sábado, 31 de marzo de 2012

El Príncipe y el "Méndigo": La Elección Presidencial Estadounidense de 1960


Nadie duda que la elección presidencial de 1960 ha sido una de las más reñidas e interesantes en la historia electoral de los Estados Unidos y del mundo. Dos políticos inteligentes, carismáticos, jóvenes y ambiciosos fueron los protagonistas de esta contienda, que al final se decidió en favor del candidato demócrata: John. F. Kennedy, quien al llegar a la Casa Blanca se convertiría en el presidente más joven de todos los tiempos (43 años), en el primer católico en ascender al cargo y en el segundo senador en llegar directamente a la jefatura de Estado en el transcurso del siglo pasado.

El segundo mandato de Eisenhower había sido menos afortunado que el primero. Aunque en términos generales el país siguió viviendo tiempos de prosperidad, la situación económica tendió a complicarse, las tensiones raciales volvieron a estallar con violencia y el panorama internacional se agravó. Defectos y síntomas de debilitamiento del sistema de vida norteamericano estaban haciendo su aparición: desempleo crónico, repunte inflacionario, deterioro de las condiciones de vida en las grandes ciudades, empobrecimiento de las capas sociales más desprotegidas y crisis en las zonas rurales. El gobierno de los Estados Unidos tenía el deber de superar los años de autocomplacencia producto del triunfo en la Segunda Guerra Mundial y del auge económico para no aplazar más el enfrentar los numerosos problemas característicos de las sociedades capitalistas altamente industrializadas. La elección de 1960 fue precisamente un duelo entre quienes se presentaban como la continuidad acrítica de las realizaciones del período de Eisenhower y quienes miraban al futuro enfatizando la necesidad de iniciar una renovación.

En 1957, la economía entró nuevamente en recesión. La producción industrial decreció 14.3% y el desempleo aumentó 4.6%. Para enfrentar la situación, el gobierno debió abandonar por completo sus intenciones de balancear sus presupuestos. Aumentaron las asignaciones dedicadas al seguro de desempleo y a la seguridad social. Además de las crecientes demandas del Estado bienestar, el agravamiento de las tensiones internacionales obligó a la administración a dedicar fuertes cantidades para el financiamiento de las necesidades de las fuerzas armadas. Sin embargo, los republicanos se oponían a cubrir los desproporcionados gastos gubernamentales mediante el aumento de las cargas impositivas. En consecuencia, el déficit presupuestal, cuyo monto acumulado durante los ocho años que duró la presidencia de Eisenhower fue de 18,000 millones de dólares, creció de una manera sin precedentes. En 1959, el gobierno presentó el mayor déficit registrado hasta el momento en tiempos de paz.

La situación laboral de millones de trabajadores se iba deteriorando. De hecho, pese a que tras un breve período de recesión el país experimentó una recuperación, el desempleo se mantuvo alto en algunas partes del país. La automatización de las fábricas colaboraba a incrementar el paro. Al mismo tiempo, los sindicatos perdían influencia política. Ya en 1955, las dos principales centrales sindicales (la AFL y la CIO) se habían visto obligadas a fusionarse para evitar la completa extinción de su presencia como un grupo de poder significativo. El Congreso emprendió una ofensiva antisindical y aprobó la Landrum-Griffin Labor-Management Reporting and Disclosure Act, consagrada a combatir la corrupción y el gangsterismo al interior de los sindicatos.

La automatización también estaba perjudicando a miles de agricultores. Los inmensos excedentes agrícolas producto los nuevos y eficaces métodos de cultivo estaban devastando los precios. Aunque Eisenhower se mostró renuente a seguir una política de subsidios para apoyar a los agricultores, no le había quedado más remedio que abandonar la idea de establecer una escala móvil de precios y, en su lugar, pagar elevadas subvenciones. En 1958, los gastos federales dedicados a la agricultura fueron seis veces superiores a los de seis años atrás. 

La lucha pro derechos civiles adquirió matices dramáticos en el transcurso de estos años. La decisión de la Suprema Corte de Justicia  de acabar con la discriminación racial en las escuelas públicas no había sido acatada prácticamente en ninguno de los estados del sur. En 1957, el gobernador de Arkansas, Orval Faubus, llamó a la fuerza pública del estado para evitar el ingreso de nueve estudiantes negros a una escuela de enseñanza media exclusiva para blancos en la ciudad de Little Rock. Ante este reto a la autoridad federal, el presidente Eisenhower se vio obligado a abandonar su actitud de no intervenir directamente en los problemas raciales y envió a tropas federales a Arkansas para restaurar el orden,  proteger a los niños negros y obligar al cumplimiento de la resolución de la Corte. Asimismo, el Congreso aprobó en 1957 la Civil Rights Act, en virtud de la cual jueces federales estarían facultados para castigar a autoridades locales que impidieran el derecho de voto a los negros.

Pese a lo sucedido en Little Rock y a los esfuerzos por garantizar el derecho de voto a la población de color, el segregacionismo siguió siendo una aplastante realidad en la mayor parte del sur de la Unión Americana. Los negros sentían que el gobierno no hacía lo suficiente en favor de los derechos civiles y optaron en organizarse en movimientos de resistencia civil. Dirigentes negros como Martin Luther King encabezaron protestas y actos pro derechos civiles que pronto cobraron una presencia nacional.  

Uno de los terrenos donde también se hizo evidente la urgencia de imprimir cambios fue en la política exterior. El Departamento de Estado se había dedicado durante la época de Truman a seguir una política de contención contra el comunismo, misma que los republicanos denunciaron. Eisenhower prometió adoptar una postura más agresiva que inclusive llevara a la "liberación" de las naciones dominadas por los comunistas. Sin embargo, el desarrollo del armamento nuclear pronto hizo a Washington cambiar de idea. Se impuso en el mundo un "equilibrio del terror" entre las dos grandes superpotencias que obligó al Departamento de Estado, a la sazón encabezado por John Foster Dulles, a conformarse con llevar adelante la política de contención. La Doctrina Eisenhower, por medio de la cual Estados Unidos se comprometía a brindar apoyo económico y militar a las naciones del Medio Oriente para evitar que estas cayeran en la "garras" del comunismo, se inscribía perfectamente dentro de este marco.


La Guerra Fría seguía su curso. Las tensiones entre Washington y Moscú incrementaban su intensidad, dando lugar a una creciente carrera armamentista. La necesidad que Estados Unidos tenía de enfrentar la expansión del comunismo le hizo descuidar su relación con el tercer mundo, que dentro de la geopolítica del Departamento de Estado sólo contaba como un enorme tablero de ajedrez donde las superpotencias dirimían sus diferencias. Norteamérica poco estaba haciendo para apoyar el desarrollo económico y social de las poblaciones de Asia, África y América Latina. Eisenhower no tardaría en darse cuenta de este error. En 1958, el general envió a su  vicepresidente a un viaje de "buena voluntad" por varias naciones de Iberoamérica. Dicha gira resultó un fiasco. A cualquier lugar adonde llegaba, Nixon  era recibido por multitudinarias manifestaciones de protesta en contra del "imperialismo norteamericano". Un poco más tarde, Fidel Castro y sus hombres entraban victoriosos en la Habana, instalando un régimen socialista a sólo 90 millas de Florida, con lo que daba principio uno de los capítulos más difíciles y controvertidos en la historia de la política exterior de los Estados Unidos.

Es así como los comicios presidenciales de 1960 se celebrarían teniendo como fondo el recrudecimiento de la Guerra Fría, el aumento de las tensiones raciales y los temores por el probable advenimiento de una nueva recesión.  En su Convención Nacional, efectuada en Chicago a finales de julio, Los republicanos nominaron como su candidato a la presidencia a Richard M. Nixon, quien prácticamente no había encontrado oposición durante las elecciones primarias. Nixon era ya para entonces un político conocido por su habilidad y por sus métodos no siempre limpios. La plataforma republicana había sido resultado de una difícil negociación entre Nixon y Nelson A. Rockefeller, gobernador de Nueva York, uno de los dirigentes más prominentes del ala liberal del partido. En ella, los republicanos se comprometían a reorganizar la estructura del gobierno  para hacerla "más eficiente",  a procurar el crecimiento económico impulsando la eficiencia y productividad de las empresas privadas y no  aumentando "desproporcionadamente" los gastos gubernamentales, a implementar vastos programas de ayuda financiera para las naciones en vías de desarrollo y a adoptar una postura más activa en la lucha a favor de los derechos civiles. En el tema de la defensa nacional, el Partido Republicano señalaba la necesidad de fortalecer el arsenal nuclear de los Estados Unidos hasta hacer que su tamaño fuera capaz por si mismo de "disuadir" a la Unión Soviética de intentar un ataque directo contra Estados Unidos. Surgía así la doctrina de la "mutua destrucción asegurada" que imperaría sobre el panorama internacional durante las siguientes tres décadas.


Nixon había invitado a Rockefeller a ser su compañero de fórmula, pero el gobernador de Nueva York se negó. Para la vicepresidencia fue finalmente postulado Henry Cabot Lodge, embajador norteamericano ante las Naciones Unidas y  senador de Massachusetts hasta 1952, año en que fue derrotado en su intento por retener su escaño por John F. Kennedy.

Los demócratas celebraron su convención en Los Ángeles a mediados de julio. Kennedy había obtenido la mayoría de los sufragios a favor en las primarias, pero se estimaba que en la Convención Nacional probablemente el nominado podría ser Lyndon B. Johnson, senador por Texas, astuto político que desde 1953 fungía como líder de la facción demócrata en el Senado. Johnson contaba con el apoyo de los delegados del sur y, en general, del sector conservador del partido. También se mencionaba como aspirantes, aunque con remotas posibilidades, a Adlai Stevenson y a Hubert Humphrey. Empero, el joven y carismático senador por Massachusetts  fue nominado candidato en la primera votación. Para la vicepresidencia, Kennedy designó a Johnson, como una manera de garantizar la unidad del partido.


En su plataforma, los demócratas prometían un aumento al salario mínimo, garantizar una tasa de crecimiento económico de al menos 5% anual, mejorar la situación de los agricultores, proporcionar a los países del tercer mundo asistencia para su desarrollo e impulsar como nunca antes los derechos civiles. También estaba prevista una reforma fiscal a fondo para terminar con los privilegios de ciertos grupos, además de para ser más efectivos contra los evasores. Una mayor recaudación fiscal, se argumentaba, contribuiría a la reducción del déficit. La plataforma demócrata, al igual que la republicana, demandaba el fortalecimiento de la capacidad nuclear norteamericana, para dejar claro a la Unión Soviética y a China que un ataque contra Estados Unidos propiciaría su propia destrucción.

En su discurso de aceptación, Kennedy se refirió a los años sesentas como "la nueva frontera... una frontera llena de oportunidades desconocidas pero y también de peligros y de retos". El lema de la "Nueva Frontera" se convertiría en todo un programa de gobierno, continuación natural del New Deal y del Fair Deal.         

La campaña electoral sería una de las más personalizadas en la historia de Estados unidos hasta ese momento. Giraría en torno a dos individuos dueños de un indiscutible talento y de unos muy particulares estilos personales de hacer política. De hecho, los programas de los partidos pasarían a un segundo término. Los electores estaban más interesados en las personalidades de los dos candidatos presidenciales que en conocer el contenido de sus plataformas electorales. La tendencia a personalizar las contiendas presidenciales se ha mantenido hasta la fecha, apoyada por la enorme influencia que han cobrado los medios masivos de comunicación.


Nixon se presentaba como el hombre capaz de garantizar la continuidad de la prosperidad económica conocida en los años de las administraciones de Eisenhower. El vicepresidente, apenas cuatro años más viejo que Kennedy, había hecho una carrera política meteórica, que había comenzado en 1946 con su sorpresivo arribo a la Cámara de Representantes. Dos años más tarde, Nixon fue electo como Senador por California. Durante sus años como legislador, había obtenido notoriedad nacional por su participación como "cazacomunistas" en el comité de actividades antiamericanas, siendo uno de los verdugos en el caso de Alger Hiss. En 1952 se convertiría en vicepresidente de Eisenhower. Mal visto por el segmento moderado del Partido Republicano, su astucia, su perseverancia y en ocasiones su oportunismo le permitieron a Richard Nixon mantenerse en la cumbre hasta ser nominado candidato a la presidencia.

John F. Kennedy era un joven patricio procedente de una de las mejores familias de Massachusetts. Hijo de un financiero y ex embajador, Kennedy se había preparado en prestigiadas escuelas y universidades, había sido condecorado por su desempeño en el frente del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial e ingresado a la Cámara de Representantes justamente el mismo año en el que lo hizo Nixon.  Fue electo senador en 1952, venciendo al prestigiado Cabot Lodge y casi fue nominado para la vicepresidencia en 1956. Dueño de un indiscutible carisma, Kennedy emprendió una intensa campaña enarbolado las banderas del cambio.

En un principio, Richard Nixon tenía una cierta ventaja sobre su rival en las encuestas. Como vicepresidente, era mejor conocido a nivel nacional. Además, muchos electores protestantes tenían serias dudas de la conveniencia de elegir como presidente a un católico. Sin embargo, la vigorosa campaña de Kennedy fue haciendo desaparecer poco a poco la superioridad de los republicanos. Por otra parte, varios notables errores cometidos por los republicanos afectaron la campaña del vicepresidente. Primero fue una célebre declaración del presidente Eisenhower, quien al ser cuestionado en una entrevista por la revista Time para que diera tan solo un ejemplo de una aportación de su vicepresidente a su administración, solo atino a responder “, Un ejemplo, mmmmhhhh, a ver, deme una semana y a lo mejor se me ocurre alguna”. Otro error fue la inasistencia de Nixon a hacer  campaña en los 50 estados. Con las características del sistema electoral norteamericano, en donde el voto popular es menos importante que el Colegio Electoral, resulta vital para los candidatos privilegiar a los llamados “Swing States”, es decir, las entidades más pobladas que no están claramente decantadas por alguno de los partidos y donde, por lo tanto, la moneda está en el aire. Nixon dilapido valioso tiempo en visitar estados donde no tenía oportunidad de ganar, o que tenía ganados de antemano, o que tenían pocos votos electorales. Por su parte, para Kennedy resultó clave la designación del texano Johnson como compañero de fórmula, ya que fue un factor determinante en el triunfo de los demócratas en Texas y varios estados del Sur que veían al católico norteño de Kennedy con desconfianza. De hecho, mucho se ha dicho sobre la capacidad de Johnson y su camarilla de campaña de manipular votos y hacer maniobras que, según el punto de vista de algunos historiadores electorales, fueron claves en el resultado de la que a la postre fue una reñida elección.
 
También han corrido ríos de tinta sobre los debates televisado, considerados como el verdadero “punto de inflexión” de esta histórica campaña. En 1960, por primera vez la televisión jugaría un papel político de primera importancia, cosa que supo aprovechar muy bien el telegénico Kennedy. Los candidatos celebraron una serie de cuatro debates televisados, que fueron presenciados aproximadamente por 75 millones de electores. Hay consenso en decir que el más influyente de estos encuentros tet a tet fue el primero, al que Nixon, en su obsesión por hacer campaña “a la antigüita”  llegó cansado y nervioso. Incluso tenía aspecto de enfermo (había sufrido una infección días antes.) También se negó a ponerse maquillaje para este primer debate, con lo que no pudo disimular una barba incipiente que, francamente, lo hizo verse muy mal. Kennedy, por el contrario, proyecto aplomo, conocimiento de los temas y gran simpatía. Se estima que 80 millones de espectadores vieron el primer debate. Mucho se ha dicho que la mayoría de las personas que vieron el debate en la televisión dijeron que Kennedy había ganado, mientras que los oyentes de radio señalaron en Nixon al ganador. Pero lo cierto es que a partir de este momento Kennedy dio un vuelco en las encuestas y ya no abandonaría esa ventaja. En los otros tres debates a Nixon le fue mucho mejor, pero el daño de la primera impronta ya estaba hecho.
La elección de 1960 ha sido, en términos del voto popular, la más reñida de la historia de los Estados Unidos. La diferencia entre el vencedor y el vencido fue de apenas 114,673 votos. También ha sido hasta el momento la que mayor participación electoral ha registrado (63.1%). Kennedy ganó el 49.7% del voto popular,  pero el 56.4% en el Colegio Electoral. La mayoría de los estados del este, del sur y de la región de los Grandes Lagos fueron ganados por el senador de Massachusetts, mientras que la mayor parte de las entidades del oeste y algunos en el medio oeste y en Nueva Inglaterra optaron por Nixon. Los demócratas conservaron su predominio en ambas cámaras.



viernes, 30 de marzo de 2012

Nada nuevo bajo el sol: Las Elecciones en Brasil de 1989


“Un aire de galán de telenovela, que hace que las mujeres le definan como un gato lindo, buen manejo de la televisión, un discurso simple, banal y sin contenido, limitado a la denuncia, el apoyo de la todopoderosa cadena de televisión (…) y evitar a toda costa el debate con los otros candidatos y las entrevistas a cuerpo descubierto con la Prensa, le han bastado al candidato  (…) para encaramarse en la cabeza de las encuestas.” Releo esta nota del periódico español El País publicada durante la campaña electoral brasileña de 1989 en las que salió triunfador el (a la postre) malhadado Fernando Collor de Mello y no puedo de dejar de acordarme de aquel adagio de “no hay nada nuevo bajo el sol” ,. Dicho esto a la luz del inicio de la campaña electoral mexicana de 2012.

Muy lejos estaba Brasil a finales de los ochentas del auge  que ha disfrutado desde el inicio del siglo XXI y que lo señalan como una de las grandes potencias emergentes del llamado bloque BRIC, supuestamente llamado a ser el terror de la centuria. Un clima de profunda incertidumbre económica y política circundaron a los comicios presidenciales de 1989. Crisis financiera, creciente enfrentamiento entre los poderes Legislativo y Ejecutivo, empeoramiento de las condiciones de vida de la mayor parte de la población trabajadora y dificultades de tipo institucional consecuencia de las diversas interpretaciones a las que se prestaba la nueva constitución brasileña (promulgada en octubre de 1988), fueron los principales factores que pesaron en el ánimo de los electores rumbo primeros comicios presidenciales verdaderamente democráticos en 29 años.

El principal problema del país era la inflación, que había sido el azote de los regímenes militares y ahora lo estaba siendo del gobierno democrático. Desde su ascenso al poder, luego de la inesperada muerte de Tancredo Neves en 1985, el presidente Sarney enfocó todas las baterías del gobierno a combatir la inflación. En 1986 se puso en práctica el plan de choque conocido como "Cruzado", que pretendió frenar a la espiral inflacionaria mediante un rígido control de precios y salarios y con la adopción de una nueva moneda, el "Cruzado", que sustituiría al "Cruzeiro". El Plan Cruzado conoció espectaculares éxitos iniciales, lo que contribuyó al éxito de la centroderecha en los comicios para elegir a la Asamblea Constituyente, pero no pudo sostener el paso y terminó por fracasar.  En el año electoral de 1989, la administración Sarney volvió a probar suerte con un nuevo plan de choque, el Plan de Verano, que prescribió importantes aumentos de precios de servicios que prestaba el Estado (15% para la electricidad, 20-30% para combustibles, y 188% teléfono) mientras congelaba el precio de los artículos de primera necesidad (excepto la leche, que subió en 46%); decretaba una devaluación del 17% del cruzado, disponía el despido de 90,000 empleados públicos, finalizaba con la indexación y ejecutaba importantes recortes al presupuesto público. Se trataba no sólo de intentar detener la inflación, sino también de terminar con el estancamiento de la economía y de la productividad industrial (el PIB de 1988 fue de -0.3%) y de detener al creciente déficit gubernamental.


Tal como sucedió con el Plan Cruzado, el de Verano obtuvo buenos resultados iniciales, pero fracasó a partir de abril, cuando el gobierno pretendió implementar la segunda etapa del mismo. Fue tan efímero como las aves de verano. La inflación llegó al finalizar 1989 al 287% de promedio anual, mientras que el promedio inflacionario anual entre los años 1984-89 se ubicó en el  390%. Ese era el Brasil de los años ochenta.
Además de la inflación, quien triunfara en los comicios de 1989 tendría que vérselas con el problema de la deuda externa. Brasil era el mayor deudor del mundo a finales de 1989, con un débito total calculado en 114,600 millones de dólares. La administración Sarney había logrado una buena renegociación en 1988, pero los malos resultados de los programas anti-inflacionarios y el aumento del déficit público volvieron a minar la confianza de los acreedores internacionales, que detuvieron la concesión de nuevos préstamos a Brasil, condicionándolos a que se concertara un nuevo arreglo con el FMI y con el Banco Mundial. 
La inflación y la deuda externa eran pesados lastres que repercutían negativamente en la sociedad brasileña. La conflictividad social creció, sobre todo en las grandes ciudades, donde el número de delitos y de niños sin hogar crecía dramáticamente año con año. Brasil siempre se ha caracterizado por ser una sociedad con abismales contrastes sociales y económicos, y las crisis del llamado "decenio perdido" no hicieron sino acentuar este problema. Por otra parte, las relaciones industriales entre sindicatos y patronos conocieron en esta etapa pre-electoral situaciones sumamente álgidas, que desembocaron en el estallamiento de un sin número de huelgas, sobre todo en el momento en el que el gobierno anunció el fin de la indexación como efecto del Plan de Verano.

El panorama político también se presentaba oscuro a finales de 1989. Un agudo enfrentamiento entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, que no eran capaces de ponerse de acuerdo prácticamente en nada, mantenían casi atrofiada a la actividad gubernamental, lo que sin duda repercutió negativamente en la situación económica. Por último, las relaciones Ejecutivo-Legislativo también se vieron afectadas por culpa de un problema de interpretación constitucional acerca de la duración del mandato del presidente. Sarney había sido electo vicepresidente en la planilla que encabezaba Neves en los comicios de 1985 para un período de seis años, según la legislación de los militares. Sin embargo, la nueva Constitución prescribía un mandato de cinco años para el jefe de Estado. A final de cuentas, y tras un largo debate que desgastó la vida institucional del país, prevaleció el criterio del Legislativo.

Esta fue una sucesión presidencial enteramente distinta a cualquiera que haya conocido la historia política brasileña hasta ese momento. Por primera vez se celebraron comicios directos a dos vueltas con un inusitado número de candidatos que representaban todas las principales tendencias y fuerzas políticas presentes en el país, en un contexto de grave crisis económica política y social, con un régimen democrático y una Constitución que, aunque recién estrenados, habían ya tenido que enfrentar duras pruebas, de las que no habían salido libradas del todo bien, lo que sin duda ponía en duda la viabilidad del sistema político. Los medios masivos de comunicación jugaron un papel fundamental, influyendo sensiblemente en el resultado final de la elección. Participaron en la segunda ronda de la disputa por la presidencia de la República los dos candidatos más jóvenes que hasta ese día hoy hubiese conocido el país: Fernando Collor de Mello tenía 40 años y Luis Ignacio “Lula” da Silva 44 en el momento de la elección. Se celebraron por primera vez dos debates televisados con la participación de los finalistas. El volumen del electorado fue récord: 82 millones de brasileños. El sistema de partidos volvió a probar que estaba aún muy lejos de estar completamente consolidado. A la segunda ronda llegaron dos candidatos que a principios del año no eran considerados como los favoritos. Inclusive la efímera y sorpresiva aparición en la carrera presidencial del locutor Silvio Santos, que en su momento se ubicó en buen lugar dentro de las encuestas electorales, contribuyó a darle a la elección de 1989 un perfil insólito, y mucho habló de la pobreza del debate político, la escasa solidez del sistema de partidos y la aun inmadura cultura política brasileña.

Podemos decir a grosso modo que la estrategia finalmente ganadora de Collor de Mello de presentarse mediante una costosa campaña en los medios masivos de comunicación  como un outsider ajeno por completo al aparato político tradicional fue sumamente efectiva, ya que supo atraer el voto de todo aquel enorme sector del electorado se manifestaba harto de los métodos usuales. En un país sumergido en una intensa crisis, el sistema político se estaba desprestigiando, lo que provocaba un sensible desgaste de las figuras políticas que habían aparecido en el primer plano del quehacer público en el transcurso de los diez o quince años previos a los comicios presidenciales. Lo mismo se puede decir de Lula, quien fue capaz de arrebatar al electorado de izquierda de partidos más sólidos (como el PDT y el PSDB), presentándose como un luchador sindical que jamás se había beneficiado por hacer contubernios con el gobierno.
En efecto, nadie se imaginaba a principios de 1989  que los finalistas en los comicios presidenciales serían Lula y Collor, dos políticos relativamente desconocidos en aquel entonces a nivel nacional comparados con otros candidatos más populares. Leonel Brizola, quien durante meses encabezó las encuestas, era un político populista demasiado identificado con el período de transición, quien no supo aportar propuestas imaginativas durante la campaña. Paulo Maluf y Ulysses Guimaraes,. candidatos respectivamente de los dos partidos -PDS y PMDB- que habían gobernado alternativamente al país durante las pasadas dos décadas y media, estaban demasiado identificados con el establishment político del que los electores no querían saber nada, y no tenían nada que ofrecer además de sus personalidades.  Muy pronto quedó claro que los comicios presidenciales tendrían resultados completamente inusitados, hecho que marcaría un viraje histórico en la historia de la joven democracia brasileña.

La elección del 89-90 fue uno de los primeros duelos que conoció el mundo entre el desprestigiado aparato político tradicional y el mensaje de "renovación y cambio" de candidatos que pretendían representar un  "espíritu de reforma ajeno a la politiquería", portadores de "nuevas ideas" para combatir con eficacia a los ingentes problemas que azotaban al país. Vendrían varios más alrededor del mundo, con resultados igual o peor de desilusionantes.

Los dos candidatos que supieron ajustarse mejor a esta imagen fueron los que, a la postre, diputaron la ronda final por la presidencia. Y a eso coadyuvó la falta de solidez que presentaba a la sazón el sistema de partidos brasileño. Casi todos los partidos eran  entidades poco estructuradas que giraban en torno a un dirigente carismático. Este fenómeno, que se da con mayor o menor intensidad dependiendo del partido del que se trate, es un síntoma claro de los sistemas partidistas poco desarrollados y produce una personalización de la vida política y electoral que llega a ser extrema, en perjuicio de la estabilidad y la gobernabilidad de un Estado.

Las elecciones presidenciales de 1989 experimentaron a fondo el fenómeno de la personalización, tan presente también en prácticamente todas las democracias actúales. Las elecciones presidenciales casi siempre se reducen a duelos exclusivamente de líderes y de ahí que importara de la mercadotecnia en la difusión de la personalidad del candidato. Para las elecciones de 1989 los partidos no tuvieron restricciones en cuanto a la cantidad de tiempo que podían comprar para poner anuncios a las cadenas de radio y televisión, cosa que derivó en una injusta ventaja para el candidato con más dinero. Cabe decir que a raíz de esta experiencia se prohibió en el país amazónico la compra de espacios comerciales por parte de partidos y candidatos en época electoral.


Tenemos entonces que la televisión fue en la campaña electoral de 1989 ama y señora. Todos los candidatos se concentraron en tratar de hacer llegar sus mensajes a los ciudadanos, aprovechando el amplio derecho que la ley les concedía en esta materia. Y tuvo la tele a un candidato consentido, guapo, fotogénico y que irradiaba energía y simpatía. Fernando Collor de Mello parecía mandado a hacer para salir en la tele. Nacido en 1950 en de una familia con tradición política (su padre fue gobernador del estado nordestino de Alagoas), Collor estudió economía en la Universidad de Brasilia. Su carrera política comenzó en 1979, cuando fue electo alcalde de la ciudad de Maceibo. Se convirtió en diputado federal por el estado de Alagoas en 1982, y gobernador de esta misma entidad en 1986, siempre electo como candidato del PMDB, partido que abandonó al no estar de acuerdo con las políticas económicas del presidente Sarney. En 1988 fundó al Partido de la Reconstrucción Nacional con el único propósito de sustentar sus ambiciones presidenciales. Asimismo, se preocupó por tejer toda una red de alianzas con empresarios nacionales, que apoyarían con cuantiosos recursos económicos a su campaña. La adinerada familia de Collor era dueña de una importante cadena de televisión, afiliada al  destacado grupo nacional O Globo. 
Por su parte, Luis Ignacio da Silva  era un ex obrero metalúrgico y un destacado y combativo activista sindical. En 1980 fundó, junto con otros dirigentes sindicales, al Partido de los Trabajadores, que pretendía ser el brazo parlamentario de la Confederación de Sindicatos (CUT). Lula fue sindicalista durante la dictadura, por lo que gozaba de un enorme prestigio ante la clase trabajadora cuando comenzó el período de transición a la democracia.

La estrategia de Collor de Mello rumbo a la primera vuelta consistió en difundir un discurso anticorrupción, en el que criticaba duramente a la administración de Sarney, denunciaba los privilegios de las clases acomodadas, fustigaba a la "inútil y consentida" burocracia, prometía un ambicioso programa de asistencia social de 94,000 millones de dólares, proponía iniciar una campaña de privatización de empresas públicas, y solicitaba abrir al protegido mercado interno al comercio exterior.  Además, se dedicó a garantizar su triunfo en las regiones Norte, Noreste y Sureste del País, las más pobres, en donde la izquierda tenía poca presencia y estaba mal organizada.
Por su parte, Lula eliminó a sus adversarios de izquierda de manera un tanto sorpresiva presentándose como un tenaz luchador social que no se había desgastado en el período de transición a la democracia. Su pequeño pero bien organizado partido logró penetrar eficazmente en el electorado de clase trabajadora, el cual empezaba a ser bastante escéptico ante las propuestas populistas de Brizola. Lula insistió en que emprendería un programa radical de redistribución de la riqueza y que combatiría los problemas de la deuda externa y de la inflación "atendiendo siempre a los intereses de las mayorías". Un discurso radicalmente alejado a la forma en la que Lula gobernaría a Brasil más de una década más tarde.

Para la segunda vuelta, los dos candidatos finalistas cambiaron la estrategia propagandística. Ya que ambos candidatos habían garantizado el apoyo de sus electores "naturales", ahora se trataba de intentar invadir el terreno del adversario. Sobre todo, sería determinante el voto de las capas socialmente más bajas de la población. Se estimaba que 65 de los 80 millones de electores vivían en circunstancias más o menos graves de pobreza. En esta segunda campaña, el tono se volvió mucho más agresivo, sobre todo cuando Collor se dio cuenta de que su ventaja sobre Lula estaba decreciendo considerablemente. Inició en toda forma una campaña negra contra Lula. Fue entonces cuando el candidato del PRN acusó a Lula de ser un "marxista incendiario y ateo", que pretendía destruir al régimen democrático y cuya integridad personal estaba en duda. Los temas familiares y personales salieron a la palestra de la campaña. La cadena O Globo, la cual tiene nexos con la familia de Collor, difundió una entrevista con una pretendida ex amante de Lula, quien "confesó" que Da Silva la había obligado a cometer un aborto 15 años antes. Asimismo, los estrategas del PRN hicieron circular la versión de que el PT había estado involucrado en el secuestro de un conocido empresario de Sao Paulo, que había ocurrido el 11 de diciembre de 1989. Las indecorosas peculiaridades y dimensiones de esta campaña negra dieron lugar años más tarde a una reforma a la legislación electoral brasileña para impedir que los candidatos se dedicaran insultarse, calumniarse y/o desacreditarse en los períodos electorales que sigue vigente a la fecha.
Asimismo, por primer vez en la historia política brasileña se celebraron debates televisados entre los candidatos a la presidencia. Fueron dos y en ellos aparecieron confrontados Fernando Collor y Lula Da Silva, los aspirantes que lograron llegar a la segunda ronda. El primero se llevó a cabo el 3 de diciembre. Según las encuestas, en ese momento Collor gozaba una ventaja de 13 puntos porcentuales sobre su adversario. Pero en el debate, aunque fue bastante pobre y plano en lo que se refiere a la calidad y al fondo de los argumentos, apareció un agresivo Lula Da Silva, que a base de buen humor y de burlas logró desubicar al candidato del PRN, mientras Collor se mostró confuso y estereotipado. Lula fue capaz, por lo menos, de ser más claro en el momento de dar a conocer su mensaje. En los días subsiguientes a éste primer debate, la ventaja de Collor fue disminuyendo. El segundo debate, efectuado el 14 de diciembre, estuvo plagado de agresiones personales. Lula seguía en desventaja, por lo que debía asestar un golpe contundente para lograr rebasar a su rival, mientras que Collor sólo debía limitarse a tratar de no cometer un error que comprometiera un triunfo que ya parecía seguro. Collor insistió en su discurso anticorrupción y en sus despiadados ataques a la administración del presidente Sarney, reiteró su intención de iniciar un programa a fondo contra la pobreza y atacó duramente en todo momento a Da Silva, a quien reprochó las alianzas que había concertado con Covas y con Brizola para obtener el apoyo de toda la izquierda para la segunda ronda. "Con que programa gobernaría usted", preguntó Collor a su adversario, "con el del PT que 11 millones de brasileños conocieron y votaron a favor en la primera ronda o con el que usted y sus amigos Brizola y Covas han conformado a partir de entonces".  Por su parte, Lula presentó una lista con 3,400 nombres de personas que habían cobrado sin trabajar en el ayuntamiento de Maceibo durante el tiempo que el "campeón anticorrupción" se había desempeñado como alcalde.  Un momento climático del debate fue cuando Lula se levantó las manos y las mostró a las cámaras diciendo "Mira Collor, estas manos son las de un trabajador, están llenas de callos. Anda, enséñanos tus manos de niño bonito". Al final del debate, las encuestas mostraron que una ligera mayoría de los testigos (38% contra 35%) consideraba a Lula como el triunfador.
Durante toda la campaña, y desde muchos meses previos, se levantaron encuestas en todos los medios de comunicación para conocer las intenciones electorales de los ciudadanos. La principal característica de estas encuestas es que demostraron la gran volatibilidad del electorado brasileño, que en unos cuantos meses paso de favorecer a Brizola, a preferir a Covas, para después levantar espectacularmente a Collor y, en un momento dado, colocar en primer lugar al locutor Silvio Santos. Los cuatro principales diarios del país (O Globo, Journal Do Brasil, Fohla de Sao Paulo y O Estado Do Sao Paulo), mantuvieron la política de levantar encuestas constantemente, mismas que se acercaron bastante al resultado final. Sin embargo, la más exacta fue la encuesta postrera que efectuó la empresa Gallup, la cual acertó en pronosticar que Collor triunfaría sobre Lula con una ventaja de seis puntos porcentuales.
Otro tema que fue toral en estas elecciones fue el del financiamiento.  En Brasil existe desde la promulgación de la constitución democrática un financiamiento gubernamental a los partidos. Sin embargo, la principal fuente de financiamiento de los partidos y candidatos que participaron en la elección presidencial de 1989, la cual pasó a la historia por haber sido la más cara hasta el momento, fueron los fondos privados. La multimillonaria campaña de Collor de Mello se benefició ampliamente de generosas donaciones de empresarios nacionales, quienes veían en Collor a la única opción de derecha capaz de vencer a los candidatos de izquierda, una vez que la derecha tradicional habían caído en un abismo de desprestigio. El secreto de Collor fue llevar a todos los rincones del país, mediante los medios masivos de comunicación y de una campaña intensiva de visitas regionales, un mensaje en contra de la "política y de los políticos". Collor entendió que el ciudadano medio, sobre todo el de escasos recursos y poca educación, culpaba a los políticos de la grave crisis por la que el país atravesaba, y a base de mensajes simples dio a entender que él era el hombre llamado a vencer a los "oscuros laberintos del poder".     


Collor no se privó de ningún lujo para hacer su campaña. Se calcula gastó más de cien millones de dólares (ciertamente poco para algunos estándares actuales, entre ellos los mexicanos), mismo que invirtió, sobre todo, en una intensa campaña en radio y televisión, en inundar de propaganda al todo el país y a garantizar una presencia notable en el Norte. Collor utilizó -entre otras cosas- de 5 a 11 aviones, un helicóptero, 20 guardaespaldas y 12 camionetas. Millones de artículos de campaña fueron repartidos por todo el país. Fue, con mucho, la campaña más onerosa de todas las que se efectuaron en 1989. Gracias a ello Collor fue capaz de recorrer todo el país y de abrumar a los medios de comunicación con sus mensajes. A final de cuestas, fue precisamente un escándalo derivado de los malos manejos de los fondos de campaña, denunciado por su hermano Pedro, el que obligaría eventualmente a dimitir a Fernando Collor de Mello a la presidencia de Brasil.
Para la segunda vuelta, iba a resultar determinante la actitud que adoptaran los candidatos derrotados, cuyos electores serían claves en la definición del resultado final. Ambos candidatos buscaron moderar al máximo el tono de sus propuestas políticas, en la búsqueda de obtener el apoyo del mayor número de fuerzas posible.

Al principio, durante los días de noviembre que sucedieron a la primera vuelta,  Collor no procuró, ni aceptó públicamente el apoyo de ningún partido, a fin de no comprometer su imagen de outsider ante el electorado. La campaña del PRN fue realizada atacando justamente a los partidos políticos y a los políticos a la vieja usanza, en una cruzada en contra de la corrupción y en favor de la renovación a fondo del sistema político. Collor había repetido una y otra vez durante su campaña que el desgaste de los partidos políticos es tan grande, que sólo simbolizan ante la opinión pública la corrupción, la incompetencia y la ociosidad. Por eso, ante el reto de la segunda ronda, Collor deseaba ser bastante cauto a la hora de concertar apoyos. Además, las encuestas lo ubicaban con una enorme ventaja sobre Lula, que alcanzaba hasta los 15 puntos porcentuales.
Pero conforme fueron pasando los días, la ventaja de Collor se fue diluyendo, razón que hizo prender las luces rojas a los estrategas del PRN, quienes optaron por ejecutar prácticas sucias en un intento por ridiculizar al PT y a su candidato. Aunque nunca hizo una declaración formal al respecto, Collor vio con buenos ojos el apoyo que le ofrecieron públicamente Paulo Maluf, el Partido Demócrata Cristiano y el Partido del Frente Liberal. Por su parte, Brizola y Covas decidieron solicitar a sus simpatizantes votar por Lula en la segunda ronda. Asimismo, sintiendo que la brecha que lo separaba de su rival se estrechaba, Lula decidió formular propuestas al sector empresarial, en el sentido que trabajaría con los sindicatos para lograr una contención salarial durante los primeros días de su mandato y con la promesa de que el gasto público no crecería demasiado.

El resultado de la elección presidencial de 1989 fue una consecuencia clara de la falta de solidez que exhibe el sistema de partidos brasileño. Representó el triunfo de un candidato que no contó con una estructura partidista bien organizada, sino que basó su campaña en los enormes recursos económicos que recibió por parte de intereses privados. Su triunfo y posterior ignominiosa caída obligaron a hacer una serie de revisiones a las leyes electorales del país dirigidas a procurar una mayor igualdad en las condiciones de la competencia, restringir el alcance de las campañas negativas y de desprestigio y limitar el encarecimiento de la política y la excesiva influencia de los grupos de poder económico.


miércoles, 28 de marzo de 2012

Willy Brandt y el Auge de la Socialdemocracia


El triunfo de Willy Brandt en las elecciones parlamentarias alemanas de 1969 señaló la cúspide del apogeo socialdemócrata europeo. La propuesta de establecer un estado democrático que garantizara a los ciudadanos mínimos de bienestar social, respetara las leyes del mercado pero en el ámbito de una economía mixta y un gobierno interventor, y se comprometiera a una irrestricta observancia y promoción de las libertades individuales se imponía en todo el continente y parecía ser, de modo ineluctable, el futuro de las sociedades democráticas de todo el orbe, por lo menos de las más avanzadas. Muy pronto la recesión económica internacional y la aparición de la competencia comercial asiática darían al traste a la utopía socialdemócrata europea, pero a principios de los setentas el sueño estaba aun en boga.

Muchas y muy profundas tuvieron que ser las transformaciones que experimentó el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) para poder volver al poder en la Alemania Federal de la posguerra. Este partido había sido uno de los principales protagonistas políticos de la etapa conocida como República de Weimar, cuyo fracaso dio lugar al ascenso del nazismo. La socialdemocracia alemana, que de hecho fue la primera del mundo, resurgió de sus cenizas tras la Segunda Guerra Mundial y se esperaba que siguiera jugando un papel de primer orden en la zona occidental de la Alemania dividida tras su derrota. Pero el surgimiento de una poderosa opción de centro derecha,  la Unión Cristiano demócrata, capitaneada por Konrad Adenauer, hizo que los socialdemócratas pasaran un tiempo muy largo en la oposición. Adenauer presidió el llamado Milagro Económico Alemán que devolvió al país una enorme solvencia económica. Los socialdemócratas tenían que renovarse si pretendían, de verdad, ser competitivos en las urnas y derrotar alguna vez a sus poderosos 

En 1959, una nueva y pujante generación de políticos socialdemócratas se hizo cargo de la dirección del SPD y el histórico programa de Bad Godesberg, en el que el partido abjuraba definitivamente del marxismo, de las nacionalizaciones, del anti capitalismo a ultranza  y de su actitud anti Comunidad Económica Europea. El partido se modernizaba para presentarse como una verdadera alternativa de gobierno. La nueva socialdemocracia se convertía en un genuino "partido del pueblo" (Volkspartei) abierto, sin exclusiones, a toda la sociedad, que llegaba para sustituir al "partido de clase" producto de los teoremas ideológicos del siglo XIX. Era el adiós definitivo a las utopías revolucionarias. En aquella ocasión llamaron poderosamente la atención las palabras pronunciadas por el entonces alcalde de Berlín Occidental, un tal Willy Brandt, un político que destacaba a causa de su carisma y su reconocida capacidad intelectual: “Debemos renunciar al sueño de una sociedad futura que sea completamente distinta y en la cual los hombres sean completamente diferentes a como han sido hasta ahora y son aún hoy. Tenemos que aprender a vivir en la duda, pues es productivo dudar. Tenemos que dejar de buscar una única verdad y aprender a vivir con las diversas verdades que forman nuestra vida”.

La socialdemocracia se deshacía de la ideologización para proponer soluciones prácticas y realistas a los problemas contemporáneos de la nación; capitulaba, por fin, frente a la economía de mercado, pero no renunciaba al Estado bienestar; aceptaba los imperativos de la política exterior pro unidad europea, y señalaba la urgencia de establecer vínculos con el bloque socialista, cosa, ésta última, que la CDU se negaba tercamente a hacer;  renunciaba al anticlericalismo y a la satanización de la burguesía, con el propósito de atraer a las clases medias y rurales, pero sin descuidar sus fuertes nexos con las organizaciones obreras del país.

Hacia mediados de los sesentas, el milagro económico empezaba a declinar y el largo dominio político de la CDU daba claras muestras de agotamiento. Brandt había sido postulado como candidato a canciller por la socialdemocracia en los comicios federales de 1961, pero fue derrotado por el viejo Adenauer. Graves acontecimientos en el orden internacional y que desembocaron en la construcción del ominoso muro de Berlín, acudieron de forma inesperada al rescate de la CDU. Pero poco duro el gusto. Konrad Adenauer dimitió al cargo de canciller federal el 11 de octubre de 1963, debido a su elevada edad (87 años), pero sobre todo al desgaste de su popularidad, Para sustituir al jefe del gobierno, el Bundestag (cámara baja del parlamento alemán) designó a quien era considerado como el padre del "milagro económico": Ludwig Erhard, ministro de Economía ininterrumpidamente desde 1949.


Erhard era la única personalidad política que parecía capaz de superar la crisis de liderazgo que se veía venir sobre la CDU con el ocaso de Adenauer. ¿Quién mejor que el mago de las finanzas autor de la recuperación económica alemana para garantizar, por mucho tiempo más, el éxito del partido al frente del gobierno? Con Erhard a la cabeza los democristianos lograron un nuevo triunfo en las elecciones federales de 1965. El SPD había logrado avances notorios desde 1961 en las elecciones locales de los Länder (estados federales) al computar casi medio millón de votos más que la CDU.

Para Willy Brandt, la elección de 1965 era la oportunidad definitiva para, por lo menos, obligar a los democristianos a formar la “gran coalición”. La socialdemocracia se adaptó rápida y efectivamente al proceso de cambios suscitado por el programa de Bad Godesberg. Había emprendido una labor a fondo en su lucha por obtener el poder, mostrándose propositiva y alerta en el Bundestag, efectiva en los gobiernos estatales en los que participaba, y disciplinada en la vida partidista interna.  El SPD ansiaba ver el momento de poner fin a la larga espera y conocer la hora de abandonar la oposición, para no estar más al margen de las grandes decisiones nacionales. Pero pese a todos sus esfuerzos, los socialdemócratas no pudieron evitar un nuevo triunfo de la CDU. El "efecto Erhard" rindió cuentas positivas para la unión CDU-CSU.

Sin embargo, Ludwig Erhard tuvo mala fortuna como canciller. No pudo llenar el hueco de un puesto que, si bien no estaba precisamente hecho a la medida de Adenauer, sí por lo menos le quedó grande al "padre del milagro económico". Erhard no tuvo ni por asomo el control del que gozó su predecesor sobre la CDU. Fueron problemas de liderazgo, pero también complicaciones de índole económica los causantes del prematuro colapso del gobierno. Resultaba paradójico para Erhard: justamente su manejo de la finanzas durante el largo período de Adenauer le habían dotado de su prestigio como hábil administrador y ahora, al frente de su propio gobierno, fracasaba ante las complicaciones de la economía.  

Para el verano de 1966, era evidente el desgaste del "milagro económico". El fantasma de la recesión, después de haberse hecho presente en la mayor parte de las naciones industrializadas de Occidente, finalmente tocaba las puertas de la República Federal de Alemania. La productividad industrial inició un declive, la inflación comenzó a subir y el desempleo aumentó. Obviamente, la CDU pagaría en las urnas las consecuencias de no encontrar fórmulas aceptables para hacer frente a la crisis. El más grave de estos tropiezos sucedió en julio de 1966, cuando la CDU vio considerablemente reducida su presencia electoral, al celebrarse los comicios para renovar al parlamento local de Renania-Westfalia, el Land más poblado del país.

También en el terreno legislativo Erhard encontraría dificultades. Poco después de la elección en Renania-Westfalia, fracasaron unas negociaciones emprendidas por el gobierno en el parlamento que pretendían  ampliar las facultades fiscales de la federación. Para colmo, la política exterior también aportaría una fuerte dosis de problemas. Desde la fundación de la RFA, la diplomacia germano occidental sostenía como uno de sus principios fundamentales la llamada Doctrina Hallstein, en virtud de la cual Bonn negaba la legalidad de la RDA y amenazaba con romper relaciones diplomáticas con todos aquellas naciones que reconocieran al gobierno de Berlín del Este, con la excepción de la  Unión Soviética. El empecinamiento de Erhard en sostener la Doctrina Hallstein, en lugar de asumir una postura más flexible e iniciar un diálogo con el este, provocó fricciones con Estados Unidos y con el resto de los aliados occidentales.


La popularidad del gobierno se desplomó. Los alemanes tenían la sensación de que el país carecía de una dirección firme, con la CDU dividida a causa de sus fricciones internas y con la crisis económica encima. Al Partido Liberal, socio de los democristianos en la coalición de gobierno, le preocupaba tanta impopularidad y solo esperaba la primera ocasión para propiciar un rompimiento. La oportunidad llegó la última semana de octubre de 1966, cuando la CDU presentó para su aprobación en el Bundestag una serie de severas medidas de austeridad destinadas a balancear al castigado presupuesto federal. Los liberales votaron en contra de los proyectos gubernamentales e inmediatamente abandonó la coalición. Erhard presentó su dimisión en consecuencia, dando  principio un complicado proceso de negociaciones entre las dos principales formaciones políticas alemanas  que duró cuatro semanas, al final de las cuales, el SPD aceptó participar en el gobierno coaligado con la unión CDU-CSU.

La decisión de la dirigencia socialdemócrata provocó una aguda polémica al interior del partido al irritar a su sector más izquierdista, y también causo el malestar de la CSU, tradicionalmente más conservadora que la CDU, pero finalmente se formó una “gran coalición” que permitió a la socialdemocracia participar por primera vez en el gobierno federal. El democristiano Kurt Georg Kiesinger (ministro-presidente de Baden-Württemberg) fue electo por el Bundestag como nuevo canciller federal, y Willy Brandt (a la sazón todavía alcalde de Berlín Oeste) fue designado vicecanciller y ministro del Exterior, conformándose así el primer gobierno federal que contaba con la colaboración de los dos partidos más grandes e influyentes de Alemania.    

La “gran coalición” gobernó casi tres años sin mayores  complicaciones. En política exterior, si bien prosiguió fortaleciendo los tradicionales lazos de amistad con Occidente, inició iniciativas de normalización de relaciones diplomáticas con los países socialistas. Bonn reanudó nexos con Rumania y Yugoslavia. En la economía, la crisis  cedió un poco en este lapso, aunque fueron inevitables una nueva baja en la producción industrial y un aumento en el desempleo.

La administración Kiesinger conoció retos significativos en lo concerniente a la política interior. Debió de enfrentar el agravamiento de las actividades de grupos extremistas tanto de derecha como de izquierda. El Partido Nacional Democrático (NDP), organización de derecha ultranacionalista, adquiría paulatinamente un ímpetu electoral mayor, contando para 1968 con representación en siete Landstags, y se daba por descontado su inminente ingreso al Bundestag. En la primavera de este mismo año, el país vivió en medio de la agitación estudiantil. Grandes manifestaciones de estudiantes izquierdistas inundaron las calles de las principales ciudades alemanas, protagonizando, muchas veces, violentos choques con la policía.

Pese al relativo éxito de su participación conjunta en el gobierno, el SPD y la CDU realizaron una intensa campaña con miras a la elección federal de 1969. Los temas predominantes fueron los económicos y los de la política exterior. Los socialdemócratas proponían una reforma fiscal dedicada a posibilitar la transformación de la enseñanza, sugerían revaluar al marco como una radical medida anticrisis, e insistieron en la necesidad de una mayor apertura hacia los países del este, especialmente la RDA y Polonia. La democracia cristiana aseguraba la continuidad de la orientación desplegada desde el poder durante las pasadas dos décadas "única manera  de garantizar la estabilidad y el progreso", y prometía un "segundo milagro económico" una vez superados los escollos "coyunturales". En política exterior pregonaba cautela, criticando a sus rivales por la pretendida reconciliación con el este. Los liberales entraron en una nueva fase de cambios, al elegir a Walter Scheel, destacado dirigente del ala progresista del FDP, como su nuevo líder. En su plataforma electoral, se preocuparon por proyectar la imagen de un organismo renovado,  promotor de una profunda reforma de la sociedad alemana, la cual (según los liberales) había caído presa del inmovilismo.

En los comicios del 28 de septiembre de 1969, la unión CDU-CSU consiguió solamente tres escaños menos que en 1965 y un millón de votos más que el SPD, el cual experimentó un aumento de poco más de tres puntos sobre las elecciones anteriores (rebasando por fin el 40% de los votos). El Partido Liberal apenas pudo sostener su representación en el Bundestag, con el 5.8% de los sufragios. El NPD se quedó corto, con el 4.3% del porcentaje electoral, sin lograr, pese a los pronósticos en contrario, entrar al parlamento.


Las especulaciones sobre cómo se conformaría el gobierno no se hicieron esperar. Muchas opiniones sostenían, incluso antes de los comicios, la conveniencia de prolongar la vida de la “gran coalición”, sobre todo ante el auge del radicalismo de derecha y la posible presencia en el Bundestag de un partido catalogado, por una parte considerable  de la opinión pública, como "neonazi". Pero ya era un hecho el acercamiento de los liberales con los socialdemócratas. Pocas semanas después de conocerse los resultados de la elección, Willy Brandt anunció que había llegado a un acuerdo con el FDP para formar un gobierno de coalición mayoritaria encabezado por él.

Los democristianos protestaron de inmediato. Alegaron que se desvirtuaba la voluntad del electorado al dejar fuera del gobierno al partido que había logrado la mayor votación. De hecho, la fracción parlamentaria de la unión CDU-CSU sería en número idéntica a la que llegó al Bundestag tras la victoria democristiana de 1961. Pero, aún así, nada impidió a la cámara baja elegir (por escaso margen) a Brandt como el primer canciller socialdemócrata de la posguerra.   

Resultados de la Elección Federal del 28 de septiembre de 1969.




lunes, 26 de marzo de 2012

La Más Dulce de las Derrotas



“Esta ha sido la más dulce de las derrotas”, fueron las célebres palabras que dirigió a sus partidarios Felipe González Márquez cuando en la noche del 3 de marzo de 1996 se enteró que había sido derrotado por su adversario José María Aznar por apenas poco más de un punto porcentual después de que todas las encuestas habían pronosticado durante semanas una derrota apabullante para el hombre que tras catorce años en el poder había logrado transformar España, pero cuya última legislatura había sido catastrófica. ¿Por qué Aznar no pudo imponerse con mayor margen? ¿Dónde fallaron las encuestas?
Sin duda uno de los políticos más interesantes de la segunda mitad del siglo XX lo fue Felipe González, artífice de la transición española y político de gran carisma y talento político. Abogado sevillano, trabajó durante sus primeros años como profesional, durante el tardofranquismo, en un bufete especializado en litigios laborales. Ingresó en el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), que estaba prohibido en España desde el final de la Guerra Civil. El ascenso de Felipe en el partido fue meteórico. En octubre de 1974, el XXVI Congreso, reunido en Suresnes, le encumbró a la Secretaría General, que se encontraba vacante debido a las divisiones internas. González tenía solamente 32 años. Logró imponerse al sector “histórico” del partido en buena parte gracias al patrocinio de las máximas figuras de la socialdemocracia europea de aquel entonces, como el italiano Pietro Nenni, el sueco Olof Palme y (sobre todo) el alemán Willy Brandt.

Tras la muerte de Franco en noviembre de 1975, González pasó a liderar una parte de la oposición española al frente de la Plataforma de Convergencia Democrática y en diciembre de 1976 González fue ratificado como secretario general mientras que el veterano Ramón Rubial Cavia (un histórico) obtuvo el puesto honorífico de presidente del partido. El PSOE fue legalizado en febrero de 1977 por el Gobierno de Adolfo Suárez González, y concurrió a las primeras elecciones generales democráticas (elección de una Asamblea Constituyente)  el 15 de junio de 1977, donde obtuvo el 29.2% de los votos, colocándose como la segunda fuerza.

En su lustro como líder de la oposición democrática, González esgrimió un discurso que aun hacía a la vieja izquierda múltiples concesiones, tales como la radical oposición a la entrada de España en la OTAN, a la que no dudaba en calificar como "tremendo error histórico". Asimismo, mantuvo una intransigente oposición  al Gobierno de Suárez, que no gozaba de la mayoría absoluta y era cada vez más impopular a causa de la crisis económica. El PSOE contribuyó decisivamente a la  caída de Suárez en febrero de 1981. Sin embargo, la intentona golpista de ese año marcó el inicio la moderación del PSOE. En el renglón ideológico González insistió en la necesidad de eliminar la invocación del marxismo en la doctrina del PSOE y de convertir a éste en un partido moderno e interclasista, homologable a la socialdemocracia europea (y tal como había hecho, por ejemplo, el SPD germanooccidental en 1959 con su célebre Programa de Bad Godesberg). Sobrevido entonces una crisis que, a la larga, terminaría por consolidar el liderazgo de Felipe. González vio derrotada su ponencia transformadora en el Congreso del PSOE de 1979, viéndose obligado a dimitir y a entregar la dirección a una gestora interina. Pero pocos meses más tarde un Congreso Extraordinario le repuso en la Secretaría General con el 86% de los votos. La victoria de González fue total. El PSOE se transformó de raíz: renunció a la ideología marxista, abrazó la definición socialdemócrata y se configuró como una organización federal, amoldada al incipiente Estado de las autonomías en la articulación territorial de España (con lo que ganó una considerable ventaja frente a la derecha, demasiado adicta al obsoleto centralismo tradicional).

Fue así que afianzado como una genuina alternativa de gobierno, el PSOE inició un constante ascenso al poder. En las legislativas de 1982 obtuvo una victoria arrolladora en las votaciones del 28 de octubre de 1982 con el 48.3% de los sufragios. Este resultado significó un vuelco del panorama político -doblemente histórico: el partido de Suárez se hundió de forma definitiva y surgió como la principal oposición al gobierno socialista la opción conservadora (Alianza Popular)  dirigida por Manuel Fraga Iribarne, ex ministro franquista. Nunca antes un partido de izquierda había recibido tantos votos en solitario en España- supuso para el PSOE el regreso al poder ejecutivo que había ocupado por última vez en 1939, cuando la victoria del bando nacional en la Guerra Civil puso final al Gobierno republicano presidido por Juan Negrín López.

La llegada al Gobierno de los socialistas iluminó en amplios sectores de la sociedad española esperanzas de mejoras y transformaciones a todos los niveles en un país que en numerosos aspectos arrastraba un considerable retraso con relación a las democracias más consolidadas de Europa occidental; en este sentido, caló profundamente el lema, Por el Cambio, ondeado por el PSOE durante la campaña en un brillante ejercicio de marketing electoral, prática a la que la vieja izquierda, demasiado supeditada a la ideología pura y dura, se había negado a ejercer desde siempre.

Y avances modernizadores los hubo en los gobiernos de González: se reestructuró la educación a todos los niveles, se desarrollo de un amplio sistema de Seguridad Social integral y sostenido por las cotizaciones de los afiliados, que tomó como referencia el modelo del Estado del bienestar característico de otras naciones europeas, se despenalizó (parcialmente) el aborto, se procedió a iniciar un necesario proceso de reconversión industrial (con la contra de la izquierda más ortodoxa), se racionalizó al sector público de la economía (con algunas privatizaciones), se reorganizaron sectores productivos y se tomaron medidas antiinflacionarias. Todas estas iniciativas tuvieron siempre un tono pragmático más que ideológico y fueron piedra de toque de un crecimiento económico sostenido. González fue decantándose por aunar la liberalización de la economía y una política social activa, lo que le granjeó la confianza del gran capital y de los empresarios.


Trascendental para el desarrollo de España fue su ingreso a la entonces Comunidad Económica Europea y la ratificación de la pertenencia española a la OTAN, a pesar de que González había iniciado su mandato como dirigente socialista con un discurso absolutamente contrario a integrar a España a la alianza occidental. El giro era copernicano. Haberlo hecho sin pagar un considerable costo político fue, quizá, la gran hazaña política de Felipe González, quien se preocupó desde el primer momento en mitigar las aprensiones de Estados Unidos en materia de defensa y seguridad, pero sin renunciar formalmente a una serie de principios. Poco más tarde, el presidente Ronald Reagan (bestia negra de las progresías de todas las latitudes) se entrevistaría con González, e hizo constar en su diario que vio en su homólogo español a un "agudo, brillante, con personalidad, joven, moderado y pragmático socialista".

Fue así que las legislaturas gobernadas por González (electo por primera vez en 1982 y confirmado en el poder en los comicios generales de 1986, 1989 y 1993), fueron ricas en decisiones ejecutivas y en novedades legislativas. En las elecciones generales al 22 de junio de 1986, el PSOE volvió a ganar con el 44.1% de los votos la mayoría absoluta de nuevo. La Alinaza Popular retrocedió con respecto a sus resultados de 1982, revés que obligó a su fundador y presidente, el ex ministro franquista Manuel Fraga Iribarne, a presentar la dimisión.

La segunda legislatura de González se caracterizó por el crecimiento expansivo (con el pico en 1987, cuando el PIB aumentó un 6.1%), inflación a la baja y de una entrada masiva de capitales financieros extranjeros, aunque también por  muchos movimientos especulativos de capital a corto plazo e inversiones agresivas a la caza de la máxima rentabilidad. También coadyuvó a este dinamismo económico la llegada de los primeros fondos estructurales europeos.

Por otro lado, una mayor conflictividad social impelió a González a dar un giro acusadamente social a su gestión, incrementando el gasto público. Como consecuencia, se dispararon el déficit, que invirtió la tendencia al recorte desde su pico negativo del 6% del PIB alcanzado en 1985, y la deuda pública, crecida en consonancia a partir de un nivel equivalente al 40% del PIB.

González tampoco agotó la legislatura iniciada en 1986. Iniciados los años noventa España resentía las consecuencias de la recesión internacional. Era la hora de la resaca. Se debían aplicar medidas de control al consumo y recorte de la inflación, lo que sin duda iba a repercutir en el ritmo del crecimiento. El presidente disolvió el Parlamento citó a elecciones para el 29 de octubre de 1989. En ellas, desgastada su imagen con el desgaste de siete años en el poder el PSOE encajó otra considerable merma electoral. Sacó ahora el 39.6%, lo que ya no era mayoría absoluta.

Fue esta tercera legislatura con mayoría socialista el principio del largo, traumático y lento ocaso político de González. Iniciaba un período caracterizado por el desempleo, las dificultades económicas y, sobre todo, la corrupción. El desorden en el gasto público ocasionó a España enfrentamientos con sus socios comunitarios, el desempleo se desbocó hasta llegar a al 24.5% de la población activa, las relaciones con los sindicatos quebraron, el crecimiento se estancó y el país estaba lejos de cumplir con los criterios establecidos en el Tratado de Maastricht rumbo a la Unión Monetaria.

Los escándalos de corrupción se sucedían en cascada de forma ominosa, mientras que dentro del PSOE se había iniciado una sorda lucha entre los partidarios del vicepresidente Alfonso Guerra, más alineados a una socialdemocracia tradicional, y el sector más pragmático.

La tensa situación que presentaba el país en los terrenos económico y político obligaron a González a adelantar, otra vez,  la celebración de elecciones generales. Por primera vez existía el temor real de que la derecha lograra desbancar al PSOE del poder. Alianza Popular había transmutado en una organización política nueva, el Partido Popular, que reunía en su seno restos de lo que había sido el suarismo, más la derecha tradicional y sectores de corte liberal. Su nuevo Líder, José María Aznar, nunca había sido ministro de Franco y entendía la necesidad de articular una derecha más moderna y democrática a la que no se le identificara con el pasado franquista. Pero pese a todo, el PSOE tuvo una mínima pérdida de menos de un punto porcentual con respecto a las generales de 1989. El mérito cabía reconocérselo en exclusiva a González, que, pese al rosario de tropezones en todos los terrenos, había recobrado, la gran capacidad retórica y el brío que le caracterizaron en el principio de su carrera política. Millones de españoles seguían creyendo que el presidente era un dirigente sólido, capaz y honesto, y que los desaciertos y abusos eran culpa de malos colaboradores.

Pero fue esta legislatura catastrófica, con agudizadas dificultades en la gestión económica, abuso del poder y una galopante corrupción. El cochinero de los casos de abuso del poder y de corrupción más conspicuos fueron los del director general de la Guardia Civil, Luis Roldán, al que la justicia imputaba la presunta malversación de cientos de millones de pesetas; el del banco de inversiones Ibercorp, eje de un gran escándalo financiero el de las escuchas ilegales realizadas a personalidades del Estado y la vida pública por el Centro Superior de Información de la Defensa (CESID), la trama en torno a las empresas de asesoramiento Filesa, Malesa y Time Export, denunciadas como unas meras tapaderas del cobro a grandes empresas de fondos ilícitos presentados como facturas por servicios no prestados; y, quizá la más grave, el sumario instalado por el célebre juez Baltazar Garzón sobre diversas revelaciones que apuntaban a altos cargos del PSOE como últimos responsables de los parapoliciales Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL).

Acosado desde múltiples frentes, González fue acusado de conocer y tolerar todas las irregularidades e ilegalidades cometidas en su entorno. Las exigencias de dimisión se multiplicaban, empezando la que hacía en el Parlamento constantemente el jefe de la oposición, Aznar, que hizo célebre el mantra de “Váyase, Señor González”. También se hizo popular la expresión “y Felipe, sin dimitir” que decían los españoles cada vez que se suscitaba un contratiempo por grande o pequeño que fuese, incluido el mal clima. Por su parte, el presidente del gobierno se mostraba a la defensiva, atrincherado, exhibiendo una actitud de resistencia a ultranza teñida de nerviosismo, muy lejana de la porfía del luchados político nato y de la brillantez dialéctica de antaño. El presidente no entraba en la contrarréplica y ya sólo daba la cara para referirse a la persecución en toda regla que, estaba convencido, sufrían los socialistas por parte de una poderosa alianza de “la derecha”.

Dentro del PSOE las pugnas entre los guerristas y los pragmáticos arreciaban. Poco a poco González fue decantándose a favor de los segundos, sobre todo después de que Alfonso Guerra dimitió a la vicepresidencia del gobierno a causa de un escándalo que involucraba a su hermano. La mayoría de los electores veía in dignado la degradación del PSOE y era cada vez más susceptible de reorientar su voto a una derecha que había atenuado  su mensaje conservador bajo el liderazgo de Aznar. Por fin el denominado centro sociológico, ese amplio sector de la población poco identificada con posturas ideológicas, más atenta a los dilemas de la vida diaria pero, al mismo tiempo, desconfiada de las posiciones políticas recalcitrantes, estaba viendo al PP como una alternativa real de gobierno.El PSOE perdió con rotundidad frente al PP en las elecciones al Parlamento Europeo de 1994 y las municipales y autonómicas del 28 de mayo de 1995, y todas las encuestas le otorgaban una holgada ventaja frente al socialismo.

Las secuelas del caso CESID y el sumario anti GAL de Garzón, sumados a los escándalos de corrupción y a la constante pérdida de votos del PSOE, llegaron al punto de obligar a Felipe González  que no se postularía para una nueva reelección, o por lo menos con esa posibilidad jugó hábilmente González, zorro de la política, durante varios meses sabiendo de las dificultades que se presentarían para consensuar un candidato alternativo. Varios medios de comunicación nacionales señalaron a Fernando Solana, el respetado ministro de Exteriores y uno de los escasos dirigentes socialistas que mantenían su capital político incólume, como un posible candidato a presidente del Gobierno. El ministro desmintió cualquier interés de él en la candidatura, lo que provocó, paradójicamente, que la idea ganara fuerza, sobre todo porque González se aferró a un significativo silencio en lo concerniente al tema. Además, los guerristas amenazaron con presentar un candidato alternativo al "oficialista" si el presidente no pactaba con ellos las condiciones de su sustitución. Mucho se habló de que Josep Borrell era el aspirante secundado por el ala guerrista.

La opinión pública interpretó que una maniobra de gran calado se estaba cocinando en la trastienda socialista. Pero la dimisión el 20 de octubre del secretario general de la OTAN, Willy Claes, por su implicación en un escándalo de corrupción en Bélgica vino a trastocar completamente la estrategia en marcha. Los aliados occidentales manifestaron su preferencia por Solana para sustituir a Claes y a mediados de noviembre González terció en la cuestión reconociendo que su titular de Exteriores sería un "magnífico" secretario general de la OTAN.

Descartado Solana los órganos de dirección del PSOE lo tuvieron claro. El en diciembre de 1995 la Comisión Ejecutiva Federal, por voto unánime, pidió a Felipe González que fuera candidato al Gobierno por séptima vez consecutiva. El tiempo apremiaba. La debilidad gubernamental había obligado al presidente del gobierno a adelantar, otra vez, la celebración de las elecciones. Las perspectivas del PSOE eran negras. Todas las encuestas de opinión otorgaban al PP ventajas con cifras de hasta dos dígitos porcentuales.


Para las elecciones del 3 de marzo de 1996, González y su equipo diseñaron una campaña basada en el discurso del miedo. Pintaron al PP y a Aznar como "la derecha de siempre, pero disfrazada " y advirtieron que los conservadores “tenían un programa oculto" para achicar el Estado del bienestar. El mensaje les sonó convincente a muchos electores que pertenecían al centro sociológico  y que habían votado socialista desde el principio de la democracia. Aunado a esta campaña de miedo, las esperanzas del oficialismo cobraron nuevo ánimo al dar la economía signos de revitalización, aunque el sumario del GAL seguía pendiendo sobre González como una espada de Damocles. Por su parte, la medrosa campaña de Aznar, demasiado centrada en un líder poco carismático, dependiente del desgaste del PSOE tras catorce años consecutivos en el poder y con miedo a contraer compromisos mayores, entusiasmó poco al electorado. Baste recordar el inane lema de campaña que presentó la derecha para enfrentar unos comicios que siponía ganados de antemano: "La Nueva Mayoría".

Fue bajos estas circunstancias supusieron que el PSOE perdió finalmente unas elecciones generales a manos del PP, pero los resultados obtenidos, el 37.6% de los sufragios en nada se parecieron a la debacle vaticinada. La ventaja de los populares, confrontados con una mayoría más simple que la sacada por los socialistas en 1993, se reducía a menos de 300.000 votos, en términos porcentuales poco más de un punto. Resultaba llamativo que la pérdida de votos fuera de sólo 1.2 puntos con respecto a los comicios de 1993. Y más todavía que ese 37,6% supusiera una recuperación de 7 puntos en relación con las municipales de 1995, en las que el PSOE había sido vapuleado. Por todo esto, González calificó el resultado en las urnas de 1996 como “dulce derrota".
Suponía entonces el derrotado líder socialista, y así lo dijo en su oportunidad, que el PP sería incapaz de gobernar por mucho tiempo dependiente, como estaría, del apoyo de los partidos nacionalistas en el parlamento. González siempre menospreció la habilidad política de Aznar,y apostaba por un breve período de el PSOE en la oposición que le serviría para reorganizarse y alistarse para una pronta recuperación del poder. Se equivocaba.