración Bush. Los conflictos raciales volverían a estallar con toda su intensidad, cuando a finales de abril de 1992 varias ciudades de los Estados Unidos se vieron sacudidas por violentos motines (no presenciados con tanta fuerza desde el asesinato de Luther King) a causa de que un tribunal de Los Angeles exculpó a un grupo de policías blancos que habían agredido salvajemente a un hombre llamado Rodney King, de raza negra, mientras era detenido. La golpiza a King fue casualmente videograbada por un testigo, por lo que sectores de la opinión pública no quedaron conformes con el veredicto. Los motines dejaron ver, además de las tensiones raciales aún presentes en la sociedad norteamericana, la mala situación por la que atraviesan las grandes ciudades norteamericanas, olvidadas por las administraciones republicanas.

     Otros importantes aspectos del panorama interno en los Estados Unidos  dejaban mucho que desear. Los servicios de salud eran un desastre, la educación pública no estaba funcionando, el medio ambiente seguía deteriorándose, los derechos civiles estaban descuidados, la construcción de viviendas se encontraba rezagada y grandes necesidades sociales como el combate a la criminalidad y el tratamiento del SIDA no estaban siendo abordadas satisfactoriamente.

     Varios temas más contribuyeron a volver aún más difícil el ambiente rumbo a la elección presidencial. La polémica sobre el aborto creció en intensidad. Los grupos que estaban por su prohibición definitiva (pro-life) y lo que se pronunciaban por respetar el derecho a la mujer de tomar una decisión personal sobre la interrupción de un embarazo no deseado (pro-choice) multiplicaron sus actividades proselitistas por toda la nación. También estaban causando controversia el tema de los derechos de los homosexuales y el del acoso sexual contra las mujeres en los centros de trabajo.


     En suma, el escenario político para 1992 se estaba complicando.  Sin embargo, el presidente no era el único con problemas de popularidad al iniciar el electoral año de 1992. El Congreso había caído de la gracia de la mayor parte de los ciudadanos, particularmente a causa de un escándalo sobre el manejo bancario de los legisladores. Se descubrió que, en el transcurso de doce meses, los miembros de la cámara baja habían extendido en total 8,331 cheques sin fondos pagaderos en el banco del Congreso. Una buena parte de los representantes quedaron bastante mal parados frente a sus electores, los cuales empezaban a hartarse de Washington y, en general, de la clase política. Mientras los problemas crecían, el país parecía estar gobernado por un presidente interesado sólo en la política exterior y por un Congreso lleno de legisladores irresponsables.

     En efecto, un porcentaje importante de ciudadanos estadounidenses sentía que su presidente estaba "fuera de contacto" (out of touch) de las dificultades domésticas por estar demasiado involucrado en los asuntos del exterior. De hecho, la Guerra del Pérsico fue solo una tregua entre el presidente y sus gobernados; una artificial alza de popularidad de Bush provocado por la unidad del país ante una emergencia internacional, que sin embargo no podía borrar por sí sola la precaria situación interna de la nación más poderosa del mundo.

     Pero los problemas vendrían hasta después. Durante la primavera y el verano de 1991, justo la época en la que deben irse perfilando los políticos que contenderán por la presidencia, el electorado vivía con su presidente una "luna de miel" tras la asombrosa victoria militar contra Irak. Bush simple y sencillamente parecía invencible. Por ello fue que la mayor parte de las "cartas fuertes" de los demócratas fueron anunciando uno a uno que se abstendrían de participar en la contienda presidencial. Personajes de primera línea como Al Gore, Lloyd Bentsen, Richard Gephardt, Jesse Jackson, Mario Cuomo, Bill Bradley, y Jay Rockefeller (senador por Virginia del Oeste), encontraron pretextos para no lanzar su candidatura. Consideraban que una derrota demasiado impresionante como la que seguramente esperaba al aspirante demócrata en noviembre de 1992 sería funesta para sus carreras políticas, y decidieron dejar que una "víctima propiciatoria" fuera el vencido por Bush en el 92, esperando probar suerte en 1996.

     Es así como seis políticos a los que cabía calificar de "intrascendentes" fueron los únicos "valientes" dispuestos a participar en las primarias demócratas, para de ahí desafiar al invencible George Bush.  En la lista estaban Paul Tsongas (ex-senador por Massachusetts), Douglas Wilder (gobernador de Virginia), Jerry Brown (quien se presentaba por tercera vez a la contienda presidencial), Tom Harkin (senador por Iowa), Bob Kerrey (senador por Nebraska) y William "Bill" Clinton (gobernador de Arkansas). Todos estos personajes, a excepción del excéntrico Jerry Brown, eran prácticamente desconocidos a nivel nacional, por lo que sus posibilidades de vencer al presidente en funciones eran aún más remotas. 

     Tsongas se había visto obligado a abandonar su escaño senatorial en 1984 a causa de un cáncer linfático que casi le quitó la vida. El ex senador se presentó a las primarias defendiendo una plataforma liberal en lo social, pero moderada en lo económico, en la que enfatizaba el combate contra el déficit como la principal prioridad a atender. Wilder, el primer gobernador negro en la historia de Estados Unidos, retiró su candidatura antes de que se celebraran las primarias de Nueva Hampshire. Harkin representaba al sector más liberal del partido y sus visiones proteccionistas lo habían hecho popular entre los sindicatos, los cuales consideraban que un tratado de libre comercio con México fomentaría la pérdida de puestos de trabajo en Estados Unidos. Brown también formaba parte del sector más liberal, su programa era claramente proteccionista y además proponía iniciar un programa ecologista radical.

     Kerrey era un veterano de la Guerra de Vietnam (en la que quedó lisiado) que había sido un popular gobernador de Nebraska. Bill Clinton llevaba un total de doce años gobernando a Arkansas. Electo por primera vez en 1978, fue derrotado dos años después tras una serie de complicaciones fiscales que minaron su popularidad en el estado. Pero en 1982 logró reelegirse, ahora para no volver a salir del gobierno estatal en una década. Clinton era el candidato del Consejo Demócrata de Liderazgo (Democratic Leadership Council;DLC), una organización formada dentro del Partido Demócrata que abogaba por un cambio de rumbo para esta organización. El DLC estaba preocupada por el hecho de que los demócratas habían salido derrotados en cinco de las seis elecciones presidenciales celebradas desde 1968 y aseguraban que sólo ubicando al partido en posiciones más moderadas en lo económico se podría poner fin a la hegemonía republicana. Las viejas ideas de elevados impuestos, gasto público exagerado y fomento de la intervención excesiva del Estado en la economía debían ser desterradas de la plataforma electoral demócrata.

     Miembro de la generación del baby boom (nació en 1946); político carismático, inteligente y dueño de un admirable instinto político, Clinton favorecía un programa de gobierno para los Estados Unidos considerablemente más moderado en lo económico que la adoptada por los candidatos demócratas del pasado reciente, pero que mantenía un enfoque liberal en los aspectos sociales. Se enfatizaba sobre todo la necesidad de reactivar la economía, pero no a costa de elevar los impuestos de las clases medias, cuyo voto había demostrado ser vital en los comicios presidenciales de la posguerra.    

     Frente a la debilidad de sus opositores y la ausencia de un personaje conocido a nivel nacional, Clinton aparecía como el favorito para llevarse la candidatura demócrata en el otoño de 1991. Pero, pese a sus talentos, ¿podría el joven gobernador derrotar al héroe del Golfo Pérsico? la respuesta a esta pregunta, que apenas a principios de septiembre de 1991 era un no rotundo, empezó a ser cada vez más incierta conforme terminaban los meses de 1991.

     Porque una vez apagada la euforia del triunfo, los norteamericanos volvieron a su vida rutinaria para darse cuenta que el país estaba en unas condiciones lamentables. La economía no levantaba, el desempleo ascendía mes con mes, el déficit constituía un pesado lastre y las instituciones políticas se encontraban en la cuneta del desprestigio. Los días de gloria estaban quedando en el pasado. Las luces rojas se habían encendido y seguirían prendidas durante todo el tiempo que duraría la campaña. Como adversario de Bush en las primarias republicanas se presentó Pat Buchanan, un comentarista de televisión quien había colaborado en los gobierno de Richard Nixon y de Ronald Reagan. Buchanan pretendía representar a la derecha del partido, resentida contra Bush por su supuesto  abandono a los ideales conservadores que tanto proclamó en su momento Reagan. Buchanan denunció que el gobierno no estaba logrando sacar adelante a la "revolución conservadora", ya que mientras la economía se encontraba de nuevo en recesión, las costumbres, la moral y los valores familiares no estaban siendo defendidos con efectividad. También como retador de Bush apareció David Duke, un ex dirigente del Ku Klux Klan que había fracasado meses antes en su intento por convertirse en el gobernador de Luisiana. 

     El descontento contra Bush estaba creciendo tanto que empezó a invadir las filas del Partido Republicano. En las elecciones primarias de Nueva Hampshire, Buchanan sorprendió a tirios y troyanos al conseguir el 37% del voto de los republicanos en el estado. Un resultado escandaloso, sí se considera que se trataba de un presidente en funciones frente a un personaje menor.

     Más adelante, aunque Buchanan no logró vencer a Bush en ningún estado, si obtuvo un promedio de 33% de sufragios en casi cada primaria en la que se presentaba (sobre todo en el sur). La rebelión de Buchanan no logró impedir la postulación de Bush para un segundo período, pero si asustó al presidente y a su equipo de campaña, quienes pensaron que el ala derecha del partido podría defeccionar el día de las elecciones. Nunca se les ocurrió que el relativo éxito de Buchanan más que un motín de los conservadores significaba un "voto de protesta" contra el desempeño de la administración al interior del país. Esta falsa lectura tendría funestas consecuencias en la convención del Partido Republicano.
     Por su parte, los demócratas empezaron su temporada de primarias con una sorpresa: el favorito Bill Clinton se encontraba en serios aprietos. Pocas semanas antes de Nueva Hampshire, una cantante de cabaret, Gennifer Flowers, declaró públicamente haber tenido un affaire amoroso con el gobernador de Arkansas y presentó las grabaciones de unas conversaciones telefónicas privadas como prueba. Por sí esto fuera poco, unos días después se descubrió que Clinton había maniobrado para no ir a la guerra de Vietnam en los años sesenta. El panorama se presentaba desolador. Los días de la carrera política de Clinton parecían contados.

     Dos escándalos que por sí mismos hubieran aniquilado las aspiraciones presidenciales de cualquier político. Todavía estaba fresco en el recuerdo de muchos norteamericanos el amorío secreto que obligó a Gary Hart a retirarse de la contienda en 1988. Sin embargo, Clinton siguió adelante. A las pocas horas de las revelaciones de Flowers, el gobernador de Arkansas apareció con su mujer, Hillary, en un popular programa de televisión ("60 minutos") para negar lo afirmado por la cantante. Sobre Vietnam, Clinton afirmó que él, como millones de norteamericanos contemporáneos suyos, estuvo en contra de la guerra y que por eso se había negado a participar en ella.

     Los problemas de Clinton abrieron la posibilidad de que un "pez gordo" reconsiderara su postura y sumara su nombre a la lista de aspirantes presidenciales, mencionándose sobre todo a Gore, a Bentsen y a Cuomo como los "bateadores emergentes" más convincentes.     

     Fue bajo estas circunstancias que los demócratas iniciaron su proceso interno de selección en Nueva Hampshire. Ahí salió triunfador Paul Tsongas con el 33.2% de los votos, lo que no fue una sorpresa considerando que se trataba de un político procedente del vecino estado de Massachusetts. Lo verdaderamente importante ese día fue el 24.7% logrado de Clinton, quien con este porcentaje quedó en segundo lugar. Contra lo esperado, los escándalos no habían podido aniquilar al gobernador de Arkansas, que desde este día se convirtió en el comeback kid. Sin embargo, dudas sobre la personalidad de Clinton siguieron flotando en el ambiente.

     Clinton supo imponerse a sus adversarios en el resto de las primarias mostrando carisma, talento político y sobre todo una gran constancia. El comeback kid se llevó prácticamente todo el sur, donde registró triunfos importantes en Florida, Texas y Georgia. Tsongas sólo pudo llevarse Massachusetts y Maryland. Poco después, el 17 de marzo, Clinton salió con la victoria en Illinois y Michigan, lo que motivó el retiro de Tsongas de la campaña. Por otra parte, los triunfos del gobernador de Arkansas hicieron que los rumores de una postulación tardía de algún otro candidato se derrumbaran.

     Para contender en Nueva York sólo quedaban Clinton y Brown. El ex gobernador de California había emprendido una fuerte campaña de ataques contra su rival, asegurando que después de tanto escándalo Clinton era "inelegible". Se trataba de formar una coalición anti-Clinton para evitar que el de Arkansas ganara en las primarias el número suficiente de delegados para garantizar la nominación, obligando a una "convención abierta", donde cualquier cosa pudiera pasar, inclusive la postulación de última hora de un personaje que no hubiera participado en las primarias, como Bentsen o Gore. Brown ganó momentum pocos días antes de la primaria neoyorkina, cuando ganó en Connecticut por un escaso margen. Además, las encuestas efectuadas entre el electorado demócrata de Nueva York arrojaban buenos porcentajes para Tsongas, quien pese el haber "suspendido" oficialmente su campaña todavía aparecía en las boletas electorales del estado. 

     Pero Clinton ganó en Nueva York, y poco más tarde repitió la dosis en Wisconsin y Pennsylvania. Ya no quedaba duda de que el comeback kid amarraría la nominación. En la última jornada de las primarias, Clinton cerró brillantemente triunfando en California (el estado de Brown), en Nueva Jersey, en Ohio y en tres estados más

     Los altibajos de Clinton y las cuitas de Bush frente a Buchanan provocaron que la desilusión del electorado aumentara, al no vislumbrarse por ningún lado un candidato lo suficientemente convincente. Fue entonces que hizo su aparición "el fenómeno Perot". En febrero, dos días después de las primarias de Nueva Hampshire, el multimillonario texano Ross Perot declaró en un programa de televisión ("Larry King Live") que sí electorado decidía trabajar para lograr que su nombre quedara inscrito en las boletas electorales de los 50 estados, participaría en la elección presidencial como candidato independiente. De inmediato se formaron por todo el país comités para lograr las condiciones establecidas por Perot. El movimiento creció con un ritmo inusitado, como una prueba del hastió que los ciudadanos experimentaban contra los políticos profesionales.

     Perot, quien amasó su fortuna en el negocio de las computadoras,  había cobrado cierta notoriedad nacional cuando decidió participar en varios intentos para rescatar a prisioneros de guerra norteamericanos aún en manos de Vietnam. Para lograr ser electo presidente, el millonario texano emprendió una campaña anti-Washington, acusando a los partidos de estar alejados de las necesidades de la gente común y enfatizando la necesidad de reducir el enorme déficit gubernamental. Perot estaba cobrando una enorme popularidad, llegando a estar por encima de Bush y Clinton en algunas encuestas levantadas durante mayo. Mucha gente en los Estados Unidos  empezó a tomar en cuenta a Ross, quien se manifestó dispuesto a gastar "hasta cien millones de dólares" de su propio bolsillo para financiar su intento electoral.

     Pero pronto las cosas dejaron de marchar bien. Destinado a ser un movimiento de mera protesta, el perotismo se enfrento a serias dificultades cuando llegó la hora de presentar un programa integral de gobierno. Fuera de un ambicioso plan para reducir el déficit, Perot no tenía nada sustancial que proponer para resolver  el resto de los múltiples problemas que aquejaban a la sociedad norteamericana. Las disputas  se hicieron presentes, a tal grado que varios personajes comprometidos con el candidato independiente decidieron abandonar la aventura.  Cuando se registró una disminución de la popularidad de Perot, y cuando parecía evidente que la parte difícil estaba apenas por dar inicio, el millonario texano decidió renunciar a su candidatura, justo mientras se celebraba la Convención Demócrata.

     La Convención Nacional Demócrata se celebró en Nueva York del 13 al 16 de julio. En ella salió nominado como candidato a la presidencia Bill Clinton. Como compañero de fórmula, el gobernador de Arkansas eligió a Al Gore, una de las figuras con mayor prestigio dentro del partido, conocido a nivel nacional por la su preocupación sobre los temas ecológicos. La designación de Gore rompió varios precedentes. Tradicionalmente se espera que la fórmula electoral de un partido busque siempre un equilibrio geográfico, político e incluso generacional. Ahora los demócratas postulaban para ocupar los dos cargos públicos más importantes del país a un par de baby boomers sureños, conocidos por sus posiciones moderadas en lo económico y liberales en lo social, como una estrategia del partido para tratar de recuperar a dos sectores electoralmente clave que habían desertado para apoyar a los republicanos: los estados del sur y las clases medias.

     En su discurso de aceptación, Clinton se definió como un "producto de la clase media que no olvidaría los problemas de la gente común".  "Vivimos un momento especial en la historia. La guerra fría ha terminado, el comunismo se ha colapsado y nuestros valores (libertad, democracia, derechos individuales y libertad de empresa) han triunfado alrededor del mundo. Y justo cuando hemos ganado la Guerra Fría en el exterior estamos perdiendo las batallas de la oportunidad económica y de la justicia social en casa. Ahora que hemos cambiado al mundo es tiempo de cambiar a América". Y el tema del cambio fue el leit motiv de todo el discurso, que criticó las desatinadas políticas económicas del presidente, prometió "poner a la gente primero" (put people first) y ser "inclusivo, no discriminatorio", con las mujeres que trabajan, las madres solteras, los gays, las minorías étnicas, etc.

     La plataforma electoral ofrecía  reducir el déficit a la mitad en cuatro años, promover el crecimiento económico, elevar los impuestos "sólo a los más ricos", combatir el desempleo mediante mayor inversión pública e incentivos a la iniciativa privada y crear un "Consejo de Seguridad Económica"  que se encargaría de coordinar las políticas económicas internacionales de los Estados Unidos. Sobre el TLC, los demócratas se mostraban favorables a él, pero señalaban la necesidad de incluir en éste medidas de carácter ecológico y laboral.

     En lo social, la plataforma enfatizaba la necesidad de que el gobierno pensara en "poner a la gente primero". Se prometía multiplicar los esfuerzos para renovar a las ciudades, impulsar la educación pública, combatir el SIDA y mejorar los servicios sociales. Y aunque el documento dedicaba la mayor parte de su contenido a los problemas internos, no dejaba de establecer ciertas pautas de cual sería la política exterior de una administración demócrata en un mundo aún agitado por las transformaciones de los últimos años.

     Por su parte, los republicanos se reunieron en Houston del 17 al 20 de agosto para renominar a George Bush. Pese a que hubieron presiones para tratar de remover de la fórmula al vicepresidente Quayle, quien seguía siendo objeto de polémicas, y poner en su lugar a una figura más destacada dentro del partido (como James Baker, el senador por Texas Phill Gramm o el gobernador de Carolina del Sur Carrol Campbell), no se registró ningún cambio.

     La convención estuvo dominada por el ala conservadora del partido. El tema de los "valores familiares" fue el central en Houston, destacando la aparición en tribuna de las esposas del presidente y del vicepresidente (algo sin precedente), así como celebres figuras de la derecha republicana tales como Pat Robertson y Pat Buchanan. 

     En su discurso, Bush recordó sus múltiples logros internacionales: "Alemania esta reunificada, la Unión Soviética sólo puede ser encontrada en los libros de historia y la democracia se impone por doquier. Si yo les hubiera pronosticado hace cuatro años todo lo que ha venido sucediendo, ustedes habrían exclamado: George Bush a estado fumando "algo", ¡métanlo de inmediato a la cárcel!. Y reiteró que "La Guerra Fría ha terminado, y la libertad terminó en primero". El presidente aceptó que romper su promesa de no elevar los impuestos "había sido un error", pero se dedicó a culpar a la mayoría demócrata en el Congreso de todos los males del país, imitando un tanto la estrategia utilizada por Truman en 1948. Por último, Bush afirmó que Clinton "no tenía el carácter para ser presidente" y que sólo en un hombre experimentado y probadamente honesto como él podía confiarse la elevada responsabilidad de despachar en la oficina oval.

     La plataforma republicana reiteraba el orgullo que el partido sentía por los logros en el panorama internacional alcanzados por la administración Bush. En el terreno económico, el GOP ofrecía seguir apoyando a la iniciativa privada, fomentar el libre comercio como una estrategia para el crecimiento y recortar los impuestos. Para combatir el déficit proponía recortar el gasto público en la misma medida en que se dedicaban recursos a disminuir los números rojos del gobierno.

     En lo social, la plataforma era notoriamente conservadora. Negaba el derecho al aborto incluso a aquellas mujeres víctimas de una violación y a las madres cuya vida corría peligro a causa de un mal embarazo; reiteraba la protección de los "valores familiares" como una de las metas centrales de una nueva administración republicana; se oponía a aceptar la ampliación a la legislación sobre los derechos civiles; proponía extender la pena de muerte; se comprometía a promover la libertad de los padres para escoger que clase de educación deberían recibir sus hijos (pública, privada o religiosa); y calificaba como un error la propuesta demócrata de instrumentar un sistema nacional de seguros.

     La campaña fue un duelo entre el "cambio" que prometía Clinton contra la "confianza" que decía representar Bush. Al finalizar la convención de Nueva York, una vez retirado de la contienda Ross Perot, el aspirante demócrata llevaba una ventaja de más de 20% en la mayoría de las encuestas. El binomio Clinton-Gore no perdió el tiempo y apenas fueron formalmente nominados se lanzaron a realizar un intenso recorrido por todo el país en busca del voto. Se estimaba que cinco estados serían los que definirían la elección: Pennsylvania, Nueva Jersey, Michigan, Ohio y Missouri. Clinton llevaba una delantera inalcansable en California, Nueva York e Illinois, y (por ser él y su compañero de fórmula sureños) tenía una buena oportunidad de romper la hegemonía republicana en los estados que alguna vez formaron parte de la Confederación. 

     Los republicanos hicieron poco en la etapa entre las convenciones. Poco antes de comenzar la reunión de Houston, Bush nombró a James Baker como su jefe de gabinete, lo que lo convertía en el director de facto de la campaña reeleccionista. Aunque tras la convención de su partido Bush recuperó algo del terreno perdido, no había sido suficiente. Se percibía que el discurso moralista no estaba teniendo éxito y sí en cambio espantaba el voto de todos aquellos ciudadanos  que no se identificaban con el concepto conservador de los "valores familiares" republicanos. Madres solteras, mujeres que trabajan, homosexuales, activistas pro-choice, etc., que tradicionalmente sufragaban por los candidatos republicanos a la presidencia por identificarse con sus propuestas económicas, desertaban para votar por los "nuevos demócratas", moderados en lo económico y liberales en lo social.

    
 Bush contraatacó en base a denunciar que la nueva fachada del Partido Demócrata era falsa y que tanto Clinton como Gore eran dos "liberales" en el viejo estilo: amantes de los impuestos y de los gastos públicos elevados. Pero la promesa rota de no more taxes estaba bien presente en la memoria de los electores. Entonces, los republicanos decidieron volver a sus viejas tácticas, que tan buenos resultados les reportaron en 1988. Comenzó una intensa campaña de desprestigio personal contra Clinton, de la cual incluso no quedó exenta su esposa Hillary.

     Los republicanos pintaban a Clinton como un hombre tramposo e hipócrita en el que sencillamente no se podría confiar para nada y describían a Hillary como una ultrafeminista. Sin embargo, ni Clinton era Dukakis ni el electorado parecía dispuesto a tragarse el pastel en esta ocasión. La campaña presidencial estadounidense dio un claro ejemplo de cuáles son los límites de las campañas negras. Clinton y su mujer tuvieron buenos reflejos, los mismos de los que careció Dukakis, para defenderse de los virulentos ataques que recibían a diario. En una época de crisis económica y descomposición social se exige a los candidatos centrarse en dar a conocer sus propuestas concretas sobre como pensaban gobernar a la nación, y en este terreno Clinton, con sus ideas de cambio, tenía una clara delantera.

     Una delantera que se reflejaba en las encuestas. A principios de octubre todo parecía decidido, faltando acaso sólo conocer el margen con el que el comeback kid ganaría la elección. De repente, a escasas cuatro semanas antes de los comicios, Perot anunció su retorno a la batalla. Esta "sorpresa de octubre" era esperada por varios analistas. El millonario texano nunca solicitó que se retiraran las propuestas para incluir su nombre en las boletas electorales. De hecho, se logró la inscripción de Perot en los 50 estados incluso después de la deserción de julio. Perot sólo salió de la campaña para evitar el desgaste de agosto y septiembre. Ahora, a base de una onerosa campaña de televisión, el independiente buscaría hacerla de "aguafiestas".

     La televisión volvió a jugar un papel importante en la campaña presidencial. Fue en este medio donde se ventilaron lo problemas de Clinton, donde Perot lanzó su candidatura y donde aparecía a diario  una verdadera avalancha de mensajes publicitarios de todos los candidatos.  También la televisión se encargó de transmitir tres debates presidenciales y uno vicepresidencial en donde los  aspirantes aparecieron hablando sobre sus respectivos programas de gobierno. Durante estos debates, Clinton pudo sostener su mensaje de cambio y parecer "presidencial";  Bush siguió insistiendo en los temas de la "confiabilidad" y del "carácter", sin aportar nada novedoso; y Perot apareció simpático (lo que sin duda le hizo ganar puntos) pero insustancial.

     La última semana de la campaña fue singularmente intensa, con Perot recuperando puntos gracias a su encanto personal, Clinton tratando de sostener su ventaja y Bush llegando incluso al insulto personal (llamó a Gore el ozone man y declaró que su perra Millie sabía más sobre política exterior que "esos dos bozos") dentro de su campaña de tácticas sucias y cínicas.

     El resultado de la elección fue una victoria clara de Clinton, quien ganó a 370 delegados en el Colegio Electoral y el 43% del voto popular. Bush se quedó con 168 sufragios en el Colegio y 38% de los votos populares. Perot no ganó en ningún estado, razón por la que no tuvo ni un sólo voto en el Colegio Electoral, pero si consiguió el 19% de la votación popular, el mejor resultado para un aspirante independiente desde que Teddy Roosevelt ganó el 27.4% en 1912 como candidato del Partido Progresista.

     Doce años ininterrumpidos de dominio republicano en la Casa Blanca llegaban a su fin. Clinton fue capaz de atraer a su favor a "los demócratas de Reagan", venciendo a su rival en el este del país (incluso en sólidos bastiones republicanos como Vermont, Nueva Hampshire y Nueva Jersey), en la región de los Grandes Lagos, en California (que no votaba por un demócrata desde 1964), e incluso rompiendo la hegemonía republicana en varios estados del sur y del oeste.

     Un sensacional  triunfo  del comeback kid, producto de la perseverancia y el talento de los dos baby boomers. Asimismo, los comicios de 1992 lograron alejar un poco al electorado norteamericano de su tradicional apatía. La participación electoral (54.5% aproximadamente) fue la más elevada desde 1972.

lunes, 23 de abril de 2012

Dicen que soy aburrido: La Elección Presidencial en Argentina de 1999



Paradójico, por decir lo menos, fue el legado de la presidencia de Carlos Saúl Menem, pintoresco y controvertido personaje que logró vencer la desbocada inflación crónica tan característica de la Argentina de la posguerra, pero que se enseñoreo en la frivolidad, la corrupción y el cinismo, y cuyo gobierno termino con el país al borde del desastre. Debe decirse que muy popular fue Carlitos la mayor parte de su administración, hasta que el modelo falsamente liberal, despilfarrador e irresponsable que escogió para la Argentina empezó a mostrar signos de debilidad a finales de los noventa. Fue solo entonces que tanta venalidad empezó a indignar a la mayoría de electores argentinos, con tan mala memoria, ellos, que alegremente participaron en los años locos del derroche.
Menem logró reformar la constitución para reelegirse en la presidencia y gobernó al país por poco más de una década gozando casi siempre de amplias mayorías parlamentarias, e incluso intento postularse para un tercer mandato consecutivo, a pesar de que la Constitución lo prohibía. Pero para ese momento el peronismo parecía ya estar condenado.  El presidente había condicionado sobremanera la campaña electoral. El  candidato oficial del partido Justicialista (peronista), Eduardo Duhalde, entró en liza enfrentado al presidente, afectado por las numerosas y profundas pugnas internas del peronismo y cargando el peso del desgaste de los 10 años en el poder de Menem, cuyo modelo empezaba a resquebrajarse de forma acelerada. Y todo esto a pesar de que el candidato de la alianza opositora era un personaje gris, en un país amante de los caudillos: Fernando de la Rúa, quien pasó a la historia como uno de los mejores ejemplos del llamado “carisma del anticarisma”. La campaña presidencial de de la Rúa es un ejemplo singular de cómo es posible sacar partido incluso de las debilidades más obvias, siempre y cuando existan una buena publicidad y una coyuntura ad hoc.

 

Duhalde había tenido una buena gestión como gobernador de la provincia de Buenos Aires, pero ello no le bastaba para garantizar su triunfo en los comicios presidenciales. El primer gran escollo que debía vencer el gobernador era la malquerencia que le profesaba el presidente, por razones tanto personales como ideológicas, ya que Duhalde, peronista tradicional, guardaba gran apego a la idea del Estado bienestar y rector de la economía, y encajaba muy mal el pretendido “neoliberalismo” de Menem. Por otro lado, Duhalde contaba con su enorme base de poder provincial en la entidad más poblada e importante del país. Había una clara tendencia que otorgaba a los caudillos territoriales del peronismo gran poder en los órganos de dirección del Partido Justicialista. También decisivos para las aspiraciones del gobernador resultaron ser los malos resultados del peronismo en los comicios legislativos parciales de 1997, cuando la recién creada Alianza entre el Frepaso (disidentes peronistas de izquierda) y la UCR batió al Justicialismo, ocasionándole su primera derrota en las urnas desde 1987 y la primera estando en el Gobierno desde 1946. La derrota peronista era un claro reflejo del creciente descontento ciudadano con los excesos del menemismo. Creció entonces la noción  de que el Justicialismo debía dar un claro cambio de rumbo si pretendía tener alguna posibilidad frente a la Alianza opositora en los comicios presidenciales de 1999.

Menem trató de eludir toda responsabilidad por el revés electoral en las elecciones de término medio con el argumento de que, a fin de cuentas, su nombre no había estado impreso en las boletas, y fue Duhalde quien dio la cara ante la opinión pública. Más adelante el encono entre estos dos personajes se intensificó con los insensatos esfuerzos del presidente de intentar la "re-reelección" presidencial en 1999, recurriendo, si era preciso, a una nueva modificación constitucional. Duhalde reaccionó furiosamente a estos desatinos y con él se alinearon la mayor parte de los grandes Barones del peronismo. Pero no fue sino hasta marzo de 1999, sus índices de aceptación hundidos en las encuestas, cuando la aspiración del mandatario quedó definitivamente cancelada al rechazar la Cámara de Diputados la segunda reelección presidencial por 159 votos sobre 257. Es decir, Menem apeló hasta la última instancia, n ahorrando ni un solo día de desgaste a su partido en una lucha que a todas luces parecía perdida de antemano.


Duhalde fue proclamado candidato presidencial por el partido sin necesidad de disputar primarias. Su compañero de fórmula fue Ramón Palito Ortega, ídolo de la canción popular argentina en la década de los setenta y gobernador de Tucumán entre 1991 y 1995. Duhalde gozaba de indudable popularidad en las zonas populares y obreras de la Provincia de Buenos Aires, tradicionales bastiones peronistas. Además, repentinamente sus posibilidades de victoria parecieron ganar fuerza cuando en las primarias celebradas por la Alianza, en noviembre de 1998, salió triunfador el radical Fernando de la Rúa, el austero y monocorde alcalde de Buenos Aires, sobre la activista Graciela Fernández Meijide, mucho más carismática, popular y muy temida por el peronismo. Fernando de la Rúa, profesor de Derecho Procesal en la Universidad de Buenos Aires, entró en política muy joven. A los 18 años se afilió a la Unión Cívica Radical (UCR), y a los 26 formó parte del Gabinete de Arturo Illia entre 1963 y 1966. Más tarde fue senador y diputado, hasta que en 1996 se convirtió en el primer alcalde de Buenos Aires electo en las urnas. Llevó de la Rúa como compañero de fórmula para la vicepresidencia de la Nación al peronista disidente Carlos “Chacho” Álvarez.
La campaña duhaldista enfatizaba la necesidad de extender una mayor protección social, haciendo un ostensible desmarque de las políticas menemistas que, según el candidato peronista, sólo tenían ojos para la apertura, desregulación y privatización de la industria nacional, el monetarismo y la lucha contra la inflación. La premisa consistía en que el modelo de Menem de “liberalismo a ultranza” estaba agotado y que había que aplicar recetas nuevas para ahuyentar los nubarrones de crisis económica que amagaban con descargar furiosamente tras una década de crecimiento y estabilidad.
¡Y vaya que había nubarrones en el horizonte! 1999 iba a terminar con un decrecimiento del PIB del -3,4%, provocada por la caída de las exportaciones consecuencia de la tasa de cambio fija entre el peso y el dólar (la famosa “dolarización” de la economía), déficit fiscal de 7,000 millones de dólares, una deuda externa pública de 145,000 millones y un índice de desempleo del 14%. Frente a este lúgubre panorama, Duhalde propuso un plan de reducciones de los impuestos al consumo y la congelación de los despidos en las empresas zarandeadas por la crisis a cambio de beneficios fiscales para los patronos.


Frente a esto de la Rúa enarboló la bandera de la anticorrupción. "Nuestra sociedad condena la corrupción, quiere que se termine y yo voy a terminar con ella", decía el candidato aliancista, prometiendo investigar con efectos retroactivos los grandes escándalos de la época menemista como el contrato IBM-Banco Nación, la venta ilegal de armas a Croacia y Ecuador (que violaba el embargo decretado por la ONU) y tantas anormalidades más. Quería de la Rúa una revolución ética, "La base de la República es la ética y hay que hacer que la gente recupere la confianza en el Estado, en la ley, en la justicia, en los gobernantes. Es un cambio importante que precisa ejemplaridad, austeridad y virtud, pero también habría que destacar las cosas buenas que existen", declaraba. Pero El aspirante opositor no era muy claro en la forma en la que trataría de sacar al país de sus obvias dificultades financieras. Su falta de carisma era, para muchos, exasperante, y sus detractores le consideran lento de reflejos a la hora de tomar decisiones, cosa que habría de comprobarse, fatalmente, años después, ya presidente de la Rúa y con la ominosa crisis del corralito” que lo llevaría a dimitir a su mandato.

Pero no nos adelantemos. Lo cierto es que la Alianza no lograba rebasar al peronismo en las encuestas pesar de la erosión del peronismo tras una década de Menem. Fue entonces, según cuentan los protagonistas de la campaña aliancista, que en “una noche de abril”, el junior del candidato, Antonio (ex de Shakira) y los miembros más jóvenes del equipo llegaron con una idea atrevida y original. ¡Yo no puedo decir esto!", exclamó De la Rúa. "Están locos", clamaban los asesores más experimentados. Se dice que el debate llevó horas, hasta que el candidato accedió. Se trataba de grabar un spot en el que de la Rúa admitía con audacia inusual su falta de carisma. "Dicen que soy aburrido. Pues bien, se va a acabar la fiesta para unos pocos, para los que andan con Ferrari...". "No soy ningún aburrido. Pero no voy a admitir el jolgorio, la frivolidad, la fiesta para unos pocos cuando tantos sufren".  Fue el comienzo de una transformación que, pocos lo dudan en Argentina, convirtió al aburrido en presidente electo. "De la Rúa es una de las diez marcas más conocidas de la Argentina", se congratularon pronto los asesores de campaña.



Fue una idea controvertida que funcionó y tuvo un final feliz. Nació cuando, poco antes, el senador peronista Antonio Cafiero había encontrado un sarcasmo contra el candidato de la Alianza: "No hay nada más aburrido que un domingo de lluvia, sin fútbol y con De la Rúa como presidente". Entonces a algún asesor aliancista se le ocurrió pensar: "Hay que convencer a la gente no de que De la Rúa se puede parecer al excéntrico de Menem, sino de que la Argentina se tiene que parecer a De la Rúa". Y al candidato, tan reticente al principio, poco a poco le empezó a gustar la idea. "Se empezó a encontrar. Sacó de adentro de él una personalidad, vaya a saber por qué, que empezó a tener una fuerza...”, decían sus asesores, quienes cuentan que de la Rúa tuvo que repetir hasta 50 veces el discurso del spot. "Cuando me fui”, le confesó uno de ellos a el periódico El País, “pensé: este tipo no me va a querer ver nunca más". Pero la verdad es que la frase causó conmoción. Se dice que la gente le gritaba en la calle como saludo “buen día, aburrido”. Le pedían al candidato que "hiciera el aburrido", en sus visitas y viajes de campaña. Y no era como escarnio, sino que transmitió lo que se quería de él mostrar a un tipo capaz de hablar de lo que sea. Hablaba con honestidad, ajeno a la frivolidad y corrupción de los años precedentes, pero, muy importante, borraba la idea de que se trataba de un hombre dubitativo, “Porque se podía ser presidente y aburrido, pero no se puede ser presidente dubitativo o débil. Era poner a la gente a hablar de lo que nosotros queríamos que hablara y olvidar lo que nosotros queríamos que olvidara", aseguraron los publicistas, que se referían a su candidato como "el producto". "No podés pretender que el candidato sea perfecto, el candidato es como es y es justo presentarlo como es. No se puede engañar a la gente”.


Las elección es presidenciales argentinas se saldaron con un triunfo de Fernando de la Rúa, quien obtuvo 48.37% de los votos en la primera vuelta, diez punto por encima que su principal adversario, el peronista Eduardo Duhalde. Logró la victoria enarbolando un programa electoral poco ambicioso donde lo único claro era que se comprometía a combatir la corrupción. Como presidente fue un auténtico fiasco. Debió renunciar obligado por una insurrección ciudadana como consecuencia del corralito. Pero esa es otra historia.
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viernes, 20 de abril de 2012

El Retorno de los Brujos


 

Ahora que el PRI parece estar cerca de regresar al poder quizá valga la pena hacer una reflexión de que es lo que ha sucedido con los partidos hegemónicos y dominantes (según la célebre descripción de Sartori) que perdieron el poder en los años ochenta y noventa como consecuencia de la “ola democratizadora” (Huntington) que barrió con los sistemas de socialismo real en Europa del Este y con los regímenes autoritarios y semi-totalitarios en Asia y América Latina. Se recordará que con la derrota del PRI en las elecciones presidenciales del 2000 se planteó una enorme incertidumbre sobre el futuro de esta organización otrora invencible. Muchos malos analistas auguraron su inminente desaparición señalando que al perder el gran y, a su parecer, único cohesionador interno, el poder, este partido ya no poseía suficientes incentivos para mantener unidos a los numerosos y a veces disímbolos grupos que se habían aglutinado por años en torno suyo. El PRI, argumentaban, era un partido hecho por y para el poder sin una ideología definida que se ha dedicado a ejercer durante décadas un pragmatismo camaleónico con el objeto de cumplir el único propósito para el que fue creado: mantenerse a todo trance en el gobierno. En virtud a su desalojo del poder presidencial, para estos sesudos opinadores resultaba lógico que el PRI desapareciera para dar paso, quizá, a un mosaico de nuevas organizaciones nacionales y regionales. 

Otros observadores, más optimistas, aseguraron que el PRI podría sobrevivir en la oposición si era capaz de reposicionarse en lo mejor de sus tradiciones históricas. Después de todo, el PRI siempre ha sido un partido con una estructura sólida, dueño de presencia en todo el territorio nacional y en cuyas filas militaba de lo mejor y más experimentado de la clase política mexicana. El desafío, nos decían estos soñadores, consistía en superar una arraigada cultura política basada en el autoritarismo para adoptar un espíritu incuestionablemente democrático. Si el PRI lograba reinventarse en la oposición como un partido nacionalista, liberal y democrático su futuro podría ser luminoso.
Ninguna de estas opciones se concretó. Hoy vemos que el PRI sobrevivió no a una, sino a dos derrotas en comicios presidenciales manteniendo siempre la mayor parte de las gubernaturas en sus manos y una proporción siempre significativa de representantes en el Congreso de la Unión, cuando no la mayoría,  y eso sin la necesidad de democratizarse, ni liberalizarse, ni abandonar sus prácticas tradicionales las cuales antes que fenecer más bien han sido puntualmente imitadas por sus adversarios. Con esta supervivencia el PRI vuelve a marcar un hito en la historia de los sistemas de partidos en el mundo, un caso que analizaremos en otra entrada. Sólo el Partido Liberal Democrático, la organización dominante en el entorno partidista japonés, ha logrado recuperar el poder tras perderlo en las urnas  Por lo pronto, repasemos brevemente que es lo que ha sucedido en los casos más conspicuos de naciones que han visto sucumbir en las urnas a partidos únicos, hegemónicos o dominantes.

De forma general, podemos dividir en cuatro grupos a los partidos que habiendo sido únicos, hegemónicos o dominantes han perdido el poder al celebrarse elecciones democráticas: 1.- Partidos que han logrado renovarse en la oposición e incluso han vuelto al poder por la vía electoral  2.- Partidos que no lograron sobrevivir a su derrota y, 3.- Partidos que han logrado sobrevivir, pero no han sido capaces de lograr una renovación que los convierta en una alternativa viable y tienen remotas posibilidades de volver al gobierno y 4.- El caso más raro: partidos dominantes o hegemónicos que pierden el poder y son capaces de recuperarlo sin experimentar mayores cambios en su estructura, naturaleza y prácticas aunque eso sí, pierden la capacidad de garantizar su triunfo en todas las elecciones. En este último caso se encuentra el PLD nipón, cuya pérdida y posterior retorno al poder analizamos en otras entradas de este blog, y probablemente pronto se inscriba nuestro incombustible PRI.

Partidos Resurrectos: Sin duda, en su momento resultó una gran sorpresa que algunos partidos ex comunistas de naciones de Europa del Este hayan podido ser capaces de regenerarse al grado de poder triunfar en elecciones competitivas al poco tiempo de ceder las riendas del gobierno. Este fenómeno se suscitó en los años noventa, y fue incuestionablemente el caso de la Alianza de la Izquierda Democrática  de Polonia y del Partido Socialista Húngaro. Ambas organizaciones son descendientes directas de los Partidos Comunistas que dominaron la vida política durante la etapa del “socialismo real”  y que entregaron de forma pacífica el poder en los años 89-90. Los dos partidos fueron derrotados en las primeras elecciones democráticas celebradas en sus respectivos países por alianzas de partidos conservadores y de centro derecha. Como herederos del enorme desprestigio que acarreaba la etapa comunista, la mayor parte de los observadores les pronosticaba una vida bastante exigua. Pero la aparición de dos dirigentes dinámicos y talentos, el húngaro Gyula Horn y el polaco Alejandro Kwasniewski, logró impedir este triste destino.

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Kwasniewski y Horn encabezaron en la oposición un sorprendente impulso reformista que logró reconvertir a sus respectivos partidos de comunistas a socialdemócratas. La adquisición de una nueva identidad adscrita a una de las grandes familias políticas europeas, la socialdemocracia, les permitió apoderarse de un referente político esencial Ambas organizaciones fueron admitidas, y por lo tanto legitimadas como socialdemócratas, en el seno de la Internacional Socialista una vez que reformaron sus documentos básicos aceptando las nuevas realidades del libre mercado y de la competencia democrática entre partidos. La vieja guardia comunista fue marginada por completo. Paulatinamente una nueva generación de dirigentes identificados con la socialdemocracia se hizo cargo de la dirigencia

La renovación de estos partidos se dio en un período sorprendentemente corto de tiempo, justo mientras que los gobiernos de centro derecha liaban con las dificultades sociales y económicas consecuencia del desmantelamiento del socialismo real. Hicieron campaña admitiendo que el libre mercado era irreversible, pero prometieron trabajar para mitigar algunos de sus efectos sociales más dolorosos mediante políticas de protección al empleo, equitativa distribución del ingreso y apoyo a los agricultores más afectados. Asimismo, en Polonia la nueva izquierda fue certera en sus críticas contra el ambiente de conservadurismo social y oscurantismo que ha empezado a prevalecer como efecto de la nueva presencia política de la Iglesia Católica. Este discurso supo atraer el voto de la mayor parte de los trabajadores del Estado, de las clases medias urbanas, de los pensionados, de los desempleados y (tal vez lo más importante) de una buena proporción del electorado joven.      

El desgaste sufrido por los primeros gobiernos de centro derecha provocó que tanto en Hungría como en Polonia los nuevos socialdemócratas lograran volver al poder. Kwasniewski fue presidente de Polonia durante una década (1995-2000). Horn encabezó un eficaz gobierno como primer ministro húngaro de 1994 a 1998. Las administraciones encabezadas por estos dos personajes de ninguna manera constituyeron un “retorno de los brujos”, sino que reforzaron los esfuerzos consolidar un sistema de libre mercado, integraron a sus respectivas naciones en la OTAN y dieron a sus respectivas naciones el impulso necesarios que les permitió años más tarde ingresar a la Unión Europea.
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Otro caso de partido capaz de reconvertirse en plenamente democrático durante su periplo en la oposición fue el Kuomingtang (KMT) de Taiwán, partido que fue contundentemente derrotado en las elecciones presidenciales celebradas en 2000 al grado de quedar su candidato en tercer lugar. Todo parecía indicar que el KMT desaparecería pronto. Al morir su fundador, Chiang Kai Chek, su hijo y sucesor, Chiang Ching-kuo, inició un proceso de democratización que desembocó en la autorización  de partidos de oposición. El KMT inició entonces un constante declive, castigado por importantes escisiones y por una creciente e inalterable impopularidad. Tras su derrota este año en las urnas en 2000, las distintas facciones que se enfrentan en su interior desde hacía años intercambiaron amargas recriminaciones, lo que hizo pensar en un inminente colapso. Pero la aparición de nuevos liderazgos capaces de transformar al KMT lograron revitalizar al partido histórico de la China nacionalista, el cual volvió al poder con una contundente victoria electoral.
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El último caso conspicuo de partidos regenerados en la oposición lo ofrece el Partido del Congreso de la India, que fue el artífice de la independencia del país y estableció un claro dominio durante casi la totalidad de las primeras cuatro décadas de la existencia del Estado nacional al ser capaz de ganar mayoría absoluta en el parlamento. La decadencia de esta hegemonía inició en los años ochenta y se agravó en los noventa, década en la que salieron claramente derrotados en tres elecciones generales consecutivas. Sin embargo, cuando todos pensaban que el fin el partido histórico de la India era inevitable, el partido logró revitalizarse, sobre todo en lo concerniente a sus posiciones programáticas, para triunfar en las cruciales elecciones de 2004, mismas que por su importancia y trascendentales consecuencias trataremos en un próxima entrada. 

Partidos Extintos: Contra lo que pudiera pensarse en primera instancia, hasta ahora la lista de partidos únicos, hegemónicos y dominantes que han desaparecido definitivamente es sorprendentemente corta. De hecho, el único caso verdaderamente significativo lo constituye el Partido Demócrata Cristiano de Italia.

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Desde 1948, año en que se formó la República, hasta 1992, año en el que comenzó el desmoronamiento definitivo del viejo sistema de partidos, los demócratas cristianos obtuvieron de forma perenne la mayoría parlamentaria, aunque nunca la  absoluta, lo que les permitió presentarse como el partido natural de gobierno, siempre gobernando mediante la formación de coaliciones, algunas veces inclinándose a la centro izquierda y otras a la derecha. La Democracia Cristiana mantuvo el poder con una mezcla de pragmatismo galopante y clientelismo exacerbado. Fueron los principales promotores de la partitocrazia, es decir, del prevalecimiento a ultranza de las burocracias partidistas sobre los anhelos ciudadanos lo que les permitió, por un lado, garantizar la complicidad de sus partidos aliados y, por otra parte, asegurar la disciplina de sus numerosas corrientes internas.

Tras el terremoto político que representó la operación “manos limpias” y las elecciones de 1992 y 1994, en las que una verdadera “revolución ciudadana” llamó a cuentas a una corrompida y anquilosada clase política, la Democracia Cristiana quedó al borde del completo colapso. Los dirigentes del partido pretendieron evitar el desastre total y cambiaron la imagen y el nombre del partido, como un tardío intento de subirse al tren de la reforma, pero las divisiones entre los sectores de izquierda y de derecha, así como las ambiciones personales de varios “notables” del partido, demostraron ser insuperables. El PDC se desintegró. El grupo mayoritario decidió revivir al Partido Popular Italiano (PPI), formación que fue el antecedente directo del Partido Demócrata Cristiano y que pretende rescatar el espíritu del catolicismo social y democrático postulado a principios del siglo XX por Luigi Surzo. El PPI forma parte de la coalición centro izquierdista “El Olivo”. Dos sectores ubicados más a la derecha, fundaron el Centro Cristiano Demócrata (CCD) y la Unidad Cristiano Demócrata (CDU), que actúan en estrecha alianza dentro de la coalición de partidos conservadores conocido como “Polo de la Libertad” que dirige Silvio Berlusconi. Asimismo, tres importantes personajes antiguamente ligados a la democracia cristiana han fundado sus propias formaciones: Lamberto Dini , Mario Segni y Romano Prodi.


Partidos Anquilosados: Más que desaparecer por completo, lo que ha sucedido con partidos antes únicos o dominantes es que se si bien mantienen una presencia considerable en la vida política de sus respectivos países por heredar una estructura nacional sólida y una poderosa tradición histórica legitimadora, sus dirigentes han sido incapaces de renovarlos para convertirlos en opciones plausibles. El ejemplo más digno de citarse es el del Partido Comunista de la Federación Rusa (PCFR).
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El PCFR heredó en buena medida la formidable estructura del Partido Comunista de la Unión Soviética, lo que le ha permitido ser el único partido político ruso con verdadera presencia nacional y constituir al grupo parlamentario más grande en la Duma, pero no ha sabido ejercer una oposición verdaderamente efectiva y menos ha sido capaz de constituir una opción que lo haga superar a su electorado tradicional, compuesto de añorantes de la URSS y del voto de protesta. Bajo esas condiciones el PCFR jamás volverá a dirigir al gobierno y su destino al mediano o largo plazo podría ser su desaparición. A los comunistas rusos no se han interesado en reconvertirse a socialdemócratas en virtud a que en Rusia, al contrario de lo que sucede en Europa del Este, ser comunista les otorga una cierta legitimidad histórica que hasta el momento les ha sido útil para mantener su influencia, pero insuficiente para recuperar el poder.